El triunfo del apátrida

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En una breve presentación para la exposición de 1986 dedicada a El Greco en Tokio, el entonces ministro de cultura de España, Javier Solana, aseguraba que sobraban razones de peso para considerar al Greco como un pintor ibérico. Habría que añadir: sin ascendencia y sin émulos… Italia, que también tendría sus razones para reivindicar a Poussin, asimismo reclama al viejo maestro "extravagante" de Toledo como uno de sus hijos. Pero, antes que nada, era cretense…
     Nacido en Candia en 1541 y, por ende, veneciano de obediencia, llega tardíamente a Castilla: hasta 1577. Rafael, Giorgione, el Caravaggio no fueron tan longevos… Un primer aprendizaje en su isla natal nos dejó algunas obras a la manera bizantina o moderna. A juzgar por La adoración de los Reyes del Museo Benaki de Atenas (pintado entre 1565 y 1567), es probable que haya estudiado las obras de Tiziano o de Bassano. Cuando llega a Venecia, a más tardar en 1568, lo que allí descubre no tiene nada que ver con lo que pudo conocer del arte occidental en Candia. Ya alumno o "discípulo" del Tiziano y ferviente admirador de Tintoretto, el Cretense se encuentra sumergido en un esplendor que —sin afán de hacer un juego de palabra—, en ese entonces, siempre se manifiesta renaciendo de su propio genio.
     Venecia y luego Roma, donde vive varios años, alimentan su gusto por el arabesco, por el color puro que, hacia el final, exacerbará hasta la acidez. Pero, en esa época, tiene predilección por los tonos cálidos, delinea las formas de la sombra o de las irisaciones, seducido por los sedosos estremecimientos de una sensualidad que descubre por doquier, pero que son inconcebibles en el arte "alla greca". El oro abstracto de Bizancio permea la vida italiana, los objetos, las telas con que se viste o se desviste la belleza profana de los cuerpos.
     Para el joven pintor presumiblemente deslumbrado, el desajuste entre el arte que practicaba y el Renacimiento resulta mayor que el que separa a éste de la Antigüedad que lo inspira. Las lecturas clásicas favorecieron la inteligencia de ese nuevo tiempo mental que le fue preciso asimilar: ¿cómo traducir a un lenguaje propio el humanismo neoplatónico de Venecia o de Ferrare —donde probablemente fue bien recibido, en la corte ilustrada de Farnesio—, ligado a la irrupción del mundo sensible?
     La partida del Greco para Italia apenas se anticipa a la sombra arrojada por la Contrarreforma. Voluntad de revanchismo de la teología sobre la vida, ésta combate, a un tiempo, los cismas y los vicios de la iglesia romana… Felipe ii pretende ser uno de los brazos seculares de la oscura guerra. Ir a Madrid significa abandonar la embriagadora vena profana de Italia y satisfacer los edictos del Concilio de Trento que, al exigir la idealización de los personajes sagrados, se empeña por desaparecer las obras de devoción susceptibles de enturbiar la fe. El Papa Pablo V pronto manda al diablo las melancolías paganas del Renacimiento, una tentativa por detener la quieta aspiración de la Belleza a la felicidad y la nada.
     Después de abandonar Bizancio, Theotocopoulos acepta esta segunda ruptura. Sin duda tenía suficiente fe en su genio para sostener que el pretexto se sometería al arte y que el arte, según la ley intangible de toda creación, sólo sirve su pretexto dominándolo. El acercamiento a Felipe II produce dos obras intrigantes, complejas, cuyo desciframiento inmediatamente divide a los comentaristas de entonces y sigue dejando perplejos a los de hoy, porque perdimos las claves de su lectura. Se trata de la Alegoría de la Liga Santa —mucho tiempo conocida como El sueño de Felipe II— y de El martirio de San Mauricio. Desde un principio, este segundo cuadro disgusta al público, pero esto no es sino un escollo trillado en la historia del arte. A mi juicio, ambas son obras políticas. Si bien sus componentes en parte se nos escapan, la Alegoría hace del rey —vestido de negro como una cucaracha— el centro de una encendida adoración del nombre de Cristo. ¿Se trataría de la victoria del Occidente cristiano sobre los soldados de Alá en Lepanto? En tal caso, la obra podría haber sido concebida en la corte de Ferrare para celebrar a Juan de Austria —el medio hermano de Felipe II muere precisamente en 1578— y a su sobrino Alejandro Farnesio.
     Se trata de una tesis que los especialistas desarrollan o insinúan, y que encontraría un eco hacia 1580 en El martirio de San Mauricio, cuya lectura sugiere más problemas que llamados a la devoción. Para el artista extranjero en busca de residencia, el fracaso es patente: el rey no lo invita a decorar El Escorial. También puede pensarse que no se trataba de una buena idea: la gloria de don Juan opacaba al rey, un personaje agrio y suspicaz. Pero, de entrada, el Greco se topa con otra resistencia: transgrede los cánones del arte de la época. La construcción compleja de las dos obras desconcierta. El resplandor de Tiziano no triunfó sobre la aridez y el rigor de Berruguete; tampoco hizo olvidar que el arte debe someterse a la fe…
     Los italianos habían entendido cabalmente la lección de los Antiguos que construían lo divino a partir del hombre. Theotocopoulos —el Dios de los cristianos está en su nombre y en su obra, porque la estancia en Castilla no permitía apartar al Divino Rostro— lo recuerda muy bien: sus Vírgenes se hermanan con las de Antonello de Messine, y sus Cristos, casi siempre con un mismo rostro de dolor y de dulzura semitas, escapan de la representación trágica con una serenidad de la que carecía la cuna de la Inquisición.
     Probablemente anhelaba traducir la política de su clientela —los Farnesio, luego Felipe II— a través de unas parábolas como fondo y, en la forma, por una magnificencia cromática y un dibujo audaz que deja perplejos a algunos. Más tarde, antes que el sufrimiento, envolverá el éxtasis en los tonos disonantes, las torsiones y el desgarramiento de las formas, tanto humanas como abstractas, que chocan entre sí como si fueran el relámpago y las tinieblas en un cielo de perpetuas tempestades. Poco a poco esto lo conducirá a una manera de expresionismo. Ni siquiera Tintoretto había transgredido las leyes de la representación con tanta libertad.
     Su estilo, identificable desde antes del final de los años setenta, se extrema y lo lleva al extremo de ser acusado de extravagancia o de ¡deficiencia ocular! Antes bien, es el fruto de una reflexión incesante. La lección antigua y clásica que esperaba sacar de la estancia romana, durante la cual armó un escándalo al renegar de las concepciones de Miguel Ángel, le despierta una reacción paradójica. Por ejemplo, rechaza la perspectiva que Antonello de Messine y Piero Della Francesca transformaron en magia, por ser una de las "medidas sofisticatas e inutiles immaginaciones" [sic]... Inversión de los valores, que significa que impondrá la verdad de su arte sobre y contra las apariencias, hasta volverlas meramente simbólicas, como las dos mujeres-llamas de La Visitación que se encuentra en Washington.
     El entierro del conde de Orgaz (1586-88) de repente lo hace famoso: un nutrido coro celebra su maestría, pero discute el aparente predominio de las pompas fúnebres sobre el cielo. Es una pintura mundana que le permite rendir un homenaje amistoso o deferente a los personajes más importantes de su entorno. Esto solía suceder. Sin duda, los mecenas están a la derecha; pero se nos escapa la identidad de los demás personnessi que, según un cronista, son "tan conocidos" que omite nombrarlos. Gracias a otros retratos aislados, es posible identificar como Antonio Covarrubias al monje corpulento de la orden de los trinitarios, al noble de la familia Leiva cuya mano derecha apuntaría al Greco (el rostro, detrás de su hombro derecho, que nos mira), organizador inspirado de este entierro imaginario… Los trajes negros forman una noche de austero terciopelo que horadan manos abiertas como flores o volando "como palomas", para retomar las palabras de Unamuno, entre las deslumbrantes estolas de los dos santos enterradores. Y sin duda, San Esteban, de una rara y delicada perfección, es un retrato en sí mismo…
     La mayoría de sus retratos corresponden a hombres de Iglesia. Salvo un puñado de obras —Vista de Toledo (Nueva York), Laocoonte, las dos versiones de Niño prendiendo una vela (fantasía o "fábula" que parecería anunciar a Velázquez)— su catálogo está constituido casi enteramente por pedidos de congregaciones o cabildos religiosos. Esto no favorece la expresión de una sensualidad por lo menos ambigua: el joven comerciante azotado por Cristo en el templo, los desnudos sorprendentes de la Resurrección (hacia 1598), hoy en el Museo del Prado, las figuras de San Esteban, de San Juan el Evangelista. Pero lo ignoramos todo. Tuvo un solo hijo, Jorge Manuel, con una mujer a quien nunca desposó.
     Era un anciano cuando conoció a fray Hortensio Félix Paravicino: el joven y brillante trinitario que mezcló el estilo barroco con la elocuencia sagrada y celebró el arte del pintor en unos sonetos. Su retrato, de una intensidad luminosa (hacia 1609), se encuentra en Boston y atestigua la maestría del viejo maestro, absolutamente carente de demencia o de astigmatismo… Elie Faure anticipó lo esencial cuando escribió acerca del Greco: "Lo bello en las formas divinas siempre provino de la ciencia que poseía de las formas terrenales, y siempre regresaba a ellas".
     Toledano, sí, pero un toledano que siempre firmaba con caracteres griegos. Domenico "Theotocopouli", como decían los castellanos, fue olvidado durante dos siglos, y al resucitar a la memoria despertó entre los italianos y los griegos las mismas buenas razones que tenían los españoles para anexarlo. Desde antes de la gran retrospectiva de 1982-1983 (Madrid-Estados Unidos), sus tres "patrias" comenzaron a reivindicarlo.
     La magnífica exposición cambiante —no todas las obras se presentan en cada uno de los sitios escogidos— que acaba de cerrarse en Madrid para viajar a Roma y de allí a Atenas, atestigua una diversidad que, a principios del siglo, amenazó abismarse en unas atribuciones fantasiosas (más de ochocientas obras catalogadas). Los especialistas que a veces conjugan la ciencia con un sentido del Arte, se disputan la inasible herencia —mística y manierista, abstracta pero deudora del naturalismo pagano, rica percepción psicológica y exageraciones fisiológicas, opaca y visionaria… Nada se excluye y todo dialoga en esta obra que demuestra, con la insolente certeza del genio, que el imaginario crea sus propias leyes. Incluso cuando el artista mejor traduce lo que ignora de sí mismo. –

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