Foto: Georgios Liakopoulos, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

Cartas transatlánticas IV (y última)

La conclusión de este experimento epistolar a ocho manos y dos orillas versa sobre la inevitable despedida de las vacaciones de verano.
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Queridos amigos,

¿Cómo afrontáis el fin de las vacaciones? ¿Os disgusta el fin de agosto? Este está siendo, en España, muy particular: las temperaturas han bajado radicalmente, como si el verano tuviera prisa por echarnos. 

Yo lo pasaba muy mal con el fin del verano. Entre los 12 y los 18 años, viví en una casa pegada a la playa, en el sureste de España. En verano, todo el mes de agosto, venían dos familias de Madrid a una casa de al lado. Nos juntábamos ocho niños. Rápidamente montamos una pandilla. Íbamos a la verbena del pueblo, a tirarnos al mar desde las rocas, rescatamos algún gato callejero al que cuidamos, yo estaba enamorado de la chica mayor que, obviamente, pasaba de mí. Teníamos nombres de animales. Yo, no sé por qué, era un grillo. Por eso mi primer email era Ricky_Grilly_14. 

Cuando se acercaba el fin de mes, notaba en ellos las ganas de volver a sus casas. Querían volver a sus rutinas, sus amigos del barrio en Madrid, incluso al colegio o instituto. Pero para mí era un trauma. Yo debía quedarme en el mismo sitio. Es el complejo de vivir en un sitio turístico. A finales de agosto todavía hacía tiempo de verano, y yo seguía en la playa. Pero las vacaciones habían terminado. 

Durante años me costó mucho desprenderme de la idea infantil del verano, tres meses interminables que uno ha de llenar con lo que sea. Estar en casa en agosto y no bañándome en un lago o en el mar o subiendo una montaña o visitando una nueva ciudad me parecía un fracaso. Todavía me quedan restos de esa lógica. He ido haciendo pequeños viajes este verano, y siempre que he vuelto al campamento base, a mi casa en Madrid, sentía que estaba donde no debía estar. Es, supongo, un signo de inmadurez. El verano, realmente, solo existe si eres niño. 

¡Un abrazo!

Ricardo

***

Queridos todos,

Ricardo, tu carta me hizo pensar en una canción de Vaselina. (Las sinapsis no tienen buen gusto.) Es “Summer nights”, en la que Sandy y Danny le relatan por separado a sus amigos su tórrido romance veraniego. En la última estrofa de la canción, el tono jovial cambia por uno melancólico. “It turned colder, that’s where it ends”, dice ella. “So I told her we’d still be friends”, replica él. Luego siguen votos de amor y “summer dreams ripped at the seams”.

Escuché esta canción por primera vez siendo niño. Si la parte del romance veraniego me era ajena, aquella frase de “el verano se terminó” (como la versión de Timbiriche tradujo el “it turned colder” original, mucho más evocador) me producía una tristeza enorme. No sé qué promesas adivinaba en los veranos cuando era niño, pero creo que año tras año sentía que habían sido maravillosos y a la vez decepcionantes.

Este lunes comenzaron las clases, y con ellas volvieron el tráfico y la contaminación que en semanas recientes habían sido menores. El fin del verano en la Ciudad de México alterna tardes lluviosas, noches frescas y días de un calor húmedo y pesado. Hace tiempo que no tomo vacaciones de verano (consecuencia de la edad y de vivir en un país que por lo general no veranea), así que asimilo el inminente fin de la estación con cierta indiferencia.

Dicho eso, por momentos empatizo con quienes sí tomaron vacaciones. Pocos sueños de verano se rasgan tan dolorosamente como el de unas buenas vacaciones. Pocas visiones dicen con tanta elocuencia “el verano se terminó” como la de la enorme mancha urbana de esta capital cuando se le ve desde el avión. Pocas veces es tan real la realidad como cuando la ligereza de la carretera se encuentra con el primer embotellamiento.

Mis ganas de ser empático retroceden cuando pienso en que durante las últimas semanas mi Instagram se ha llenado de fotos de sus maravillosas vacaciones, arenas soleadas, despliegues gastronómicos, risas, felicidad. No es que tenga FOMO: tengo la certeza de haberme perdido la diversión (¿puede decirse COMO?). Incluso pregunto, con rencor judeocristiano: ¿de verdad creyeron que podían pasarla bien sin enfrentar las consecuencias?

Es un pensamiento pasajero, ya llegará mi turno. Todo el mundo sabe que la mejor época para viajar es el otoño.

Abrazos y hasta la próxima,


Emilio

***

Queridos amigos: 

Me da pena que se acabe el verano, y con él nuestro intercambio. Con el verano me pasa como con la Nochevieja: me hace ilusión y luego siempre pienso que se me ha escapado lo guay. Supongo que yo también tengo COMO. 

Ahora es un tiempo un poco suspendido: es evidente que se han acabado las vacaciones pero aún no se ha establecido la rutina de nuevo, o igual es solo que yo he vuelto al trabajo pero el cole aún no ha empezado. 

Me encanta Vaselina, que en España jamás se tradujo: siempre fue Grease. En España, en las verbenas de final de verano siempre suena una canción del Dúo Dinámico que lleva el original título de “El final verano”, que coincide con el final de un amor de verano –no podía durar más que la estación, claro–. 

He sido las dos cosas: la que vive en el lugar donde otros veranean (pueblos de Teruel) y ve cómo se alejan los coches con las maletas, etc., la que no vacaciona y se queda en la ciudad (eso casi lo que más). Creo que es peor la primera; la segunda tiene ventajas: la ciudad para ti, el cine de verano, paseos por la noche. 

Quedan aún 23 días de verano, pero el agua de la piscina está fría y anuncian un temporal, Dana, para este fin de semana. Mañana iré al cine y el próximo fin de semana volveré a Ejulve, el pueblo de mis abuelos. Lo digo porque sé que a Florencia le gusta. 

Ojalá el próximo verano nos escribamos de nuevo. 

Besos a todos, 

Aloma

***

Oh, amigos, amigos:

Definitivamente lo que me causa más tristeza del fin de verano, en este caso, es el fin de nuestra correspondencia: cuántas revelaciones sobre experiencias simples, ¡incluso las propias! En términos generales, me encuentro en una situación muy similar a la de Emilio, el verano en México no está necesariamente vinculado a las vacaciones, por múltiples razones que incluyen hasta cuestiones atmosféricas: salvo que sean amantes de las emociones fuertes, no es muy recomendable ir a la playa en temporada de huracanes. Paso la mayoría de los veranos en la Ciudad de México y me encanta. En mi opinión esta estación tiene más puntos a favor que el invierno (que tiende a ser reseco y calcinante). Es una época de calor moderado (bueno, hasta que nos termine de arrasar el cambio climático). El sol del altiplano, intenso a mediodía, se hace fresco de pronto al caminar bajo una calle arbolada. Las tardes lluviosas y refrescantes se las debemos, sin duda, a Tláloc, uno de mis dioses mexicas favoritos por su excelente servicio. 

Mis hermanas, en cambio, tienen otra rutina. Viven en otra parte del continente (suspense). Se habrán dado cuenta a esta altura del intercambio que no soy mexicana (y los lectores descubrirán ahora con azoro que entre nosotros existe una amistad nueva). En mi país las vacaciones de verano están muy definidas por varias razones: en primer lugar, en términos laborales duran más. Mis hermanas gozan no de días sino de semanas y muchas; segundo, sí hace calor y todos huyen al frío y turbio mar del sur (spoiler) o bien a los mares cálidos y serenos de Brasil o México. Dado que las temporadas no coinciden (el verano de allí es el invierno mexicano: ojo el datazo) se puede aprovechar el cambio y vivir huyendo del clima que menos te guste o vacacionar en el favorito.

Las fiestas, debo decir, son mis vacaciones habituales y es la única concesión que le hago al calor infernal, único sacrificio que estoy dispuesta a hacer a Vulcano (porque estoy segura de que en mi ciudad tiene instalado su inmenso reino metalúrgico). La razón tiene que ver con lo que también goza Aloma, la temporada navideña. Es extraño, eso sí, pasar una navidad a 40 grados, con Santa Clauses chorreando sudor, comiendo un menú digno de un invierno escandinavo. Pero es lo que hay. El fin del verano, que es el de las fiestas decembrinas en mi caso, está cargado de nostalgia, de un tremendo FOMO, porque imagino que mi familia seguirá viéndose y haciendo planes y paseando en los miles de feriados que hay también en mi país (esta pista es fuerte). 

Para que esos tristes sentimientos de pérdida, para que el COMO que menciona Emilio no acabe con mi buen espíritu, en los últimos años entendí que el mejor remedio (a excepción de ganar en la lotería un millón de dólares, lo que me llevaría a encontrar “un abanico más amplio de soluciones”, como dicen los vendedores de seguros), es disfrutar de esos días con toda mi atención presente. Es lo más cursi y zen decirlo así, lo sé. Pero es real. Todo se intensifica, las risas, la música, las tardes sin hacer nada, las salidas en familia, la experiencia mezclada con el escenario y éste con los sentidos, y así la memoria. Tal como lo canta mi compatriota (ya, adiós misterio, hasta nunca adivinanza):

Quiero elegir del mapa un lugar sin nombre a donde ir
será el lugar donde viva lo que quede por vivir
(¡eso es mucho tiempo!).
Por eso de cada viaje me traigo el equipaje perdido
Por eso es que he decidido nunca olvidar, nunca olvidar.

¡Abrazos y feliz regreso a todos! Habrá más veranos.

Florencia ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).

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es editora y periodista. Es editora de redes sociales de Letraslibres.com.

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es editor digital de Letras Libres.

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