“Un país no tiene por qué desechar ninguna de las maneras que tiene para contarse a sí mismo”

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En las dieciséis crónicas reunidas en La tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso, 2017), Carlos Manuel Álvarez Rodríguez hace un mosaico de la Cuba de la decadencia de la epopeya revolucionaria. El periodista nacido en Matanzas en 1989 habla con prófugos de la justicia, emigrantes, beisbolistas, músicos y ciudadanos de a pie que pasean por el malecón de La Habana y ensaya, a través de sus historias, diversas respuestas a preguntas fundamentales: ¿quiénes son los cubanos y en qué condiciones llegan al término de la travesía que fue la Revolución? ¿Por qué perdieron la fe en ese proyecto? Y sobre todo, ¿de qué hablan los cubanos cuando hablan de ellos mismos? En esta plática sostenida antes de la presentación el libro en México, hablamos sobre los hallazgos de un reportero en Cuba.

 

Las crónicas del libro están centradas en personajes singulares. ¿Es un intento por hacer una síntesis de lo que es Cuba a través de ellos?

Es probable que haya ahí una reacción visceral al hecho de que, en el relato cubano dominante, contar a través de personas, individuos, suele ser soslayado. Casi siempre se está contando cualquier tipo de relato en un tono más épico, más grandilocuente, y mirando entidades abstractas como el “pueblo”. La idea de ir contando los procesos por los que atraviesa el país por medio de historias muy concretas podría ser una reacción a eso. Por otra parte, me parece que es un buen truco, por llamarle así: tomar la parte por el todo.

 

¿Son figuras arquetípicas, centrales, de esa identidad cubana?

Probablemente los conflictos son arquetípicos, pero no las personas. Pero sí me interesan como personas específicas, que para mí tuvieran alguna relevancia por que expresaban algunos de los temas más importantes que le tocan a Cuba: la migración, la salud pública, el deporte, la política. Hay historias tan puntuales que son únicas. Es el caso de “Wanted”, la historia del prófugo del FBI que está en Cuba: es una historia muy particular, un conflicto que a su manera retrata qué ha sido Cuba para el mundo. Pero al mismo tiempo es una historia interesante, que no busca estar demostrando nada más allá de sí misma. Y eso es algo que, quiero creer, también tienen todas las historias: que independientemente de que puedan expresar algo más, puedan leerse como lo que son e interesen así, transcurran en Cuba o donde sea.

 

Me llama la atención el tono del libro. Creo que existe una idea, una imagen, del cubano como alguien que se ríe de la adversidad. Y me parece que en el libro esta idea no se encuentra. Tampoco quiero decir que sea un libro serio, solemne. Tiene sentido del humor, pero no se ríe ante las adversidades de los personajes.

Esa idea que mencionas viene de lejos. Hay un ensayo fundamental, de estos que se dice que explican la nación, que es Indagación del choteo, de Jorge Mañach. Él lanza desde la intelectualidad esta tesis de que el cubano siempre está bromeando, riéndose de sus desgracias, como una especie de defensa ante la adversidad. Yo no digo que eso no sea así: en muchos casos los cubanos se expresan de esa manera. Es probable que el libro no tenga eso porque yo no reacciono así ante la adversidad. Los conflictos que aparecen en el libro me provocan sentimientos más graves, no me interesa reflejarlos desde la risa.

 

Y muchas de las historias son auténticamente dramáticas. Pienso, por ejemplo, en “Danzando en la oscuridad”, una crónica en la que sigues a un grupo de personas que se dedican a rescatar basura valiosa en el mayor vertedero de La Habana. Son paisajes que contrastan con la idea de que Cuba puede ser austera pero no miserable.

Esa es una de las líneas fundamentales de la propaganda estatal: que no hay pobreza, que no hay miseria. Uno de los argumentos fundamentales que usa el gobierno para defender esta postura es siempre la comparación con países de la región, pares nuestros, que son más pobres. Y es cierto que tenemos niveles de seguridad y  garantías sociales por encima de esos países. Pero eso no significa que Cuba no sea un país cada vez más pobre. Crónicas como esta buscan mostrar eso: que en Cuba sí hay gente que vive en la miseria absoluta. Lo idóneo para un país sería reconocerlo, no esconder el problema, antes de que se vuelva aun más grave.

 

En “Alcides, el inédito”, la crónica en la que relatas tu encuentro con el poeta Rafael Alcides, lo defines como “el contrapeso de Cuba”. ¿Contrapeso frente a qué?

Para mí Alcides es alguien que de alguna manera aglutina todo lo mejor que somos o podríamos ser. Él rescata lo mejor que pudo haber dado en algún momento la revolución y que nunca dio. Mantiene en sí toda la honestidad, toda la pureza de ese sueño, lo que se suponía que fuera: que llegara un porvenir mejor para los cubanos, con más prosperidad, más equidad, más justo, más transparente. Alcides es todo esto. Es una especie de cofre de la posibilidad. De lo que pudimos ser y no fuimos.

 

Al final de esa crónica, registras que Alcides te dijo: “Hoy la palabra Patria ya no existe. Tenemos el drama, y la literatura, la novela, se hacen con drama, con dolor. Esto se está acabando. Ha llegado la hora de empezar a contarlo”. ¿Esto es lo que haces en el libro, contar ese drama?

El libro tiene muchos más matices. Tiene zonas que son verdaderamente trágicas, pero también otras que son tragicómicas. Cuando Alcides dice eso, lo dice en un contexto específico, muy particular, y está justamente expresando lo que él ve frente a lo que pensó que iba a ser. Y cuando sacas esa cuenta, el saldo que te da es un saldo trágico. Ahora mismo somos un país en el que yo no tengo reparo en decir que estamos devastados. Un país que está atravesando un derrumbe que se prolonga y se prolonga en el tiempo. Y eso es trágico, aunque a mí me parece que el libro no es por completo trágico.

 

El libro tiene frases categóricas desde ese lado más dramático. Por ejemplo, en “Panamá selfies”, donde haces una serie de retratos de migrantes cubanos varados en Centroamérica, tratando de llegar a Estados Unidos, escribes que Cuba es “un país en el que hace mucho tiempo la gente no tiene nada que hacer, no encuentra manera de entretenerse, y permite sin resistencia […] que el tiempo de sus barrios los mastique”.

Es algo que cuando estás dentro de Cuba sientes de manera muy particular: el tiempo tiene una fuerza, el tiempo te cae, el sopor en que transcurre la vida diaria es impresionante. Es un país que te da la posibilidad de vivir sin propósito, en el que te permiten ganarte la vida –una vida de mínimas cosas– en dos horas al día haciendo cualquier cosa, en una austeridad forzosa. Y luego no sabes que hacer con todo ese tiempo, así que se malgasta, se dilapida, son horas echadas al trapiche, en que el país no hace nada por sí mismo. Emigrar es un poco romper con eso, es un cambio de velocidad dramático.

 

Expresas en el libro una opinión bastante negativa sobre el periodismo en Cuba: dices de él que “de haber sido medicina, se le habría pedido que dejase morir a los pacientes, o que llamara catarro al cáncer”. ¿Cuál es la ventaja de hacer este retrato desde el periodismo en un país donde el periodismo es esto que describes?

Yo creo que tiene todas las ventajas, porque hay muy poca práctica. Cuba se ha contado mucho más –a veces mejor, a veces peor– desde la novela, desde el teatro, el cine, las artes en general. Pero lo que ha pasado en la revolución es que el periodismo se convirtió en propaganda, que es justamente su revés. Y la idea de contarlo desde el periodismo es simplemente que el lugar desde el que decides contar determinada historia es la historia en sí. El periodismo da otras claves, otras luces y sombras. Y es totalmente necesario también hacerlo desde ahí, un país no tiene por qué desechar ninguna de las maneras que tiene para contarse a sí mismo. El poder suele ser mucho más agresivo con lo que el periodismo puede revelar, si se hace bien. Por eso es más imperioso tratar de contarlo desde ese sitio, que de alguna manera está asediado, desde el que pararte puede suponer un peligro.

 

¿Es difícil pararse en ese lugar en Cuba?

Yo diría que es más enrevesado que difícil. Yo no quiero dramatizar el conflicto cubano como muchas veces se hace, hasta el punto de decir que es más difícil de lo que podría ser en otros sitios. Hay que relativizar. En Cuba uno podría correr muchos riesgos por hacer un periodismo que no le gustara al poder –hay gente que ha sufrido prisión por eso– pero en otros lados el riesgo es mucho mayor. Yo creo que se podrían correr muchos más riesgos, se podría poner al poder mucho más en tensión desde el periodismo. Uno de los grandes éxitos del régimen ha sido amedrentar al periodismo hasta un punto en el que no se ve necesitado de reprimir o coartar la libertad de los periodistas, sencillamente porque no se hace ese periodismo.

 

Forma parte de esta misma inercia de no correr riesgos…

Justamente. Hemos sido obedientes del método, somos una especie de mímesis del poder que nos gobierna. Lo que hace que el tiempo en Cuba se perciba así, que vivamos en esa especie de sopor, es que no hay resistencia, no hay campos de tensión entre las distintas zonas de la sociedad. Simplemente se acata, se obedece, hay un adormecimiento a todos los niveles. Y el periodismo pasa por eso. Luego de cincuenta años de propaganda, está en estado de coma.

 

En la última crónica del libro, “Un triste (y multiplicado) tigre”, dices que “Castro es un gigante de pie sobre el teatro de operaciones de nuestros escombros”. ¿Ese es el veredicto que haces de su época

En el momento de su muerte, parecía una persona demasiado grande para el país pequeño que somos. El país está en función de su figura, alimentando el mito todo el tiempo. Ya sea para los que lo consideran el villano más grande o para quienes lo ven como el héroe más pulcro, Fidel llegó a ser más grande que nosotros, como símbolo. Cuando miras el momento de su muerte, ves una figura gigantesca, que es tratada en los términos más épicos posibles, y ves un país que está viviendo en otra tesitura, en los términos más ordinarios, más básicos posibles.

 

Escribes en ese balance que ni en Miami ni en La Habana hay un sentido de la democracia y de la tolerancia mínima. Como si, por imposición o por oposición, dentro y fuera de la isla se hubiera vivido bajo la sombra de Castro.

En Miami hay distintas olas de exilio, distintas generaciones de cubanos que, aunque tienen diversos puntos en común, también se relacionan de manera distinta con la revolución, con Fidel Castro, con el país: desde el exilio histórico, viejo, que siguen siendo enemigos frontales, hasta la última migración, que está mucho más centrada en su prosperidad personal y no tiene demasiadas furias y pasiones con el país. Cuando hablo de ese Miami, me refiero sobre todo al Miami político, al que proyectan los medios. Es justamente lo que pasa en Cuba: hay un choque frontal a nivel simbólico que está dado desde la intolerancia más absoluta, porque Miami lo que hace es reproducir el método de un régimen que ha gobernado durante cincuenta años, y se enfrenta desde ese mismo tono: este es el Miami que tiene un peso político, por el que Trump hace anuncios como el que hizo. Por otro lado, yo estoy convencido de que esa no es una proyección verosímil de Miami, que puede ser mucho más diverso, más heterogéneo, más plural. Pero la política de Miami se presenta de manera también bastante autoritaria, no admite matices.

 

¿Qué piensas de ese anuncio? ¿Es un revés importante a la normalización de las relaciones con Cuba?

No creo que sea tan importante. En los hecho, más allá de un discurso incendiario, agresivo, demagógico, como es usual en Trump, no hace más que regresar en dos temas bastante menores dentro de la política de cambios de Obama. El núcleo del deshiele no lo tocó, y no creo que lo pueda tocar: ya hay demasiados intereses políticos y económicos creados que van a empujar por que esa política no regrese al estado que en que estaba. Es probable que Trump no siga la línea del deshiele, que lo que haga sea estancarla. Pero de ahí a retroceder, creo que sería más difícil, y tampoco sé si esté en el rango real de sus intenciones.

 

¿La Revolución es, como escribes, “la novela inconclusa, pretendidamente total, ya jamás terminada, que sus autores se empeñan en seguir escribiendo a deshora”?

La novela de los Castro hace mucho tiempo dejó de escribirse, aun cuando ellos sigan creyendo que la están escribiendo. Hay otra novela que está sucediendo, pero no se ha publicado.

 

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es editor digital de Letras Libres.


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