Vida secreta, de Pascal Quignard

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Un narrador aforístico y trascendente da vueltas una y otra vez alrededor del concepto de amor, creando en Vida secreta un discurso circular y fragmentario que alcanza un extremo extático que lo convierte en una suerte de derviche de la palabra. ¿La cuadratura de qué círculo ascético desea lograr Quignard en esta profusa, fecunda meditación en torno al amor y a sus aledaños emocionales? ¿No son acaso amor y lenguaje haz y envés de una misma reflexión, toda vez que el primero es inefable y el segundo traicionero? Apenas si se alcanza a asediar el amor con las conjeturas, aporías y metáforas que el lenguaje provee para explicárnoslo, de ahí que sean necesariamente fragmentos de un discurso amoroso los que se ensartan en esta obra maestra que Gallimard sacó a la luz en 1997 (primer fruto maduro de su polémico abandono de todo quehacer mundano para escribir sin tregua) y que, por fin, ha sido traducida, y de forma espléndida, al castellano. La prosa mudadiza del autor de Todas las mañanas del mundo (1991) aparece entreverada aquí de parábolas y adagios (“nada envilece tanto como dejar de ser amado”, “nadie se libra para siempre del océano de su propia pasión”, “el deseo es el desastre”, “puede que el placer sacie. No estoy seguro. En cualquier caso, no colma jamás”), de relatos inconclusos (viaje a Paestum en un Fiat rojo, Masaccio pintando la Capilla Brancacci o un manuscrito de Lucrecio sustraído por un monje en el nevado monasterio de Murbach, allá por 1415), y de ensayos diminutos de fuerte trabazón lógica (“Tener alma quiere decir tener un secreto. Corolario. Poca gente tiene alma”), a la manera de silogismos construidos por proposiciones, argumentos, axiomas, erotesis y corolarios, nacidos por igual de sus provechosas lecturas de los ensayos de Montaigne o las Pensées de Pascal y de los tratados y silvas del Barroco, que el diletante Quignard conoce como la misma palma de su mano. Vida secreta es tanto un tratado sobre las pasiones —Ovidio, Capellanus, Bembo, la fin’amors cortés o Marivaux son también algunos mimbres del cesto de Quignard— cuanto una filografía (M. o el falso nombre de Némie Satler ocultan mujeres que el narrador y su reflejo, el autor, amaron alguna vez), un diario íntimo, una poética de la lectura, una autobiografía excéntrica, un breviario de rara intensidad (“¿quién ha puesto imágenes en la noche? El sueño”) o un compendio de géneros distintos: “intento escribir un libro que me haga pensar al leer. He admirado sin reservas lo que Montaigne, Rousseau, Stendhal o Bataille intentaron. Mezclaban el pensamiento, la vida, la ficción y el saber como si se tratase de un solo cuerpo”.
     Se lee en La ciénaga definitiva de Manganelli una frase que reza: “en la noche teatral, soy un catálogo de monólogos”. Bien, pues el narrador de Vida secreta, que mucho tiene de exégeta, de predicador y de poeta, suscribiría sin asomo de duda esa afirmación, no en vano su discurso no parece ser sino una sucesión de monólogos declamados sobre un escenario textual por un narrador solitario y eremítico que escribe para comprender y eleva su prosa a los altares del lenguaje. En ocasiones sólo una escritura desatada —y hasta alucinada— le permite transmitir una idea del amor como fuerza enigmática y enajenante, antisocial y fascinante, cercana a la locura y a la muerte, que alcanza a revelarse en su discurso de la mano de una prosa ciertamente transformada en verdadera poesía. Aderezada siempre con rimas internas, asonancias, anáforas y un manejo excepcional del silencio, nacido de elipsis y de espacios en blanco que separan sus acostumbradas formas breves, con frecuencia fragmentos cercanos a pecios ferlosianos, como el que sigue, brillante y epifánico, igual que tantos otros ante los que se detiene, arrobado, el lector: “la página es un territorio sagrado que agujerea para siempre el aire que permite leerla y que extingue, de una sola vez y para siempre, el color asiduo de la habitación cotidiana”. La inefabilidad de conceptos como el amor, la esencia del arte o el lenguaje, tres de sus motivos más queridos, se combate en La lección de música (1987) o Pequeños tratados (1990), y asimismo en Vida secreta, sirviéndose de un lirismo intenso (“el ritmo de la noche y también el ritmo del día, como el de las olas y las mareas, se desposan, se ajustan, se dislocan, saltan, se desbordan y vuelven a empezar”), y tentativas textuales muchas veces simbólicas y siempre breves y discontinuas, cuando no próximas a la poética barroca del silencio elocuente.

Ya Gadamer dejó escrito en La actualidad de lo bello que “las mayores realizaciones de los más grandes artistas de la palabra están marcadas por un trágico enmudecer en lo indecible”, y Quignard legitima entonces su condición de escritor de altísimos vuelos preguntándose “¿por qué el amor es misterioso (misterioso quiere decir místico, y místico quiere decir silencioso), inefable, indecible, inexpresable, so pena de muerte? ¿Por qué la noche sin sueño es la guarida mística de ese silencio?” El narrador trascendente juega con virtuosismo a las etimologías, que contribuyen como la prosa poética y las formas aforísticas a aprehender el significado profundo de todo cuanto nos afecta, y se diría que el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada cuando suena la música extremada por su sabia mano gobernada. Melodía —la música— y geometría —la retórica— en una prosa que aspira a delimitar la emoción y la meditación desde una actitud abstraída que se acerca en algunas páginas al solipsismo.
     Una de las más felices definiciones de novela propuestas por Kundera en El arte de la novela parece haber sido concebida para referirse a la obra que nos ocupa, a saber, “una gran forma de la prosa en la que el autor, mediante egos experimentales, examina hasta el límite algunos de los grandes temas de la existencia”. Y “límite”, en Vida secreta, vale por especulación, experimento, evocación, hermetismo (“silencio y secreto”) y, en demasiados sentidos, cuenta habida de que Quignard lo padeció de joven, autismo. Jamás le satisfizo al autor la idea al uso de novela. Piensa que sí es deber propio la creación del texto, pero que ya es deber ajeno enjaularlo en un marbete que no es sencillo en Vida secreta (Pierre Lepape la describió en Le Monde como “la novela de un pensamiento vuelto lenguaje”) y menos aún en El sexo y el espanto (1994), su célebre ensayo sobre la ósmosis cultural que, en tiempos de Augusto y en materia erótica, tuvo lugar entre Grecia y Roma, y que acaba de traducirse por vez primera también al castellano, en una fina versión y editada de forma primorosa por Minúscula. Quignard se sirve de sus fecundas lecturas grecolatinas para disponer de las citas clásicas —del carpe diem de Horacio al ars amandi de Ovidio— a modo de andamiaje para la exégesis y el comentario iconográfico de los frescos —que son “resúmenes trágicos de libros”, un ardid para la memoria colectiva— conservados en Pompeya (del vultus de una vestal a “una rama de melocotones aterciopelados junto a un vaso de cristal lleno de agua”), que le sirven de pretexto para una inmersión exquisita en el mundo clásico, reconstruido con tanto esmero que el lector acaba sin remedio por sentirse parte de él. Su conocimiento de la etimología (que en su mano no es un adorno, sino la clave para que las palabras nos conduzcan mejor a las cosas), su formación filológica y esa delicada conciencia lingüística que atraviesa toda su obra —tañe la lengua como tañe el violoncelo— se unen en El sexo y el espanto para alumbrar uno de los libros más prestigiosos y fascinantes sobre la Antigüedad clásica, a la que ya se dedicó en Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (1989), toda una lección magistral acerca de nuestros orígenes culturales y de incontables mitos, morales, iconos y símbolos que dan razón de lo que en buena parte somos hoy.
     En fin, albricias. Han visto la luz, por fin, dos textos admirables y capitales en la obra de Quignard que cualquier lector avezado y sensible se apresurará a agradecer. –

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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