Sale el espectro, de Philip Roth

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Nathan Zuckerman es quizás el novelista contemporáneo que con más terquedad ha tratado las relaciones difíciles entre la autobiografía y la ficción. Su creación más lograda, el novelista Philip Roth, comparte con él las señas de identidad más esenciales: ambos son judíos de Newark, ambos publicaron en los años sesenta un libro que los hizo (desgraciadamente) célebres, ambos decidieron en algún momento alejarse del ruido y la furia de la vida en sociedad para vivir solos en una casa semiescondida, a ambos les preguntaron, después de la publicación de Carnovsky en un caso y El lamento de Portnoy en el otro, si se habían “acostado con todas esas mujeres”. Pero ahora, con Sale el espectro, llega el final de una de las relaciones más largas y más intensas de la literatura del siglo XX: Zuckerman publica el último libro de los nueve que ha publicado con Roth como personaje principal.

¿O era al revés?

En dos palabras: no importa. Que Roth sea el autor y Zuckerman el personaje es apenas un accidente. Uno de los grandes malentendidos de la literatura del siglo XX ha sido el empecinamiento de los críticos en tratar la saga de Nathan Zuckerman como un roman à clef sobre la vida y milagros de Philip Roth. La curiosidad más banal de las curiosidades literarias se ha enseñoreado entonces de estas novelas –me refiero a las cuatro incluidas en el volumen Zuckerman encadenado–, y, si uno lee según qué críticas, puede muy bien llegar a la conclusión de que lo más interesante que proponen al lector es ese misterio de pacotilla: saber qué personaje de la ficción representa a qué personaje de la vida real. El escritor judío E. I. Lonoff, a cuyo alrededor gira La visita al maestro, ¿es una versión ficticia de Saul Bellow, de Bernard Malamud, de Henry Roth o de todos los anteriores? El crítico Milton Appel, que en La lección de anatomía destroza la obra de Zuckerman, ¿representa la venganza de Roth contra Irving Howe, el crítico que destrozó su obra en la vida real? Éstas son las preguntas que han obsesionado a los intérpretes de la saga; ésta es la falacia autobiográfica en que han caído. Sale el espectro puede correr la misma suerte, inmersa como está en la actualidad, hasta el punto de incluir un personal homenaje de Roth a George Plimpton; pero es que esta novela, igual que las demás de la saga, es mucho más que la definición, a la vez inteligente y hueca, que dio Martin Amis de Zuckerman encadenado: “Una novela autobiográfica sobre la experiencia de escribir novelas autobiográficas”.

En Sale el espectro nos encontramos con un Zuckerman mayor y cansado: después de años de retiro en su casa de Nueva Inglaterra, después de años de retiro de la vida real (de la política, del sexo), el hombre ha decidido regresar a Nueva York. Ha venido a la ciudad para ver a un urólogo especializado en ayudar a los hombres que han quedado incontinentes tras una cirugía de próstata. Y dos encuentros trastornan su propósito de regresar a su retiro: el de una mujer joven que revive sus olvidados impulsos eróticos y el de una mujer vieja que revive sus olvidadas memorias literarias. La primera, Jamie Logan, es una admiradora de Zuckerman y una liberal indignada por los hechos de la administración Bush, y dará al novelista la última oportunidad para hacer lo que tantas veces ha hecho antes: transformar el deseo en literatura, la política en deseo, el deseo en literatura política o la política en literatura erótica. Y la segunda es una antigua conocida de los lectores: Amy Bellette, la amante del escritor Lonoff que Zuckerman había conocido en La visita al maestro. Durante Sale el espectro Zuckerman se enterará de un secreto en la vida de Lonoff; Amy Bellette es la depositaria de ese secreto, y tanto ella como Zuckerman deberán enfrentarse con un joven biógrafo de Lonoff y con su afán, entre morboso y literario, por dar a conocer el secreto e interpretar bajo esa nueva luz la vida y la obra del escritor. En resumen: la falacia autobiográfica. 

Pues bien, yo tengo para mí que Sale el espectro, a pesar de las apariencias, no tiene nada que ver con la novela autobiográfica, si por ésta entendemos la ficción que cuenta la vida del autor. A Philip Roth le tiene sin cuidado su vida como tal; su gran obsesión, no sólo en los libros de Zuckerman sino en cada página que ha publicado en el último medio siglo, es la identidad. O mejor: la invención de la identidad. La invención de uno mismo. En La orgía de Praga, la nouvelle que sirve de epílogo a la trilogía Zuckerman encadenado, leemos esta especie de manifiesto: “No, nuestra historia no es una piel que cambiamos: es algo ineludible, es nuestro cuerpo y nuestra sangre. La seguimos bombeando hasta la muerte, esa historia que corre por nuestras venas con los temas de nuestra vida, la historia eternamente recurrente que es al mismo tiempo nuestro invento y la manera de inventarnos.” Si Zuckerman utiliza tantos rasgos de la vida de Roth, no es por narcisismo ni –como ha sugerido algún miope– falta de imaginación: es porque el tema de Roth es la manera en que un hombre puede reinventarse a sí mismo mediante la escritura de ficciones. Todo lo cual va unido necesariamente a la otra gran obsesión de Roth: la preocupación por la novela, o por la desaparición de los buenos lectores de novela.

Sale el espectro es en buena medida una puesta en escena de esa preocupación. El afán del biógrafo por sacar a la luz los trapos sucios de un escritor muerto es una actualización del acoso sufrido por Zuckerman varias novelas atrás, y el problema es el mismo: la confusión entre narrador y autor, el desinterés por los mecanismos de la ficción como manera de pensar la realidad, cosas que para Zuckerman son el gran síntoma de la decadencia de la novela. Si la novela seria es una especie en vías de extinción es, piensa Zuckerman, porque el lector serio es una especie en vías de extinción, porque el lector es en estos tiempos que corren un seguidor de culebrones capaz solamente de interesarse por las preguntas morbosas: quién es Lonoff, quién es Appel, quién es Zuckerman. Es así, como la dramatización de una ansiedad producida por la estupidez de cierto lector, que debe leerse la carta al editor del New York Times que aparece a mediados de la novela: “Hubo un tiempo en que las personas inteligentes usaban la literatura para pensar”, leemos. Y luego:

En cuanto se entra en las simplificaciones ideológicas y el reduccionismo biográfico del periodismo cultural, se pierde la esencia del artefacto. Su periodismo cultural es chismorreo de publicación sensacionalista disfrazado de interés por “las artes” y todo cuanto toca se contrae y reduce a aquello que no es. ¿Quién es la celebridad, cuál es el precio, cuál es el escándalo? ¿Qué transgresión ha cometido el escritor, y no contra las exigencias de la estética literaria, sino contra su hija, hijo, madre, padre, cónyuge, amante, amigo, editor o mascota?

Eso es, en buena parte, Sale el espectro: un memorial de agravios contra una época que ha resultado hostil hacia el oficio de novelista. La misma persona que escribe la carta (no diré quién) deja también este dictum: “Nosotros, la gente que lee / escribe, estamos terminados, somos fantasmas que atestiguamos el final de la era literaria”. Zuckerman, último de esos fantasmas, acaba de salir. ~

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