La novela El revuelo de los insectos (Barcelona, Egales, 2020), del venezolano Manuel Gerardo Sánchez (1982), historiador y periodista radicado en Barcelona (España), continúa el prometedor trabajo narrativo del cuentista de El último día de mi reinado (2014) y Sangre que lava (2016), con un renovado impulso que supera el irónico y burlón tratamiento del mundo gay para conectarse con una sensibilidad más arriesgada. Sánchez sigue ahora el cruento camino de la literatura de tema homoerótico abierto por narradores como Yukio Mishima, Manuel Puig y Pedro Lemebel. Nos lleva al mundo militar, caldo de cultivo de un eros varonil y enclosetado, marcado por la violencia y extremadamente pasional. Se trata de un caso límite de la masculinidad modelada en el ejercicio del poder vertical y de la humillación. El cuartel está organizado en castas de las que se entra y sale por capricho de los jefes; ellos mismos son homosexuales, pero su homofobia es de una ferocidad solo entendible porque la masculinidad siempre está en constante prueba en la tiranía de Pedro Hacha. El deseo sorprende por su fuerza arrolladora, la cual no repara en la sangre, el anonimato, la suciedad de los cuerpos y los excrementos. Encuentros en los baños, plenos de excitación y menosprecio hacia el varón que se rebaja al ser penetrado, sirven de telón de fondo a la historia de amor de dos soldados, quienes se adoran hasta la muerte.
El narrador no se ahorra llamar “negrito”, “indiecita” o “doncella” a personajes que luego se muestran resueltos a acabar con los tratos degradantes de los que son objeto. Las víctimas trocan en victimarios pues no sobran la bondad y el altruismo, solamente el egoísmo más abyecto, propio del predominio de la ley de sálvese quien pueda. Desde este punto de vista, el narrador dibuja sin piedad a Emilio y a Jon, los protagonistas. El primero es un católico temeroso, de la clase media acomodada caída en desgracia, siempre tentado a engañarse a sí mismo; el segundo, un campesino machista, abusado por su padre y dispuesto a probar su valía en cualquier contexto. Tratamiento similar recibe la mujer trans –amante de Jon y de su progenitor–, despreciable pero digna de compasión. Poderosa, aunque finalmente vencida, Madame Purpurina –alguna vez conocida bajo el nombre de Adán– se ve a sí misma desde la misógina idea de declarar a la trans como mujer que tiene un “regalito” que le cuelga entre las piernas, superior por tanto a la mujer “sin regalito”. Nada más divino que una mujer dotada de falo; nada, simultáneamente, más despreciado. La identidad de género que la ayudó a convertirse en cómplice poderosa de hombres vinculados con la tiranía de Pablo Hacha es la misma que la lleva a su terrible final.
El revuelo de los insectos trasluce el magma ideológico de unas vidas oprimidas. El narrador nos conduce de instantes de extrema ternura a otros de extrema violencia, sin ahorrar las miserias de la homosexualidad cuartelaria. Sus contradicciones y brutales realidades asoman su lengua bífida en cada página del relato, sin concesión alguna a las presiones ideológicas del buen decir militante. Un logro del texto es expresar, sin ambages, un mundo tremendamente masculino en el cual las mujeres apenas tienen cabida como comparsa y donde su representación se constituye desde la envidia al falo. La madre de Jon lo ama, pero siente celos porque sabe que su marido encuentra más bello a su hijo que a ella; la mujer trans le quita su lugar a Acarantair en el corazón y la cama del patrón, el dueño del lupanar en el que tienen que refugiarse Jon y Emilio después de cometer un asesinato. No es, desde luego, un texto apto para bienpensantes de ningún signo político porque nadie –sea cual sea su raza, clase, género u orientación sexual– queda a salvo de la dinámica de poder infernal propia del país de Pablo Hacha. Solo existe la jerarquía dada por la fuerza y el ejercicio autoritario y todos, sin excepción, sucumben a la cobardía y a la crueldad.
La narrativa venezolana de este siglo ha abordado el tema del autoritarismo revolucionario con talento y desde miradas muy distintas, tal como lo confirman The night, de Rodrigo Blanco Calderón; La hija de la española, de Karina Sáinz Borgo; Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyszka; Nocturama, de Ana Teresa Torres; Noche oscura del alma, de Carmen Vincenti; y Jinete de a pie, de Israel Centeno. El revuelo de los insectos, sin mencionar jamás la geografía en la que se enraiza su trama, apela a un registro visible tanto en el ya mencionado Mishima como en el cine de Pier Paolo Pasolini, en especial en Saló, o los 120 días de Sodoma. Tal registro dibuja la impronta perversa del erotismo, trocado en instrumento de tortura aunque también de liberación, pues solo el amor entre Jon y Emilio es capaz de trascender la ignominia y el miedo. Pero si el amor salva, la venganza purifica y el más débil entre los débiles es capaz de poner punto final a la humillación, como ocurre en el desenlace de la historia.
Narrada desde las coordenadas del suspenso, las cuales privilegian las preguntas cuya respuesta perseguimos presurosos como lectores, plena de acción y no apta para puritanos, El revuelo de los insectos nos recuerda que no hay mejor lugar para decir lo indecible que la literatura. Si bien el narrador es, a veces, demasiado despectivo, entrometido y deslenguado, la arriesgada apuesta autoral inscrita en la libertad de decir pone, una vez más, sobre la mesa la ya secular tradición de la literatura como discurso que espanta a la mojigatería reinante, cualquiera que sea su signo ideológico.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.