Para quien no se fía

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La lúcida filosofía
     Héctor Subirats, Para quien no se fía, Juan Pablos Editor, Ediciones Sin Nombre, México, 2000.
      
     Este libro de Héctor Subirats tiene su origen en una irritación; un motivo bien válido y noble para decidirse a escribir si, además, esa irritación vino causada por una injusticia que desborda su marco personal para convertirse en síntoma de todo un sistema de funcionamiento.
     Se trata, por tanto, de un discurso que no surge de la reflexión distante de alguien encapsulado en su ermita filosófica. Por el contrario, lo provoca el comprobar cómo la herida propia la comparten otros muchos, sin que a esos, en su mayor parte, les quepa la posibilidad de atenuar su furor con el recurso a la palabra escrita. Pero si el autor aparenta haberse movilizado por ese afán justiciero, ello, tal vez, ha podido ser sólo la primera excusa desencadenante. Y en todo caso, del ultraje académico sufrido por Héctor Subirats nos beneficiaremos ahora sus lectores, al haber obligado a quien hace una cierta profesión de ágrafo a publicar lo que bajo otras circunstancias hubiera demorado quizás indefinidamente.
     Para quien no se fía es una obra, pues, surgida al calor de una situación precisa, y se ha visto empujada por una espoleta inicial de indignación para ser planteada y escrita con ese enfoque y con ese tono; pero las ideas y las expresiones que por ella circulan sólo esperaban una ocasión propicia para emerger y cobrar cuerpo literario. Una vez más, Héctor Subirats se ha visto confirmado en la escasa confianza que cabe depositar en las instituciones académicas. Por fortuna, su bagaje crítico no estaba desapercibido ante esta nueva acometida de los dispensadores de títulos y prebendas. Y así ha logrado un libro que deja en parte de ser sólo teórico para asumir un cierto corte de confesión y desahogo personal. Apuntalado como está con vivencias propias muy inmediatas, el tono expresivo elegido le presta el necesario convencimiento y lo sitúa dentro de un perfil de libro a contracorriente que logra ser corrosivo sin olvidar que para conseguirlo la provocación sabia, ingeniosa y divertida también es un buen medio.
     La veta de este tipo de libros radicales, desprovistos de ilusiones y destinados sobre todo a desengañar en una época de tantos espejismos autocomplacientes, no se había extinguido, pero escaseaba. Y a este respecto una de las virtudes de Para quien no se fía es la de recuperar los nombres y las obras de aquellos a los que Héctor Subirats considera sus autores más próximos, afines y cómplices, entre el repertorio que siglos de filosofía y pensamiento han ido decantando. El libro responde a un criterio selectivo tanto por lo resaltado como por lo excluido. El encadenamiento de nombres y de épocas respeta una cierta apariencia canónica, pero sólo para someter a cada uno de los autores considerados indispensables a una corrosiva lectura, deliberadamente parcial. Porque, desde la primera línea, el autor exterioriza que, frente a los enmascaramientos habituales de objetividad, él no disimula que es su propio humor el que valora; en función de un gusto personal, de un yo, cuya multiplicidad va delatándose a medida que confronta los argumentos propios con un largo repertorio de autoridades que abarca desde el pensamiento parafilosófico hasta el siglo XX.
     Lo que podría haber sido —o lo que muchos hubieran pretendido que fuera— un simple y adocenado manual academico se transforma en un libro de lectura y consulta para descreídos o para aquellos a los que, sin serlo todavía, les gustaría iniciarse en el camino de la desconfianza, la puesta en duda, el escepticismo y la desmitificación de las grandes convenciones sociales que sedimentan el conocimiento de nuestra cultura. La verdad, el método, la religión, el Estado, la familia, la revolución, se ven así sometidos a la mirada vitriólica de alguien que no está dispuesto a pactar ideológicamente ni a someterse acatando métodos sólo por ser éstos de reconocido y general prestigio.
     Adelantándose a las críticas que podrían elevarle sus detractores, Héctor Subirats no se recata en revelar los reparos que le despierta la opción filosófica y personal elegida. Pero esta puesta en duda de su propio proyecto, con una ironía que no respeta a ninguno de los personajes que, de sí mismo, su propio discurso narrativo va creando, le permite retocar, también sin pudor, el retrato de los otros: los maestros citados para comparecer, en la obra, página tras página. Entresaca de ellos un rasgo biográfico, un postulado, una cita, una carencia, un desliz social o un posterior fruto de su herencia, para entretejer la supuesta tela de araña que une y desune el discontinuo deambular de la filosofía. Por un lado son acogidos de manera más cálida los nombres que cuentan con una mayor "sobredosis de espíritu crítico", Spinoza, Nietzsche, Cioran,Canetti, Rosset, Savater, casi siempre apátridas y herejes, receptores de alguna rareza según las coordenadas dispensadoras de la normalidad ideológica en sus respectivas épocas. Por otro, desvela las muchas trivialidades, oscurantismos o intereses creados que sustentan las creencias filosóficas sobre las que se apoya nuestra modernidad. Una forma por tanto de seguir los pasos de la historia del pensamiento con la intención previa y declarada de desfigurarla, removiendo cimientos y desorientando veletas.
     Para ello, los instrumentos a los que recurre Héctor Subirats no suelen ser de los que se escudan en la profundidad, el sistema y el cansancio. Los criterios suyos que más prevalecen, a través de sus páginas, son los del "buen decir y la transparencia", el juego verbal, la salpicadura de ingenio que ilumina la fisura del ídolo, el guiño inesperado que descubre a los prestidigitadores de la sociedad del espectáculo. Lo propio, pues, de un pensar errante que quiere servirse de la filosofía pero con una radical desconfianza hacia casi todos los señores que se la han apropiado. Por eso, su obra es a la vez continua y discontinua, sigue unas pautas, pero a la vez se fragmenta; traba citas propias y ajenas, de adversarios y de cómplices, mantiene un pulso dialéctico durante páginas para luego rematar su bella especulación con el adorno de un contradictorio y desconcertante aforismo que todo lo vuelve a poner en duda. Una obra, por tanto, que  agarra y seduce con su escritura y sus provocaciones formales, para, una vez que se ha adueñado del lector, destilarle, de manera lúcida y dosificada, el necesario veneno del desengaño. –

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