Hasta ahora, prácticamente todo lo que conocíamos de la poesía novohispana (aparte de las Flores de baria poesía, cancionero original del siglo xvi) se debía a la clásica antología de Alfonso Méndez Plancarte, Poetas novohispanos, publicada originalmente entre 1942 y 1945, y que de hecho quedó incompleta, pues el último volumen, dedicado al siglo xviii, nunca alcanzó a ver la luz. Así las cosas, en otras antologías y estudios solían repetirse los mismos poetas y poemas, y poco menos que los mismos juicios. La poesía novohispana era la poesía novohispana de Méndez Plancarte (lo que, desde luego, no fue culpa del erudito, que no prohibió seguir investigando, sino más bien de nuestra negligencia literaria y académica). Hasta ahora. La aparición de esta monumental Poesía novohispana de Martha Lilia Tenorio va a cambiar definitivamente ese panorama.
Con base en una minuciosa investigación en bibliotecas y archivos de México y el extranjero, Tenorio ha elaborado un amplísimo repertorio de la poesía en la Nueva España. Más que frente a una antología, a secas, estamos frente a una antología mayor, un panorama literario (una selección que obedeciera a rigurosos criterios estéticos, y lo dice la propia autora, habría sido desde luego más breve y, agregaría yo, no estaría de
más hacerla). El criterio seguido ha sido el de completar la obra de Méndez Plancarte, no sustituirla, y así se optó en lo general por no incluir los poemas ya recopilados por él y presentar sobre todo novedades. De esta forma, Poetas novohispanos y Poesía novohispana vendrían a formar un solo gran muestrario de la poesía de la época. La verdad, quizá haya habido un exceso de modestia: incluyendo lo más importante de Méndez Plancarte y completándolo con el nuevo material, Poesía novohispana habría reemplazado con creces a Poetas novohispanos.
En la “Introducción”, Tenorio subraya algunas ideas básicas sobre las letras novohispanas que no está por demás recordar: no hay, desde luego, una literatura novohispana independiente de la literatura española de la época; la literatura novohispana es parte de la literatura de los Siglos de Oro (obviedad que a veces seguimos pasando por alto, sobre todo cuando nos ponemos a estudiar las letras de la Nueva España como algo aislado, sin considerar el marco más amplio en que están inscritas). En sus propias palabras: “la poesía hispánica, a uno y otro lados del Atlántico, es una, la de la gran tradición áurea española” (p. 42). Los principios de esa poesía, apenas hace falta decirlo, no son los de la poesía moderna, que empezó ayer, en el siglo xix. Nada más alejado de un poeta áureo –español o novohispano– que el afán de ser original. Buena parte de la poesía novohispana, particularmente la barroca, es poesía de circunstancia, compuesta para un acontecimiento específico. Había una amplia gama de festividades religiosas y civiles (una canonización, la dedicatoria de un templo, la llegada de un virrey, la muerte de un noble, etc.) que pedía el concurso de los poetas. La poesía era un elemento indispensable de la vida social. En este sentido, hay que reconocer que la sociedad novohispana era mucho más poética que la nuestra, en la que la poesía ocupa un sitio marginal. Es necesario entender estas cosas si verdaderamente queremos comprender la poesía novohispana.
La poesía del siglo xvi se inscribió de forma natural en lo que constituía la tendencia poética del momento en España: el “itálico modo”, inaugurado por Garcilaso. Así, sin ningún problema de identidad, la poesía novohispana se agregó a la gran tradición de la poesía renacentista. Esta escuela formó a uno de sus mejores poetas: Francisco de Terrazas, el célebre autor de “Dejad las hebras de oro ensortijado…”, del que apenas conservamos un puñado de poemas y escasas noticias biográficas (creo que entre los varios poetas novohispanos que merecen una investigación más amplia, Terrazas ocupa uno de los primeros lugares). Aunque todavía no estaba del todo construido el entramado social que en el siguiente siglo haría proliferar la poesía mediante fiestas y certámenes, ya contamos con algunos ejemplos, como el famoso Túmulo imperial (1559) a la memoria de Carlos V o la fiesta de las reliquias (1578) organizada por los jesuitas. Completan el cuadro autores bien conocidos como Juan de la Cueva, González de Eslava, Eugenio de Salazar y Bernardo de Balbuena, y otros no tanto, como Juan Bautista Corvera y Florián Palomino, a los que, dicho sea de paso, no sé si valía la pena rescatar (en la historia de la literatura, no todos los olvidos son injustos).
El siglo xvii fue fundamentalmente barroco y gongorino. Ceremoniosa y solemne, la sociedad novohispana hacía de la poesía la compañera natural de sus ocasiones señaladas. Es la época de los certámenes, las relaciones, los túmulos, los arcos triunfales, los festivos aparatos, etc. Es aquí en donde es más difícil separar el grano de la paja, porque hay mucha, pero muchísima paja. Apenas hay novohispano de cierta clase social
que no componga versos llegada la ocasión (pues esto formaba parte de su educación, como montar a caballo) y, naturalmente, entre cien versificadores habrá con suerte, no digamos un gran poeta, que es siempre una excepción, sino un buen poeta. Poesía novohispana empieza el siglo con el certamen de los plateros convocado para celebrar la Inmaculada Concepción (tema favorito de la musas novohispanas y que, a fuerza de repeticiones y lugares comunes, acaba dando cuenta como pocos del agotamiento y la parálisis en que acabó encerrándose buena parte de esta poesía). Muy pronto es perceptible la influencia del autor que definió el rumbo de la poesía barroca. Para nosotros, no siempre es fácil concebir el impacto que Góngora supuso para sus contemporáneos (el fenómeno de un escritor que parece renovar, él solo, una lengua literaria y una literatura es muy raro y no deja de tener algo de milagroso; quizá el caso más reciente sea el de Borges y este pueda darnos una idea). Su aparición representó un verdadero trauma: no se podía seguir escribiendo igual. Los poetas de ambas orillas gongorizaron fervorosamente y con desigual fortuna (porque una cosa era Góngora y otra los gongorinos). En Nueva España –hecho curioso resaltado por Tenorio– el gongorismo parece empezar con una mujer, la poco conocida María Estrada de Medinilla, y termina, espectacularmente, con otra, Sor Juana (que no solo es el broche de oro del gongorismo o el Barroco, sino de toda la literatura áurea). En medio, y entre tanta imitación gongorina de tercera, sobresale un verdadero poeta: Agustín de Salazar y Torres, que ciertamente merecería más atención.
Al llegar al siglo xviii, casi todo es novedad, pues Méndez Plancarte no alcanzó a publicar el libro dedicado a este periodo, aunque tenía avances. Curioseando en su archivo (resguardado en la Biblioteca Cervantina del Tecnológico de Monterrey), me topé con algunos cuadernos que contienen material para ese hipotético volumen tercero. En algunos casos, la selección coincide con la de Tenorio, como los de Cayetano Cabrera Quintero, las poetisas del Coloso elocuente y José Agustín de Castro. El gongorismo, la poesía barroca y su uso oficial continuaron en la Nueva España hasta bien entrado el siglo xviii, pero poco a poco fueron cediendo lugar a una poesía de academia, escrita para círculos privados, no para la vida pública. Inútil buscar, en una u otra, a un gran poeta. En España y en Hispanoamérica, la lengua poética, tras dos siglos de esplendor, estaba comprensiblemente exhausta. No podía ser de otra manera: no se tiene impunemente un periodo de prosperidad semejante. Tendrían que pasar prácticamente dos siglos para que, recuperadas las fuerzas, la poesía hispánica volviera a brillar, tan intensamente como entonces (el siglo xx es, qué duda cabe, nuestro nuevo Siglo de Oro).
“Una antología –decía Gerardo Diego, cuyo juicio recuerda Tenorio– es siempre un error.” Nada más fácil que criticar este tipo de empresas: por lo que se incluyó, por lo que se dejó fuera, por los criterios utilizados, etc. El antologador lo sabe y acepta estos riesgos con humildad. Es verdad que una cierta crítica ha desvirtuado el arte de la antología. En aras de publicar, cualquiera junta un grupo de textos, redacta un prólogo apresurado y lo manda a las prensas (para luego referirse a él como su libro, naturalmente; en la academia, algo parecido llega a suceder con las actas de congreso, sobre las cuales están construidas carreras enteras). Una obra como Poesía novohispana está en las antípodas de este facilismo y esta frivolidad. Martha Lilia Tenorio ha llevado a cabo un trabajo filológico riguroso: ha investigado de manera exhaustiva, ha editado cuidadosamente los textos y los ha anotado con erudición y amenidad. Este es el honor del filólogo, como dice Eugenio de Salazar al elogiar los comentarios de Herrera a Garcilaso: “que con tu fino esmalte lustre dieses/ al oro de la rica poesía/ y con tu clara luz la descubrieses”. ~
(Xalapa, 1976) es crítico literario.