Lucy, de Jamaica Kincaid

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No debe ser fácil trasladar al español las parrafadas largas de Jamaica Kincaid, sus frases tan certeras que avanzan como una vibrante improvisación, aunque la autora de ninguna manera improvisa, al contrario: cada palabra parece obedecer a una imperiosa necesidad expresiva; cada palabra acusa una ausencia largamente repasada, recreada muchas veces antes de encontrar la forma de articularla.

Nunca sabemos si los sentimientos de la protagonista –el odio, en especial, que siente o dice sentir por casi la totalidad de las personas que la rodean– son merecidos o no, porque a la narradora no le interesa justificar sus afectos ni sus acciones. Ella simplemente expresa lo que siente con arbitraria precisión. Odia a los malos, desde luego; odia a quienes la violentaron, la condenaron. Pero también desprecia, en alguna medida, a los buenos. A veces se vuelve inesperadamente compasiva o comprensiva, pero es más frecuente que se rebele ante cualquier forma estatuida de sensatez. Entiende el mundo; entiende la violencia de que ha sido objeto, pero no quiere complacer a nadie. No escribe para perdonar, eso está claro.

De los libros de Jamaica Kincaid traducidos al español, hay dos –Mi hermano y Lucy, este último recién aparecido– que pueden comprenderse como autobiográficos, aunque distinguir entre autobiografía y ficción puede ser, en este caso, arduo o equívoco (y a la postre innecesario). En Lucy, la protagonista acaba de dejar su país –la isla caribeña de Antigua, colonia británica hasta 1967– para trabajar como niñera. La experiencia no es mala: los patrones la tratan bien, a la vez que intentan, de maneras no siempre tan sutiles pero casi siempre cómicas, civilizarla. La protagonista se sabe condenada al desarraigo pero tampoco se sustrae a los placeres de su nueva vida o de su nueva condición, y mucho menos desea volver a casa, entre otros motivos porque odia a su madre: “Toda mi educación había estado consagrada a evitar que me convirtiera en una puta”, dice, y enseguida reclama que su madre era una santa pero que ella no quería una santa –quería una madre.

Lucy es un libro bello y duro en que Jamaica Kincaid relata, de alguna forma, la misma historia que en sus otras entregas: la de una mujer que se salva gracias a la literatura, aunque salvarse sea hundirse un poco, o al menos aceptar que no puede salvar a los demás. Ese es el tema principal de Mi hermano: desde sus primeras experiencias como inmigrante saltamos al momento en que la escritora vive en Estados Unidos, convertida en una figura relevante de la literatura afroamericana, en armonía con una cultura que la incluye, con un esposo y unos hijos a los que ama sin reservas.

Este momento de calma y legitimación termina cuando se entera de la enfermedad de su hermano Devon, un irresponsable rastafari que contrae sida y debe enfrentar el precario sistema de salud de Antigua, la isla de la que nunca salió, al contrario de su hermana, la escritora que evadió su posible destino (“tener diez hijos de diez padres distintos”), para volverse una extranjera a la que le cuesta entender el inglés que hablan su madre y sus hermanos. La escritora viaja, entonces, a ayudar a Devon y le consigue los remedios que los médicos locales ni siquiera se molestan en prescribir, pues solamente esperan que muera pronto.

La idea de esa muerte inminente da lugar a una reflexión sostenida en torno a los afectos. La protagonista reconoce, con valentía, que la generosidad tiene límites, que no puede renunciar a su lugar. Su hermano morirá y ella, más temprano que tarde, contará la historia: “Me convertí en escritora como resultado de la desesperación”, dice, “por lo que cuando me enteré de que mi hermano se estaba muriendo, ya estaba familiarizada con el acto de salvarme a mí misma: escribiría acerca de él”.

Apunté más arriba que Jamaica Kincaid escribe ficción o no ficción sin apegarse demasiado a uno u otro molde o –mejor dicho– desestabilizando esa diferencia, matizándola. Autobiografía de mi madre, de hecho, es una novela y no una autobiografía, un relato conjetural y bellísimo en que Xuela, la protagonista, imagina la vida de su madre, que murió al momento de darla a luz. Para ella escribir un libro con ese título es imposible: posee nada más que señales vagas, sueños y una ausencia que solo puede llenar o intentar llenar con palabras.

En un comienzo el padre deja a Xuela al cuidado de la lavandera, por lo que la niña únicamente lo ve cuando él va a encargar la ropa. Este desolador fragmento, entonces, es tanto un reclamo como una estricta descripción: “El hecho de que yo constituía una carga para él, eso lo sé; sé que también su ropa sucia constituía una carga para él; y sé que no era capaz de cuidar de mí, y tampoco de lavar su propia ropa.”

Los desplazamientos continúan mientras el padre monta una nueva familia que para Xuela es completamente ajena. Odia a su madrastra y el sentimiento es recíproco, y se refiere a su hermana como “la hija que mi padre había tenido con su esposa que no era mi madre”. No solo esos vínculos son insatisfactorios, sin embargo, pues más adelante alude a su propio marido como “el hombre para el que yo trabajaba pero al que no odiaba y que era al mismo tiempo el hombre con el que me acostaba pero al que no amaba y con quien finalmente me casaría aunque siguiera sin amarlo”.

Jamaica Kincaid describe la violencia, el sinsentido, el autoritarismo y el desarraigo desde dentro, sin siquiera insinuar los puntos de fuga de un paisaje asfixiante. Sus libros son crudos, excesivos y sobre todo hermosos, porque obedecen al deseo antiguo y crucial de trajinar largamente hasta conseguir un poco de belleza entre las ruinas. ~

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