Incluido en la prestigiosa “Biblioteca de Literatura Universal”, excelente iniciativa de la fundación homónima, aparece ahora este magnífico volumen, único en España, que recoge obras esenciales de varios de estos autores tan singulares denominados con cierta imprecisión “moralistas franceses”. El término agrupa a escritores –más bien, pensadores– que florecieron en Francia, en principio, durante los siglos XVII y XVIII, hasta la época de la Revolución. El gran Montaigne, el inventor del “ensayo”, inspiró el tipo de reflexión que profesaron; esto es, un pensamiento objetivo centrado en lo humano antes que en lo divino, en el aquí y el ahora en lugar de en el más allá. Huyeron del tratado de larga extensión, de las especulaciones ociosas y, para expresar sus pensamientos, prefirieron abrazar formas breves: máximas, aforismos o esbozos y apuntes “abiertos” que buscan la complicidad del lector inteligente para ser comprendidos, a veces de momento y, a menudo tras varias lecturas. Todos ellos fueron además grandes estilistas que han dejado una honda huella en la literatura francesa posterior.
Se los denominó “moralistas” ya en el siglo XX, y no porque moralicen y censuren, cual clérigos de catecismo y látigo, sino porque el foco de su interés se centra con predilección en las costumbres (“mores”) de su siglo; en los modos de vivir, actuar y relacionarse de los hombres y mujeres pertenecientes a una sociedad civilizada.
Un perspicaz observador hallará en la Corte y en el salón mundano, en las costumbres íntimas y familiares, en el trato entre iguales y en el de las distintas clases sociales, abundantes estímulos para reflexionar sobre el carácter de sus congéneres, sus anhelos, sus virtudes y sus vicios. Los moralistas, conocidos también como “anatomistas del corazón” y “filósofos de la vida” fueron algo así como psicólogos sin clínica predecesores de Freud, en el sentido de que, sorprendidos ante las debilidades y la grandeza humanas, ejercieron como “maestros de la sospecha” al rebuscar en las apariencias y vanidades los motivos ocultos que las originan. El hombre no es bueno ni malo por naturaleza, sino una criatura zarandeada por sus pasiones, ingobernables mediante la razón, que sólo puede frenarlas de manera provisional. Cautivos de los celos, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la melancolía y demás vicios del “amor propio” –el “yo odioso”, como lo calificó Pascal, uno de sus más despiadados críticos–, los seres humanos también poseen virtudes y buen corazón en el trato con los demás y consigo mismos. Diagnosticar el estado del alma –un término muy querido por los moralistas– desde la observación y la experiencia y no juzgar fue la tarea esencial de estos autores. Goethe, Schopenhauer, Nietzsche o Canetti, y en España Ortega y Pla fueron asiduos lectores de los moralistas: en ellos, dignos herederos de los grandes autores de la Antigüedad clásica, encontraron más de cuanto es necesario para enfrentarse a la gran tarea de conocer a los seres humanos, de analizar el anverso y el reverso de la invariable condición humana: ingenio e inteligencia, cuando menos.
Muchos de los grandes escritores franceses pueden incluirse entre los “moralistas”, dando un amplio sentido al término, en tanto que también fueron grandes conocedores de la naturaleza humana –Voltaire, Rousseau o Saint Simon y tantos otros–; pero los que contiene este esplendido volumen suelen ser los más representativos. Además de una útil introducción, encontramos nuevas traducciones de los Pensamientos de Blaise Pascal, las Máximas y Reflexiones diversas, del Duque de La Rochefoucauld, Los Caracteres o las costumbres de este siglo, de Jean de La Bruyére; los Frutos de la civilización perfeccionada, de Nicolás de Chamfort; las Reflexiones y máximas del Marqués de Vauvenargues; y los Pensamientos de Joseph Joubert. Son obras clave de autores que fueron poco prolíficos, pero esenciales.
Es éste un volumen que podemos hojear en momentos de ocio, aunque unas páginas nos llevarán a otras y algunos pensamientos nos atraparán para siempre. Pascal, quien nunca llegó a componer el extenso tratado para el que esbozó sus anotaciones, nos ha dejado reflexiones de este tenor: “Toda la desgracia de los hombres proviene tan sólo de que son incapaces de permanecer quietos en una habitación”; o también: “El hombre es un junco pensante”; “Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento”; así pues: “Esforcémonos en pensar bien, éste es el principio de la moral”.
La Rochefoucauld sospechó de las virtudes públicas y constató que “el entendimiento es siempre la víctima del corazón”. Atacó la vanidad, el orgullo, el amor propio y el vicio: “La debilidad es el único defecto que no cabe corregir”, sentenció; y también: “Lo que con frecuencia nos impide abandonarnos a un solo vicio es que tenemos varios”.
Chamfort, pesimista extremo, causa inquietud con su negrura: “Vivir es una enfermedad de la que el sueño nos alivia cada dieciséis horas. Éste es un paliativo. La muerte es el remedio”; “aprendiendo a conocer los males de la naturaleza se desprecia la muerte; aprendiendo a conocer los de la sociedad, se desprecia la vida”. Aunque a la vez afirmó que “la jornada más desaprovechada de todas es aquella en la que no hemos reído”, y que “pensar consuela de todo”.
La Bruyère, preceptor de Luis XIV, describió sin rodeos los caracteres humanos: el ambicioso, el taimado, el burlón, el adulador, y prefirió el párrafo más largo a la máxima lapidaria, aunque aportó algunas tan actuales como ésta: “Si la pobreza es la madre de los crímenes, la falta de inteligencia es el padre”. “Hay personas que si pudiesen conocer a sus subalternos y a sí mismas, se avergonzarían de sobresalir”. “Todos nuestros males proceden de no poder estar solos, de ahí viene el juego, el lujo, la disipación, el vino, las mujeres, la ignorancia, la maledicencia, la envidia, el olvido de sí mismo y de Dios”.
Vauvenargues, apenas traducido al castellano, maestro del aforismo y la frase lapidaria, sentenció que “La claridad es la buena fe de los filósofos”, una máxima con frecuencia olvidada por este gremio; y también que “los grandes pensamientos vienen del corazón” o que “la oscuridad es el reino del error”. Y Joubert, aforista secreto e íntimo, lector de Platón e “inhábil para el discurso continuado”, anotó asertos tan prerrománticos como éste: “Yo debo de soñar con la belleza como otros dicen que sueñan con la felicidad”, o este otro: “Para vivir, con poca vida basta. Para amar, hace falta mucha”. “No es lo más bello lo que más amamos, sino aquello que hace nacer en nosotros las más bellas ideas”. “El corazón debe marchar delante de la mente, y la indulgencia, delante de la verdad”.
En suma, éstos son autores que jamás terminaremos de leer, pues sus reflexiones ganan en significado conforme aumenta la experiencia de quien las medita; es la vida misma la que debe brindarnos su idoneidad y hay tantas verdades en este centón de sabiduría mundana que antes de abarcarlas tendremos que vivir, convivir y cavilar mucho para apreciarlas en lo que valen. ~
(Cรกceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filรณsofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filรณsofo pesimista (Algaba, 2005). Este aรฑo se publicรณ su traducciรณn