Un nuevo desconcierto

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Eric Hobsbawm

Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX

Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García

Barcelona, Crítica, 2013, 312 pp.

Eric Hobsbawm (1917–2012), que comprendió los siglos XIX y XX como pocos, vivió sus doce años en el XXI tan desconcertado como la mayoría de nosotros. Entendió y explicó lo que le pasó a la economía, la religión, la política y la cultura en el periodo que va de la Revolución francesa a la caída del Muro de Berlín con una claridad asombrosa –aunque en el plano ideológico se situara, con una testarudez difícil de comprender, en el lado equivocado de la historia–, pero lo nuevo, lo que pasó entre la caída del comunismo y nuestros días, le dejó perplejo. Así lo atestigua Un tiempo de rupturas, un libro brillante, entretenido y esclarecedor, pero en el que, a diferencia de la mayor parte de la producción intelectual de Hobsbawm, hay un número sorprendente de dudas y muy, muy pocas certezas.

Un tiempo de rupturas está formado por una serie de ensayos que tratan, por lo general, de la cultura, sus relaciones con la política y el dinero, la ideología y los intelectuales en los últimos cien años. Muchos de los artículos son de circunstancias –la participación en un festival literario, la conferencia inaugural de un acto académico–, pero a pesar de ser un libro póstumo y misceláneo, hay en todo él una tesis coherente: la cultura ha cambiado y ya no ejerce la misma función que en la vieja sociedad burguesa previa a la Primera Guerra Mundial, los intelectuales han dejado de ser burócratas a cargo de la ideología del Estado y se han convertido en aspirantes a figuras mediáticas, la globalización ha transformado los hábitos culturales, pero eso no ha resultado solo en un mayor dominio estadounidense, sino en una verdadera conversación gastronómica, indumentaria y literaria con viejas excolonias. Todo ha cambiado, pero como recalca Hobsbawm en muchos de estos ensayos, no es fácil saber en qué dirección: para el autor, los últimos siglos fueron de ideologías racionales –las compartiera uno o no–, pero el presente es puramente irracional, imprevisible, caprichoso. Seguramente Hobsbawm se equivoca en este diagnóstico, porque nuestra era no es más estúpida que las anteriores, pero en su mirada de gran historiador reacio al posmodernismo hay algo cierto: ¿adónde nos encaminamos ahora si no tenemos grandes relatos ideológicos y culturales comparables a los del pasado?

Probablemente nos encaminamos a donde siempre nos hemos encaminado, al no saber, al miedo, a la duda. Sin embargo, aunque sea desde el punto ventajoso de quien mira hacia atrás con herramientas que permiten ordenar un poco lo ya sucedido, lo cierto es que en el pasado se puede detectar cierta coherencia. En ese sentido, dice Hobsbawm, está claro que “los ancianos de nuestros días crecieron en un marco cultural construido por y para la burguesía decimonónica, que fundó las instituciones y fijó los criterios, públicos y privados, de las artes convencionales: los edificios, el concepto de ‘las artes’ y cómo se siente uno ante ellas, la naturaleza del propio público. Sin duda, ese modelo de cultura sigue vivo [pero] hoy constituye solo una parte de la experiencia cultural, una parte que quizá está menguando día a día”. Medio siglo de televisión y cultura pop ha “desintegrado” una parte importante de esa cultura y hoy debemos preguntarnos: “¿Cuánto podemos conservar? ¿Para quién debemos conservarlo? ¿Qué parte debemos dejar que flote o se hunda, sin el salvavidas público?”

Hobsbawm no es en las páginas de Un tiempo de ruptura un nostálgico –lo cual es de agradecer en un hombre que escribió estos textos con más de ochenta años–, pero tampoco da por sentado que el futuro cultural vaya a ser mejor. Las relaciones íntimas entre arte y poder –que van de los egipcios a Mussolini y el arte comunista– se han deshilachado y “los estados que se hicieron realidad como política espectacular demostraron la irrelevancia tanto de ellos mismos como esta política”. Las vanguardias históricas comprendieron que la relación entre arte y espectador a principios del siglo XX debían cambiar, pero a pesar de acertar en su diagnóstico, fracasaron: nos guste o no, el arte no puede cambiar a la sociedad. El tiempo de los grandes intelectuales ha pasado. En definitiva, las artes “han pasado a ser redundantes por efecto del progreso tecnológico, y la primera tarea de la crítica debería ser descubrir cómo ha podido pasar y qué ha sido exactamente lo que ha ocupado su lugar”.

Así pues, ¿qué ha podido pasar y qué ocupa el lugar de las artes y los intelectuales? En primer lugar, parece que el arte popular –del western al rock– ha sabido crear mitos, referentes estéticos y emociones que el arte culto no ha sabido o podido generar –¿alguien recuerda una sinfonía memorable compuesta en el último medio siglo?–. Vivimos en tiempos de masas –quizá en un sentido parecido al que afirmaba Ortega en su espléndido libro de 1930– y estas se han alejado paulatinamente de las directrices culturales de sus élites. Pero por supuesto están también las nuevas tecnologías de la comunicación, que no han hecho más que exacerbar lo que ya hicieran a lo largo del siglo pasado la radio, el teléfono o la televisión: crear nuevos públicos que se alejan del libro, el lienzo y el mármol. Como en cierta medida señalaba Félix de Azúa en su reciente Autobiografía de papel (reseñado en Letras Libres del mes pasado por Daniel Gascón) una de las consecuencias de la muy deseable democracia es la inevitable decadencia del arte culto.

Comparada con sus grandes obras –para empezar, con la trilogía conformada por La era de la revolución, La era del capital y La era del imperio–, Un tiempo de rupturas es un libro indudablemente menor, una nota al pie de un corpus monumental. Sin embargo, este carácter circunstancial, en muchos casos incluso anecdótico, sirve a la perfección para iluminar rincones modestos de nuestra historia más inmediata y, por lo tanto, también de nuestro presente. Por supuesto, como el propio Hobsbawm reconoce en una de las piezas aquí recogidas, “sin duda es inapropiado preguntarle a un historiador cómo será la cultura en el próximo milenio: los historiadores somos los expertos del pasado”, no del futuro. Pero, vista la incapacidad de todos para saber con una mínima fiabilidad hacia dónde van a ir las cosas culturales en los próximos años, la mirada de este gran historiador y desconcertante intelectual es más útil que la de la mayoría. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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