Y que todo es sagrado

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Eloy Sánchez Rosillo

Antes del nombre

Barcelona, Tusquets, 2013, 152 pp.

Conviene desconfiar de la felicidad de quien no ha sufrido mucho. “Llegué por el dolor a la alegría”, se lee en el primer verso del libro que José Hierro quiso titular, precisamente, Alegría, y esta palabra, tal vez la más hermosa de nuestro idioma, es la que, como en tantos versos suyos, utiliza Eloy Sánchez Rosillo en el poema “Después de todo”, en el que expresa esa misma idea, la de la consecución de una dicha que es mucho más plena y creíble justamente por haberse visto amenazada, por haber sido puesta a prueba en momentos difíciles. No es un tema inédito en la ya amplia obra de Sánchez Rosillo, como sabe quien recuerde “Al mirar hacia atrás”, de La vida (1996) (“La vida fue llevándose / desde mi corazón hasta el olvido / aflicciones, zozobras, sufrimientos […] y ha preservado, en cambio, en mi memoria / toda la luz que respiré”); “El secreto”, de La certeza (2005) (“Por si acaso se asusta la alegría / y se apresura a irse, / se la escondo a la gente y no le digo a nadie / que ha llegado a mi casa después de mucho tiempo”); “El vértigo” y “Una verdad”, de Oír la luz (2008) (“Y pude entonces constatar del todo / que al final del dolor no existe ya dolor”); o “Tiempo entero” y “Ayer y hoy”, de Sueño del origen (2011) (“Supe de la añoranza y el lamento. / Ahora celebro y canto”). Cualquiera de esos poemas es lo opuesto a la ingenuidad o al candor: son poemas que agradecen las cosas no con inconsciencia o felicidad improvisada sino con la gloria íntima de quien ha vivido y sufrido con atención hasta llegar a la sabiduría de la “aceptación” (que no resignación, ni mucho menos consuelo…), palabra que también se lee en este nuevo libro, Antes del nombre, y que llega todavía más lejos que la alegría o la gratitud: “La palabra resulta insuficiente. / A este sentir que en mí / es hoy acatamiento sin origen / acaso no sea impropio / llamarlo eternidad.” Se trata de una humilde “conformidad” (otro de los términos favoritos del poeta), de una suerte de estoicismo no construido sobre la impasibilidad o el desengaño, sino sobre la esperanza y la maravilla.

Hace ya muchos libros, al menos todos esos citados, que Eloy Sánchez Rosillo es el poeta español más sólido y seguro, el más consciente de las cosas que quiere decir y el más tenaz, sobrio y profundo a la hora de decirlas, a la vez que el más sencillo. Afirmar que se repite implicaría una ignorancia similar a la de protestar por que se repitan los fenómenos de la naturaleza, por que vuelvan una y otra vez el día y la noche, o que retornen marzo y el verano, o que nunca puedan acabarse los árboles y los gorriones. En lo más hondo de la mirada del poeta está la sorpresa permanente (“De todos los misterios de la vida, / el mayor es el alba”, afirma, y todavía llega más lejos al decir que cierta tarde “vino impredecible / (como suelen venir)”), la celebración de todo lo que se reciba desde fuera y todo lo que quiera emerger desde la memoria, y todo se concibe como unidad, como manifestación de lo mismo. Por otro lado es perceptible cómo Sánchez Rosillo, que siempre fue de estirpe elegíaca, poco a poco, libro a libro, va transformándose en un poeta más metafísico, no solo espiritual sino nítidamente religioso, y, lo que puede resultar más inesperado, no solo religioso sino explícitamente cristiano, como en los poemas “Viejas historias” (“los ojos de aquel niño que yo fui / se cruzan con los ojos de Jesús cuando pasa”) o, tal vez aún más claro, en el episodio bíblico reformulado en las rimas de “La pesca milagrosa. (Lucas 5, 4-7)” (“Tiende tus redes tú también con fe / sobre la mar que te sostiene y lleva. […] Alza luego la red. En ella, acaso, / reluzca numeroso el bien que esperas”).

Es completamente imprescindible estar muy enamorado de todos los mimbres que tejen la vida para saber encontrar y decir poemas como estos de Antes del nombre, en los que Sánchez Rosillo vuelve sobre sus temas, que no son exactamente tópicos literarios pero tampoco obsesiones personales, sino simplemente asuntos inagotables: el silencio, el mar como presente y horizonte definitivo (“Habrá un verano en el que ya no venga / a este lugar al que ahora nunca falto, / y estará aquí su luz, aunque yo sombra sea”), el amanecer (“Ante un asunto así, tan delicado, / solo hay lugar en mí para el asombro”), pero también el ocaso y la noche (“No hay nadie miserable / si levanta los ojos en la noche y percibe / la piedad de los cielos / en la lenta deriva de las constelaciones”), los jilgueros (“¿Cómo es posible que algo como eso, / tan frágil y tan puro, tan de nadie y de todos, / pueda estar en la vida, ser la vida, / que exista un bien tan grande y para siempre?”), la luz, la soledad (“Hay que estar solo, pero no es bastante, / para que llegue a ti la soledad / y te ofrezca sus dones”), la memoria y la infancia, el verano, la serenidad ante la muerte. A menudo los temas se acumulan en el mismo poema, pero siempre hay variantes y hallazgos, y en este caso textos especialmente sobresalientes como “Manzanas” (“Estaban allí juntas, apretadas, conformes, / y todas sonreían”), “La mañana” (“Qué a salvo quien despierta sin temor / de encontrarse consigo un día más”), “Hilo de oro” (“Formo parte del mundo y estoy vivo. / Soy uno más, por suerte, / en la gran cofradía de la luz”), “Como el viento en la noche”, o, tal vez por encima de todos los de esta entrega, como recapitulación y epifonema, “Cuando miras despacio”: “si miras cualquier cosa un largo rato / y dejas que entre en ti, / que te vacíe de tu oscuridad / y que en tu ser halle cobijo y sea, / verás y sentirás que cuando miras / tú eres mundo también, / que en ti la vida se entrecruza y canta, / y que todo es sagrado”. ~

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(Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010)


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