Hace ya mucho tiempo que la literatura de viajes dejó de ser un género “eminentemente” descriptivo (predominando en él extensas tiradas dedicadas a poner ante los ojos del lector los grandes monumentos artísticos, los sublimes o recónditos parajes que se extendían ante el viajero o bien tipos humanos genuinos o pintorescos) para dar cabida en él a una serie de elementos y factores que acentuaban la narratividad de aquellos libros hasta ir decantándolos hacia la ficción propiamente novelesca. Fue un lento cambio operado a lo largo del XIX, cuyo primer movimiento se halla en el subjetivismo del viajero romántico, que se puso a sí mismo como figura o personaje en un primerísimo plano, transformando la experiencia nómada en estudio de “la fisiognomía del yo”, postulada por Herder en el Diario de mi viaje del año 1769. Después, la moda, que afectó tanto a un patrón literario muy manido y previsible como a la experiencia real del viaje (con la banalización y vulgarización del mismo, con el confort proporcionado por la pionera agencia Cook y los nuevos medios de comunicación, que prácticamente anulaban el componente aventurero o épico), obligará a los escritores a reinventarse un género en el cual el espacio ya nunca más sería el elemento axial. Con el progresivo acercamiento de las geografías exóticas y con el final de las geografías míticas a manos del “moderno sacramento” de la investigación, como llamó Ortega a las exploraciones científicas, se pone fin a la primacía del espacio como escenario. Habrá otros, de naturaleza radicalmente distinta: las modernas metrópolis por cuyas calles el viajero se convierte en baudelaireano flanêur (es el Baroja “paseante en corte”); las afueras, los amorfos suburbios de las urbes en expansión, que tanto fascinaron a Baroja y a otros; lugares de paso e interferencia las salas de espera de una estación ferroviaria o lugares terminales, como llamó Unamuno a esos pueblos que eran punto final de una ruta. En la literatura de viajes del siglo XX aparece la ciudad no como escenario artístico-monumental o como decorado histórico, sino como puro elemento material y descarnado. A veces, la ciudad es recorrida y observada como recipiente o molde del humano vivir, que es otro polo que centra la atención del viajero. Pero ya no interesan los tipos intercambiables, sino el hombre como exponente de un drama o de una tragedia. O como elemental biografía.
El espacio vendrá seleccionado y filtrado por una mirada cada vez más personal (la del viajero y narrador) e incluso podrá ser totalmente interior y figurado, siguiendo la propuesta baudelaireana del viaje vertical. Y el factor tiempo entra pujante en estos libros. En 1905, Azorín recorre la ruta de don Quijote; y Baroja, en 1932, la del general carlista Gómez, buscando ambos el contrapunto temporal. A veces, los viajeros se vuelven sedentarios. Viajan, con ayuda de los libros (Azorín, en Un pueblecito: Ríofrío de Ávila) o no (Julio Llamazares: El río del olvido), a través del tiempo, en dirección al pasado, para recobrar una realidad lejana y remota que el viajero-narrador encara aballándola con la neblina de los años.
“Durante mucho tiempo he estado durmiendo con la ventana abierta”. ¿Será casual este proustiano inicio de Iberia. La puerta iluminada, el libro en cuyas páginas Manuel de Lope relata sus viajes por Galicia, Asturias, Cantabria, La Rioja, Navarra, Castilla-La Mancha, Valencia, Murcia y Andalucía? No lo creo. El escritor redacta la relación de su peripecia nómada teniendo muy en cuenta las mutaciones habidas en un género tan proteico como promiscuo, y en esta relación, más que una guía de viaje aunque ciertas partes se aproximen a ese molde, el lector encuentra una propuesta o una invitación a recorrer esos parajes de Iberia de un determinado modo. Es significativo que no haya enlaces o nexos entre unos tramos y otros del camino, que la contigüidad territorial no se corresponda con un continuum temporal, pues cada una de las etapas del viaje se ofrece como experiencia (e imagen) autónoma e independiente, que el propio viajero analiza o comenta. Un viajero que se desplaza teniendo en cuenta la Historia y el pasado propio (es decir, el tiempo) y a veces el reflejo literario de un paisaje o de un acontecer. Un viajero en cuyo relato da cabida a las gentes (no tipos, entran aquí como figuras perfectamente recortadas, con su biografía o peripecia personal) que se cruzan en su camino, a las leyendas y tradiciones que sobreviven. Un viajero que investiga los topónimos o fantasea con ellos según lo sugerentes que resulten. Y sobre todo, un viajero que, a la realidad seleccionada, le sobrepone siempre sus sensaciones e impresiones. Es ahí, en estos encuadres (a veces mínimos y elementales), donde estas páginas nos sorprenden, en lo que guardan de poética del espacio. Pondré al menos un ejemplo: “Hundido en un valle estrecho y orientado al nordeste, entre cumbres muy altas, el crepúsculo llega temprano y súbitamente, sin dar lugar al aterdecer. A partir de las cinco de la tarde, la sombra se derrama sobre el pueblo como una inundación silenciosa, mientras el sol se demora en la línea de las sierras en un inalcanzable y largo atardecer de verano. Ello produce una sensación de aislamiento que no es melancolía, ni tristeza, sino aceptación de la potencia y el cobijo que ofrecen las montañas”. –
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