Voz y estilo tardío

Escombros

Fernando Vallejo

Alfaguara,

Bogotá, , 2021,, 196 pp.

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Martes 19 de septiembre de 2017: día del más reciente terremoto en la Ciudad de México y fecha en que se acaba la relativa complacencia vital del narrador Fernando Vallejo, que observa cómo su departamento en la calle Ámsterdam de la colonia Hipódromo-Condesa queda casi destruido, habitado el edificio por vecinos intratables, con niños para más inri. Décadas de coleccionar arte y recuerdos van a parar al piso. Tres años después, en 2020: Vallejo escribe su recuento desde un exilio voluntario en el país que más odia, Colombia, pero donde lo espera su remodelada casa de infancia.

El margen temporal entre lo que sucede y cuándo es relatado brinda dos niveles de lectura, que se imbrican y saltan sin orden alguno. En primer lugar, la pérdida de salud y el rápido deterioro de su pareja de décadas, David, que se extingue hasta que muere y por quien Vallejo decide volver a la maldecida Medellín, sin más compañía y razón de vivir que su perra Brusca. Dice el narrador recordando los momentos posteriores al terremoto: “Y vuelta a lo mío, a colgar los cuadros que el terremoto no despedazó y a poner orden en la infinidad de objetos supervivientes que David acumuló durante sesenta años, cuarenta y siete de los cuales habíamos vivido juntos […] Lo conocí instalado entre objetos relucientes y murió en un despedazadero de vejeces. Y yo de paso me morí con él, lo cual es precisamente lo que estoy tratando de contar.” En segundo lugar, las inconfundibles imprecaciones contra los pobres, los dictadores, Colombia, México, el papa, los niños, la muerte y el sexo, agravios que evocan sus obras más recientes, con esa voz altanera y maniática que machaca en el sinsentido de la vida y la nobleza de los animales, empezando por la misma Brusca.

La verdad es que el Vallejo de 2020 no ha muerto. Está atrapado en una ciudad que deplora, pero pone a trabajar su memoria convocando sus primeros años en México y la ecuanimidad de David, con la misma intensidad que la belleza de los muchachos de Nueva York. Mientras recuerda Roma, Estados Unidos y el México de la segunda mitad del siglo XX, aparecen los fantasmas de sus fobias, incluida la muerte, a los que conjura maldiciéndolos con ese histrionismo que ni siquiera necesita signos de exclamación. A ratos la voz habla para sí misma, a ratos con la Muerte, a ratos con David, y a ratos con Alois Alzheimer, al que pide clemencia rogándole que lo ayude a olvidar.

Una consideración apresurada coloca a Escombros como una más de las novelas de madurez de Vallejo, quizá más afilada por la precisión con que dispara sus dardos y el humor con que gasta bromas a vivos y muertos, desde el presidente actual de Colombia hasta sus amigos de las noches juveniles en búsqueda de jóvenes. El narrador malvive sus últimos años con un rencor sin piedad, y es potestad del lector saber si la vehemencia de las imprecaciones es una mala pasada o más bien es testigo estilizado del más amargo de los odios que puede producir un hombre. Hay, sin embargo, un acento explícito sobre el idioma, que da como resultado una voz única. Las novelas de Vallejo pueden merecer un estudio sobre las representaciones de la vejez o el arte del insulto, pero aun así, más importante, leerse como un trabajo de años de pulido de una voz, entre el flujo de conciencia y el monólogo interior, que con cada obra va ajustando mejor su puntería.

Resulta perezoso y reiterativo pensar que Vallejo se repite sin más. La musicalidad de la voz altanera que preside sus narraciones se comporta como un acorde desde el que se ensayan posibles variaciones de una obra. O de la Obra. En ese sentido, consigue lo que muy pocos narradores: fabrica una voz y la pone a funcionar en situaciones diversas, ya sea los años de infancia, la reconstrucción de su casa en Medellín, los alaridos de un dictadorzuelo latinoamericano o la vida después de que se acaba la vida misma, cuando mueren los más cercanos, se destrozan sus cosas y la memoria machaca brutalmente porque la cabeza no deja de recordarlos. Si objetivamente son algo más de tres años los que marca Escombros –los tres entre el terremoto y la peste del coronavirus–, la reflexión se ensancha mucho más, hasta llegar a cubrir toda una vida, y fabricar una analogía entre el destrozo de su departamento en la Ciudad de México y la inevitable muerte del amante de toda la vida: “En vano he tratado de superar la sensación de desastre inminente que me agobia a partir del momento en que el terremoto se satisfizo plenamente de sus ansias y nos dejó destruida la casa. Este desastre que estoy tratando me pesa por partida doble, pues es mío y a la vez ajeno, entendiendo por ajeno el conjunto del depravado género humano. ¿Me arrastrará la humanidad en su caída llevándome entre las patas? ¿O me iré yo solo y sin compañía, como abandonado en un canal de Marte?”

Así, la tristísima historia del que ve cómo su casa y su pareja de décadas resultan definitivamente muertos por la naturaleza y el tiempo se condiciona a la fabricación de una voz que no por madura deviene más débil, sino que más bien es puesta a prueba en desastres naturales y tragedias personales. No es únicamente recordar, parece decir la voz, sino componer desde los añicos lo que fue, hacer desde el tiempo presente, ante la insatisfacción y la cercanía con la propia muerte, una tonalidad irrepetible, por sabia y memoriosa, por rencorosa y despótica, que va componiendo un paisaje literario conmovedor y complejo, inimitable y venturoso para la literatura. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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