Traducción a lengua extraña, de Luis Jorge Boone

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La aparente disparidad de referencias e intertextos que incorpora Traducción a lengua extraña no debe eclipsar el tono que lo vertebra; en esta continuidad, parcialmente oculta por la heterogeneidad superficial del poemario, se cifra su verdadera potencia. Luis Jorge Boone (Monclova, 1977) parte de lo cotidiano, de una observación minuciosa del entorno y avanza, con una dicción prudente –atenta a la verosimilitud de las atmósferas descritas–, hacia la creación de poemas de timbre narrativo: ambientes relacionados con la infancia y una insistente reflexión sobre la muerte y el pasado. Esta reflexión, presente en toda la primera parte del libro, es distanciada y fría, mediada por las imágenes de la televisión y por las palabras, asimiladas sin pedantería, de otros escritores (“Dice Szymborska que un hombre/ no debe morirse/ sin avisar al gato”). En esa frialdad, en ese tratamiento indirecto de los grandes temas, es donde resuena con mayor fuerza el tono doméstico de la poesía de Boone, su evasión de la grandilocuencia, su precisión y economía en la generación de historias, su trabajada ironía.

El libro asume la transitoriedad de los signos y las imágenes mundanas, transitoriedad que encuentra en el fenómeno del zapping su metáfora más pertinente. En nuestro horizonte perceptivo, parece decir Boone, conviven en insólita cercanía nuestros parientes cercanos y los faraones egipcios, la conducta animal retratada por los programas documentales y las historias de familia. Esas son las pistas a partir de las cuales el poeta piensa y entiende el pasado, no ya como un acervo de recuerdos personales sino como un conjunto indisociable de imágenes vividas e imágenes aprehendidas de los media, los libros y la tradición oral. La cotidianidad está conformada por una singularísima mezcla de intertextos, un entramado pop que no puede reducirse a una clasificación definitiva. El poeta no tiene que salir al mundo para hablar del paisaje o de la gente: replegado en la intimidad explora los estímulos de su experiencia, contempla los avatares de la civilización desde la comodidad de su sala, percibiendo un entorno plural, casi esquizoide, donde los recuerdos de la infancia coexisten con los contenidos de la televisión por cable. Por eso, los poemas de Traducción a lengua extraña son, a la vez, caseros y lejanos, domésticos pero referentes a una exterioridad inconmensurable, construidos a partir de voces que dialogan sin jerarquía.

Opera en buena parte del libro un proceso de apropiación: el poeta atrae hacia su lenguaje los elementos culturales que lo asedian, sin marcar distinción entre los contenidos “cultos” y los “populares”; de ahí la traducción como plagio, o el plagio como relectura. En cuanto a la forma en que se plasman en el texto estas apropiaciones, hay una pluralidad poco convincente de recursos: si en la primera sección el tono narrativo, directo y sencillo de los poemas nos acerca a circunstancias casi anecdóticas, muy determinadas contextualmente (“La corbata que llevó/ el día de su muerte/ fue la mía”, comienza), conforme avanza el libro se advierte una mayor voluntad de complicación formal (notas al pie, epígrafes algo gratuitos, inserciones en otros idiomas) que trasluce una decisión estilística artificial, ajena al desarrollo de los poemas. Con independencia de estos recursos, el tono empleado en la segunda parte es prácticamente el mismo, como si esos ornamentos no llegaran a tocar realmente el cuerpo del texto: “Era aquella una carretera con pocas distracciones: la intermitente división de los carriles, letreros en inglés y traducciones incorrectas, advertencias de la próxima salida […]” Los adornos paratextuales no se corresponden con la intención comunicativa y la dicción pausada de los versos. Tampoco está presente esa supuesta “extrañeza” de la lengua a la cual el poeta traduce sus intuiciones; se trata más bien de una lengua personal, mucho más tibia y mesurada de lo que las pirotecnias del poemario parecen sugerir. No se pretende aquí reprobar ciertos recursos en sí mismos, sino discernir cuándo son consistentes con una propuesta poética en general (pienso, por ejemplo, en el uso de las notas al pie de Chantal Maillard, en la saturación de epígrafes de José María Álvarez y en las irrupciones políglotas de Hinostroza) y cuándo se trata de imposiciones externas, disociadas del ritmo y el ambiente del poemario.

Ahora bien, si se deja un poco de lado esta voluntad de jugar con todo lo que está alrededor del poema, los textos de Boone se sostienen por sí mismos, ajenos al atavío visual y programáticamente “moderno” de su artificio. La fuerza de Boone está en su tono, en la puntualidad despojada de sus descripciones, que hacen de él un poeta distinto y vigoroso desde Galería de armas rotas (2004). Con ese otro título, Traducción a lengua extraña comparte la presencia de imágenes inusuales, construidas con desparpajo e inyectadas de una sutil ironía: “Un yanqui sentado en flor de loto contempla las montañas./ Espera el momento en que los ángeles bajen hasta el porche”; o como este magnífico comienzo: “Este cráneo no es de Mozart./ Lo dice su ADN.”

Desplazar la atención del lector hacia la opacidad de la página, teniendo una poesía tan clara y transparente, de tan sólida coherencia narrativa y a la vez tan impregnada de humor, parece un movimiento de artificio poco afortunado, resultado más de la idea que el autor se hace del libro que de las necesidades estilísticas del mismo. Sin embargo, este movimiento no distrae del hecho de que Traducción a lengua extraña es un volumen con momentos muy potentes, de una inconfundible puntualidad descriptiva, pespunteado con pasajes irónicos que eluden y superan el mero chistorete. Habrá que esperar los siguientes títulos de Boone para descubrir si su propuesta de juegos paratextuales evoluciona más allá del ornamento, pero también para confirmar su capacidad de incorporar, sin pretensiones, registros tan diversos. ~

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(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).


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