Apuntes sobre el principio de las vacaciones

Llega una cierta altura del mes de julio que hay que apresurar la salida de la ciudad, porque todo empieza a enrevesarse, a estancarse o a torcerse.
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Salí de la plaza de Olavide por la calle de la librería. Estuve tentada de entrar, pero me dije que ya tenía suficientes libros para el verano. Así que seguí caminando, fijándome en la poca gente con la que me cruzaba, y vi que parecíamos todos entre agotados, por la acumulación de días de calor, y liberados, también en virtud de alguna acumulación. Al llegar a la glorieta de Ruiz Giménez me paré en el escaparate de la tienda de maletas y miré las maletas que no iba a comprar para transportar los libros que no había comprado. Y de pronto algo me chocó: maletas Salvador Elizondo. He pasado millones de veces por delante de esa tienda, trillones de veces he pasado, pero nunca me había fijado en que se llamase así. ¿Pero no había sido Salvador Elizondo un escritor? Los escritores desempeñan toda clase de oficios y profesiones, pero que un mexicano hubiese abierto una tienda de maletas en Chamberí era extraordinariamente exótico. Una vez en el autobús me puse a leer la biografía de Salvador Elizondo, el escritor. Yo, por cierto, no lo había leído, y entonces pensé que sería ideal llevarme alguno de sus libros para las vacaciones. Por el exotismo de su nombre, el primero que me apeteció fue La historia según Pao Cheng. Antes de irme de vacaciones me daba tiempo a comprarlo. Así que busqué en todostuslibros y resulta que de los cuatro únicos ejemplares que quedaban distribuidos en toda España, el único de Madrid lo vendía la librería de Olavide que cada vez estaba dejando más atrás. Hacía demasiado calor para darse la vuelta y así fue cómo dejé la lectura de Elizondo, que acababa de decidir por casualidad, para más adelante. 

Cuando estaba fregando el suelo, di sin querer un golpe con el mango de la fregona a un pequeño cuadro apaisado que me habían regalado hace unos años. Es la foto de una casa. Al recibir el toque de la fregona el cuadro se torció, y dejó que desde detrás de la foto se deslizase el retrato de una mujer en blanco y negro. Lo vi caer con aprensión. Era uno de esos retratos −vertical por supuesto− que son medio fotografía, medio dibujo, como de la década de 1950. La fotografía retocada de una mujer a la que le eché unos setenta y cinco años, con lo cual seguramente tendría alrededor de cincuenta. En fin, aquella mujer, con sus cejas finísimas y su canoso tupé, llevaba varios años colgada, oculta y paralela al suelo, como un indio de western a la escucha de la llegada del tren. Los raíles serían el pasillo de mi casa; el convoy aproximándose no sé lo que será. Es verdad que el rostro humano tiene una carga muy fuerte; habría preferido que hubiese aparecido una lámina con un bodegón naif o un paisaje cursilín (¡o un dibujo desconocido de Rembrandt!), pero lo que tenía en la mano derecha −en la izquierda el palo de la fregona− era aquella cara que me dirigía una mirada no sé si acusadora o implorante. Yo sabía que la persona que me había regalado el cuadro había comprado el marco en el Rastro, y después había colocado la foto de la casa. Pero por qué en lugar de retirar la foto de la señora había preferido dejarla detrás de la foto de la casa, como un indescifrable mensaje a la espera de ser desentrañado, no me cabía en la cabeza, salvo que fuera efecto de una holgazanería y una desidia redomadas. Al otro lado de la foto no había ninguna leyenda ni identificación. Sentí el estremecimiento que en los cuentos acompaña al descubrimiento de una persona o un gnomo u otro ser que vive a escondidas en la casa. Como he leído artículos sobre maneras mágicamente respetuosas de deshacerse de los objetos, antes de meterla en la bolsa de reciclaje de papel le di las gracias y le dije adiós a la estampa de la señora.

Llega una cierta altura del mes de julio que hay que apresurar la salida de la ciudad, porque todo empieza a enrevesarse, a estancarse o a torcerse. Yo ya iba sintiendo que había agraviado a varias personas por pura torpeza, calor y cansancio. Que los agravios fuesen o no puras imaginaciones mías da igual: indican en todo caso un juicio torcido e inestable. En ese caso, al menor síntoma, si se puede, hay que salir cuanto antes de la ciudad y no hacerse preguntas ni planear introspecciones.

La perdiz, que está fuera de carta, pero la hemos visto en la pancarta. 

Se llenan piscinas y tinajas.

Antes de la entrada al teatro habían dispuesto una mesa plegable donde vendían merchandising, aunque yo al principio no estaba segura de si era un servicio a los actores. Quienes atendían tenían detrás unas bolsas ordenadas según unos carteles en los que alcancé a leer Mujer blanca y Mujer roja. Pensé que quizá era vestuario para personajes o figuración de la obra, hasta que me di cuenta de que debían de ser camisetas con el logo del festival, que se vendían al público.

La carretera que va de Villanueva de los Infantes a Hellín me pareció una de las más bellas de toda España. Alucinantes colores, emocionantes contornos y volúmenes, conmovedora distribución de las encinas. No te cruzas con nadie. Lo que ves lo podrías haber visto tal cual de haber pasado por allí cien años antes. Quizá lo verás si pasas por ahí en doscientos años. Una de las más bellas −en realidad la más mientras la recorríamos− y leemos en el diario de Ramón Gaya: “…pronto descubriría que para un italiano, la palabra «bello» tan solo quiere decir cierto, existente, y no −como para los demás− una cualidad de lo existente y que lo existente puede tener o no”. Una voz nos explicaba los palos del flamenco en una grabación, y resonaba de una manera muy particular, como en una habitación vacía, y era como si rebotase contra el cielo de cerámica que veíamos respirar desde el parabrisas. 


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