Vidas para leerlas, de Guillermo Cabrera Infante

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Hay mucho de novelista en un biógrafo, aunque esto se dude o se niegue. Los que piensan que no acuden al testimonio de la Verdad: el biógrafo está obligado a dar con ella para darla a los demás. Pero no otra cosa ocurre con el novelista: construye una verdad –ésta con minúscula e igualmente humana–, la verdad de la imaginación o los recuerdos de verdad. No hay duda de que estas vidas de Guillermo Cabrera Infante zarpan casi siempre del recuerdo para llegar al centro y a los pliegues ocultos de sus personajes. Son vidas de memoria, memoria de vidas. Están más allá del retrato, incluso más allá de la evocación. No han sido creadas sólo con las herramientas del narrador, y no hay duda en todo caso de que tales instrumentos van abriendo caminos, trazando líneas entre las líneas paralelas hondas y quebradas de personajes que mantienen en su sino –diría Guillermo Cabrera Infante– el sí a la vida y el no rotundo, redondo a la simulación. Ningún artificio hay en esta muchas veces emocionada y sin falta alerta tarea de recreación. A los elementos de que echa mano el creador de vidas –los testimonios de otros en algunos casos y con la mayor frecuencia la propia constatación vital– Guillermo Cabrera Infante, terrible y amable, suma la imaginación, el malabar verbal y el brío cálido de su disparada astucia narrativa, y va poniendo ola sobre ola junto a la brisa rauda las coordenadas mudables y profundas de unas vidas para ser escritas, que escritas fueron ya con los acentos, los ritmos, las intenciones varias de mundos que –casi todos– parecen destinados a renovarse sin fin. Mundos de Cuba, en Cuba, que laten y laten con una soberbia y precaria o zozobrante o hermosa vitalidad en sus pliegues iluminados, en sus zonas recónditas, en sus ecos que huyen de las sombras, en el sigilo de las luces, en la circulación del deseo, en el florecimiento del sexo en un trópico de carne suntuosa y altiva, en el ritmo de las palabras, las ondulaciones de las voces, el júbilo de la canción, la música que es una clave de soleada identidad.
Pero las vidas que lee Guillermo Cabrera Infante no dan registro de una suerte mala de cubanía más que improbable, por fortuna y al contrario: son estrictamente las propias vidas si bien no contadas con la minuciosa paciencia del que proyecta y tiende biografías, sí releídas en sus espacios abiertos y secretos. Son vidas que son travesías que avanzan a menudo en las crestas del entusiasmo, la pasión feliz comúnmente asediada y que también no pocas veces no llegan a buen puerto sino que son escenarios de naufragios entre las tarascadas de los tiburones.
“Toda biografía aspira siempre a la condición de historia”, lee el lector al comienzo. Pronto dará con vidas precisas preciadas de personajes más o menos cercanos a Guillermo Cabrera Infante. Más o menos: no hay una declaración, una prueba explícita o suficiente de que, por ejemplo, Virgilio Piñera está más cerca de Guillermo Cabrera Infante que José Lezama Lima –lo que no quiere decir que Lezama no haya estado próximo en algún sentido. Las vidas de estos dos escritores de veras disímiles uno del otro corren efectivamente paralelas. Y en esta geometría compuesta menos por la precisión que por la irrupción del azar las paralelas se tocan, y no en el infinito –como alguien imaginaría– sino en el sendero de la esquina, en la esquiva y terca vuelta de los espejos que se surcan. Geometría de La Habana, no euclidiana. Las líneas compartidas por Virgilio y Lezama se tocan y se cruzan y se bifurcan sin cesar. Mientras “Lezama era la personificación de la generosidad, en la literatura y en la vida, verboso tanto como generoso”, Virgilio es un “Sócrates secreto”, “desconfiaba de la posteridad efímera que es el éxito”, “era un homosexual curiosamente moral, pero no de una moral moderna sino casi victoriana, un pudibundo y lo más alejado que había de un libertino, como él decía: Virgilio, apostado frágil en la marginalidad, es un tenaz outsider”. Lezama, que comparte aquella vida en las márgenes por la homosexualidad, está en el centro, es un imán y un surtidor.
Se trata –como los otros– de un texto construido con exacta sabiduría y que no disimula su emoción ante un hombre que no supo disimular y que no quería émulos: Virgilio Piñera. Esta será una constante en el libro de Guillermo Cabrera Infante: el ánimo de la comprensión, la suscripción de valores que a fuerza de vivir arraigados y floreciendo en vidas concretas se despliegan en mundos más amplios, regiones vitalmente comunes. Historias de hombres y mujeres –Lezama y Virgilio, Calvert Casey, Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz, Nicolás Guillén, Carlos Montenegro, Antonio Ortega, Reinaldo Arenas, Néstor Almendros, Lino Novás, Alejo Carpentier (vida de máscaras y acentos menores), Federico García Lorca en su hora caribeña– que trazan y tienden y pueblan una vasta zona cubana, semillas en el corazón de un fruto arrancado del paraíso, un cálido paraíso y fresco y uncido al lujo natural del deseo, y también –en su totalidad– poblado por el “infierno letrado habanero”. No es la historia de la literatura cubana del siglo –hay vidas ausentes, como la de Gastón Baquero– y es la historia de un mundo alucinante no pocas veces. Una historia acechada, de cercenaciones, de represiones, de persecuciones, de crímenes sin castigo. La historia de la totalidad que no admite diferencias, que contiene varias –y desde luego no todas– de las páginas negras del régimen del dictador Castro. En ella se prueba nuevamente que es difícil que haya amistad sin admiración. Aquí encontramos el otro texto largo de estas vidas, el dedicado a Calvert Casey, víctima del machismo totalitario y de la torcida astucia de algún personaje que, confuso, se propuso trepar no sólo en el terreno del comentario literario sino también en el del inventario de la canalla política y antiliteraria. ~

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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