Se habla de él todo el tiempo, pero ¿cómo leerlo? ¿Sus libros?, ediciones limitadas de dispersión ilimitada. Las antologías lo olvidaban la mayoría de las veces. Guy Dotremont, su hermano, y Pierre Alechinsky, el amigo fiel, reunieron la obra esparcida y una gran cantidad de inéditos. Sin embargo, el tiempo poco a poco lo mistificó, a él que de adolescente se había fugado de Bélgica para respirar, en Charlesville, el olor de tormenta que dejara Rimbaud. Esto lo condujo hasta Éluard, Cocteau, Bachelard, Giacometti… Viene la guerra y la ocupación. Christian Dotremont, nacido cerca de Bruselas, tiene 18 años en 1940.
Acaba de descubrir el surrealismo, y sus primeros poemas de recibir la aprobación de Magritte, Scutenaire, Ubac: el arte y la escritura mantendrán una relación estrecha durante toda su vida. La Obra poética completa de Dotremont se ha reunido por fin bajo el sello de Mercure de France. Se podría creer que, como Rimbaud, escribió todo a los 20 años. Esta vez el mito puede tomar un cuerpo.
Este alto muchacho desgasta su cuerpo sin miramientos, y también lo desgasta el hambre, la pobreza, el frío, el vino cuando hay. Escribe, ama a todas las mujeres, ya sea de lejos o hasta perderlo todo: “me abstengo del amor como uno se abstiene de las grapas después de una operación grave”. Sus poemas de amor, por ejemplo la madrugada:
Y sin embargo retomé mi tinta y mi talento,
mi soledad, y retomé mis veinticinco letras,
para añadir la voz de algunos hexámetros
al soplo de ese corazón, que era un corazón lento.
O Bon jour (1941), donde encuentran a veces el impulso de los versos alados de Apollinaire, o anuncian a Aragón en los tiempos en que consentirá en ser bueno:
Dorine de ojos puros como el hambre
como un pájaro tiene al azar en mano
y sin saber, lo arroja, y sin comprender
lo arroja al niño viejo como la ceniza
Las disonancias señalan aquí una fisura, la ironía la esconde. Desde que empieza, el lirismo pierde un ritmo; este pudor de poeta entre dos sillas, que prefiere el frío al sol, acompañará una vida agujerada.
En 1948, en París, Christian Dotremont inventa “Cobra” con amigos pintores que también son poetas o como si lo fueran: Asger Jorn, Corneille, Apel, Constant… Mucho antes, para sacudir al surrealismo sumido en su propia hipnosis, había proclamado: “Todos los medios se valen para robar al inconsciente”. Veía que las vanguardias que no mueren rápido se convierten en iglesias.
Cobra –movimiento instintivo de la libertad de expresión total y no totalitaria– se disuelve muy rápido: “Ya estábamos cansados”. También se libera de la tentación comunista.
“Las palabras inspiran”, afirma, pues cree en su genealogía y en su sabor: el poema nace de las palabras –Mallarmé no decía lo contrario. Las palabras viejas y las que él inventa, las palabras en las cuales inserta sílabas, un procedimiento retórico (las tmesis), o algo cifrado –mensajes secretos, novelas de aventura–, prótesis para que el verso cojee, si es que el poema no ha pasado ya bajo el hacha. Juegos amargos donde la vida hace trampa. La familia de Dotremont está conformada por Queneau, Michaux, Tardieu. La escritura automática, el calambur, el juego de palabras, en los que se escabulle el sentido, risueño, ácido o grave: “El comisario distribuye las hostias a los comisionarios”. “El que posee más hostias tiene derecho a la hamaca de primera”. O estos: “Estas manos tocan el silencio (…) Que van a teclear tu alma al fondo del piano blanco”.
Más allá del placer de las palabras –“De tanto apartar los ojos de mi vida De tanto regalar el lago Lamartine Que por cierto se llama de otra forma”… sólo le falta encontrar una página blanca para la escritura nueva que siente germinar en él como una hierba, “su escritura china”. La descubre en otra parte, pues, también necesita moverse:
A parte del deseo explosivo que me mueve
de ser de nuevo el niño que sabía leer y decir
los poemas de las manos y las frases de las rutas.
Esa otra parte será la Laponia finlandesa. Allí, inventa sobre la nieve los “larganieves”, escritos con un palo; sobre el papel –de formato grande, inventa los “logogramas” trazados con tinta china, signos que surgen del ser acampado “en medio de la nada”–, señala Yves Bonnefoy en su prefacio. Escritura vecina de los signos de Michaux, venidos de otra “lejanía interior”, que la historia de las literaturas aún no ha cubierto. Un cáncer detuvo el viaje al cruce de caminos entre el onirismo romántico y el Oulipo, hace casi dos décadas, el 20 de agosto de 1979. ~