Profesor de filosofía política con un notable bagaje como investigador visitante en universidades extranjeras y columnista bregado en el análisis de la actualidad, Armando Zerolo sintetiza en este ensayo su visión sobre la democracia en la era de la polarización. Y lo hace bajo el engañoso manto de un argumento llamado a sorprender al lector, ya que no se ve claro de entrada quién podría estar “contra la tercera España”. Discípulo del fallecido Dalmacio Negro, Zerolo se inscribe en la tradición intelectual liberal-conservadora: su libro cuenta con un prólogo de Ángel Rivero, quien subraya los males que acarrea la primacía de la política ideológica, así como con un epílogo donde Gregorio Luri reflexiona sobre la cualidad “tercerista” que a su juicio se atribuye indebidamente el liberalismo.
El punto de partida de Zerolo se deja exponer sencillamente: la polaridad es inevitable y debe distinguirse cuidadosamente de la polarización; la segunda no es más que la deformación de la primera. Sería por ello un error pensar que la polarización puede terminar por medio de una armonización de las voluntades; la democracia moderna responde al imperativo de la heterogeneidad social y no cabe en ella suspender las diferencias. Aquí el adjetivo es importante, ya que la democracia de los antiguos tenía justamente como presupuesto un ethos social bien distinto; como a Sartori le gustaba señalar, el disenso se juzgaba indeseable en una polis sometida a la amenaza permanente de los bárbaros exteriores. Recurriendo a ejemplos y tirando de una prosa cercana y eficaz, Zerolo se toma su tiempo para explicar dónde reside el valor de la democracia representativa. Para evitar sentirnos tentados por el populismo y demás reducciones autoritarias de la complejidad social, más nos vale saberlo.
Sucede que el autor descree de la racionalidad del votante y subraya, a la manera orteguiana, el componente deportivo de la competición política: salir a ganar le parece más honesto que situarse en una equidistancia desapasionada. Zerolo se confiesa situado en la derecha política, sin que ni siquiera él mismo pueda explicarse las razones; cada uno tiene su biografía, sus influencias, sus inclinaciones. Autores importantes jalonan su meditación sobre la democracia y sus condiciones de posibilidad: de Aristóteles a Hobbes, de Donoso Cortés al Habermas que dialoga con Ratzinger. Alineándose con este último, el autor niega que la democracia requiera de una cultura común a todos los ciudadanos; el “consenso fundamental” al que apela Habermas le parece una fantasía racionalista. No es precisamente un asunto menor: en una sociedad en la que conviven culturas distintas, parece difícil identificar una norma universal que sirva de sustento a la democracia.
Claro que el propio Zerolo acabará el libro diciendo que una democracia solo funciona si los ciudadanos creen en ella; creencia que se parece mucho al “consenso fundamental” de Habermas, con la salvedad de que el filósofo alemán recurre al constructivismo kantiano allí donde los liberales optan por el pragmatismo: la democracia es la mejor forma de organizar el gobierno si aceptamos el legítimo derecho de todos los individuos y grupos sociales a vivir conforme a sus propios valores morales. Ese condicional sugiere que hay quien niega al prójimo ese derecho; los integristas de todas las confesiones religiosas e ideológicas se consideran autorizados a imponer sus valores a los demás. Y lo cierto es que pedir tolerancia no siempre funciona; lo que llamamos tolerancia es, a la vista de la historia europea, la obligación de aceptar todo aquello que no logramos eliminar. Solo andando el tiempo, proceso de ilustración mediante, hemos aprendido a reconocer la autonomía moral del individuo. Por desgracia, un vistazo a los periódicos basta para recordarnos que ese aprendizaje puede deshacerse fácilmente.
Apuesta nuestro autor por una concepción “sinfónica” de la verdad, entendida como armonía del conjunto en el marco de un proceso de búsqueda colectiva sobre la base de la común aceptación de las reglas del juego democrático. Sería de gran ayuda, sostiene, que comprendiéramos a los demás en lugar de demonizarlos; todo el mundo, al fin y al cabo, tiene sus razones. Cree Zerolo con buen criterio que las redes sociales pueden ayudarnos a salir de la burbuja en la que viven quienes comparten un modo de vida: las cámaras de eco, arguye con una hermosa imagen, han dejado paso “a la resonancia, al ruido, a la multiplicidad de ondas rebotando en espacios cada vez más grandes”. Tal vez sería aconsejable no confundir modo de vida e identidad partidista: hay personas que se adhieren a fuerzas políticas distintas y reproducen verbalmente el ideario correspondiente, pero viven vidas muy parecidas entre sí.
Una vez sentadas estas premisas, el autor formula su crítica del centrismo. Se caracterizaría este último por el propósito de acabar con la tensión polar: quienes niegan la naturaleza polémica de la política, sostiene Zerolo, ejercen una “violencia abusiva” sobre el resto. De hecho, cree que los regeneracionistas son revolucionarios disfrazados de tecnócratas; habiendo decidido que la democracia no funciona, quieren arreglar un país que han llegado a odiar a base de tanto criticarlo. ¿O no cabe deducir tal cosa de la “revolución desde arriba” impulsada por el “cirujano de hierro” del que hablaba Joaquín Costa? Las soluciones son un mito, advierte Zerolo, por más que sí quepan “soluciones exactas a problemas concretos”; lo que de ningún modo podemos hacer es zanjar el debate normativo acerca de lo deseable. Y eso es cierto, aunque no del todo: defender el horizonte de la sociedad sin clases, por ejemplo, se antoja más difícil tras el fracaso del comunismo realmente existente. Quiere entonces decirse que el debate normativo no puede ser sordo a la experiencia histórica, sino que debe integrar sus enseñanzas –contenciosas en sí mismas– a riesgo de enquistarse en el simple voluntarismo.
En todo caso, Zerolo tiene razón: la polaridad, que se convierte en multipolaridad si hablamos de asuntos concretos en lugar de limitarnos al eje izquierda-derecha, difiere de la polarización. Si la polaridad es tensión entre diferentes, la polarización es el intento por acabar con el diferente. Aunque también es la estrategia a la que recurren algunas fuerzas políticas en circunstancias concretas, sean cuales sean las verdaderas creencias de sus correspondientes estrategas. Y es aquí, al final del libro, cuando Zerolo saca a pasear a la denominada “tercera España”. A su modo de ver, se trata de “un artificio retórico que solo sirve para posicionarse en un pedestal moral”. A su juicio, no hay dos ni tres Españas, sino muchas distintas. El centrismo es peligroso por esa misma razón: siendo el pluralismo “un elemento esencial del bien común”, la polaridad es un bien.
Fracasada la construcción de la torre de Babel, más vale que interioricemos esta idea: estamos condenados al pluralismo, nos guste o no el pluralismo. Y hace bien el autor en recordarlo, aunque por el camino sea injusto con ese ideal regeneracionista que bien puede entenderse como extremo de un continuo en cuyo polo opuesto se situase el inmovilismo de quienes se benefician del statu quo o rehúsan transformarlo pese a que lo saben defectuoso. Regenerar no quiere decir necesariamente acabar con la polaridad, sino colocar el debate público en otro nivel: exigir que las cosas funcionen, se busquen las mejores soluciones para cada problema, se distinga con claridad al partido de la administración, se respete la independencia de los medios de comunicación y el trabajo de los jueces, se castiguen en las urnas la mentira política y la corrupción, etc. Nada hay en ello de antidemocrático o adanista; el regeneracionismo encarna el anhelo por una mejor democracia. Pero el caso es que no estaríamos hablando de esto si Zerolo no nos hubiera obligado antes a pensar en ello. Su valioso ensayo, por cierto, está al alcance de cualquier lector: sea cual sea la España a la que cada cual se adscriba, sus páginas le resultarán provechosas y estimulantes. ~