Se puede empezar de este modo: describiendo la casa de retiro de Umberto Eco en Montecerignone. O se puede empezar de este otro: describiendo la casa parisina de Jean-Claude Carrière. En la primera: una biblioteca de cuarenta o cincuenta mil volúmenes, treinta incunables y una extravagante colección de libros sobre el “saber oculto”. En la segunda: un acervo un poco más pequeño, otro puñado de incunables, un fondo sobre el surrealismo y tres o cuatro mil volúmenes sobre los mitos de fundación de diversas naciones y religiones.
Se puede seguir por acá: con la conversación que ambos –semiólogo y guionista– mantuvieron en uno y otro sitio y que ahora ha sido recogida en un volumen de título profético –Nadie acabará con los libros. ¿Decir que el tema de la charla fueron los libros –sobre todo, su destino en el futuro digital– y que la conclusión a la que arribaron Eco (Alessandria, 1932) y Carrière (Colombières-sur-Orb, 1931) es que el libro tal como lo conocemos hoy –impreso en papel y a manera de códice– soportará la digitalización del mundo y persistirá como el vehículo primordial del conocimiento? Tal vez tampoco sea necesario detenerse demasiado tiempo en sus argumentos porque son, a fin de cuentas, los que todos empleamos cuando queremos defender la primacía del libro impreso –es pequeño, es portátil, no necesita cables ni pilas, puede prestarse y regalarse, dura más que los cambiantes soportes digitales. Para decirlo con palabras de Eco: es un invento insuperable, como la cuchara, el martillo y las tijeras.
Hasta aquí todo bien y disfrutable. Pero de verdad: ¿el libro necesita una defensa así de combativa? ¿Es cierto –como piensan Carrière y Eco– que se encuentra amenazado y sitiado y en guerra contra internet y el libro electrónico y otros soportes digitales? A estas alturas, la actitud de Eco y de Carrière parece asustadiza y un poco histérica –cosa que sorprende en un pensador como Eco, que ha denunciado con lucidez a los intelectuales apocalípticos, y en un hombre como Carrière, que ha gastado su vida escribiendo historias (Bella de día, El discreto encanto de la burguesía) no para los libros sino para las pantallas. Por una parte, ya va quedando claro que el proceso de digitalización del mundo avanza desde hace décadas y es imparable y no necesariamente lesivo. Por la otra, ya va dándose por descontado que el libro impreso –los millones que existen en las bibliotecas públicas y privadas, los millones que están y seguirán siendo publicados– sobrevivirá y convivirá con los medios digitales, así como departieron, durante cuatro siglos, el rollo y el códice. El asunto, comienza a ser obvio, no es si el libro persistirá sino de qué modo lo hará ahora que ha sido descentrado y que su hegemonía, en la cadena de transmisión del conocimiento, está siendo disputada por nuevas tecnologías. En este caso tampoco parece haber motivos para aterrarse: en sus más de cinco siglos de existencia el libro ha visto emerger otros medios –los periódicos, los semanarios, el radio, el cine, la televisión– y se ha adaptado y transformado sus tareas y redefinido su misión. ¿Por qué no habría de ocurrir esta vez lo mismo?
Más razonable, bastante menos alarmista, fue la ponencia que Román Gubern ofreció el pasado otoño en la ciudad de México, dentro del congreso “El mundo del libro”, y que ahora amplía en Metamorfosis de la lectura.
Es difícil imaginar un ensayo más panorámico que este: empieza por el principio, el momento en que se separan el linaje de los chimpancés y el de los humanos, y concluye en el presente, con diez breves reflexiones sobre el e-book. Entre un punto y otro Gubern (Barcelona, 1934) traza –nada más– una historia general de la escritura y sus soportes. ¿Que si esta historia luce tersa y estable? Por el contrario: es toda agitación y desplazamiento. Cambian los materiales en que se escribe: tablillas de arcilla, papiro, pergamino, papel. Cambian las maneras en que se despliegan estos materiales: en rollos o atados a uno de los bordes laterales. Cambian las técnicas de impresión: la tinta de los manuscritos, los tipos móviles inventados en China, la imprenta de Gutenberg, la mecanización de la imprenta durante la revolución industrial. Cambia el libro impreso: de pastas duras o rústico, regular o de bolsillo.
La irrupción de las tecnologías digitales es otro capítulo, no el desenlace, de esta historia. Se mentiría si se dijera que estas nuevas máquinas para leer y escribir son absolutamente novedosas e inesperadas –a veces es más bien lo contrario: el e-mail revitaliza el intercambio epistolar, Twitter populariza el aforismo y el e-book vuelve al soporte duro de las tabillas y en ocasiones se despliega verticalmente, de arriba abajo, como los rollos. Se mentiría, también, si se afirmara que estos medios se oponen radicalmente al libro impreso y que solo ellos o el libro han de prevalecer después de una extendida lucha darwiniana. La relación entre el libro impreso y las nuevas tecnologías es, por supuesto y por fortuna, bastante más compleja. Como supo ver Derrida, desde 1997, en su conferencia “El libro por venir”: los medios digitales a veces contradicen al libro, a veces lo continúan y hasta extreman.
Puede terminarse aquí: Se oye decir con frecuencia –y Eco y Carrière lo repiten en su charla– que las escrituras digitales carecen de rigor intelectual y literario, que fomentan el amateurismo, que esparcen información válida y errada, que desbordan los circuitos intelectuales establecidos, que desdeñan los criterios con que antes distinguíamos la buena y la mala escritura, que vulgarizan viejos géneros literarios, que estallan y proliferan y se desvanecen y que no hay manera de controlarlas o ya siquiera de darles seguimiento. Bien, ¿y qué? Críticas similares se formulaban contra el libro impreso cuando este apenas despuntaba –y ya había quienes juraban que nunca contaminarían su colección de manuscritos con un volumen salido de la imprenta. El libro impreso, a veces se olvida, no era el fetiche que ahora adoramos sino un instrumento subversivo opuesto a la restringida circulación de los manuscritos y a las castas que los elaboraban y leían e interpretaban. Era, sencillamente, una envoltura que hacía viajar más rápido y más lejos las ideas. Debería quedar claro, entonces, que si fijamos y sacralizamos el libro traicionamos su sentido libertario. ¿Queda clara, de paso, esta paradoja?: internet y las tecnologías digitales se oponen al libro-fetiche a la vez que prometen realizar de una vez por todas, con su velocidad y su potencia, el sueño-libro. Qué más. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).