Juan José Arreola lo definió así: “El ajedrez es la forma de conformarse del hombre para saciar su sed, su nostalgia de infinito, conformarse en hacer la guerra allí en un espacio limitado, pero al mismo tiempo capaz de alojar al infinito. ¿Cuál es el infinito? Las infinitas complicaciones que crean entre sí las piezas del ajedrez”. “Se trata de un duelo de un hombre contra otro, donde lo que es la personalidad del hombre queda comprometida. Cada jugador lucha contra su enemigo interior que es su torpeza o sus hallazgos”.
Chaturanga, ese fue su primer nombre. Su creación se sitúa en el siglo VI d.C., en el Valle del Indo, India. Se expandió por Asia después de seguir una ruta por Persia y el imperio bizantino. El mundo lo adoptó, lo estudió, lo analizó y desarrolló el sistema de notación algebraica. A Europa llegó entre los años 700 y 900. Durante la Edad Media, España e Italia fueron los países donde más se practicó. En el siglo XV, cuando comienza la era moderna del ajedrez, las piezas adquieren su forma actual. En el siglo XVI, Ruy López de Segura, sacerdote, humanista, gramático y ajedrecista español, escribió un tratado titulado Libro de la invención liberal y arte del juego del ajedrez. Fue él quien describió las reglas que se siguen usando en este juego. En 1749, Francois Philidor, a quien se considera uno de los mejores ajedrecistas del siglo XVIII, publica el primer reglamento de ajedrez, bajo el título Analyse du jeu des échecs.
Es de este último de quien Juan José Arreola tomó el nombre para fundar, en la década de los 50, el club de ajedrez Filidor, que se ubicó en la colonia Juárez de la Ciudad de México, justo en la esquina de la calle Varsovia y la Avenida Chapultepec. Armando Acevedo, un importante ajedrecista mexicano nacido en 1937 que representó a México en las Olimpíadas Mundiales de Ajedrez de La Habana 1966 y de Siegen en 1970, recordaría siempre uno de los eventos de inauguración de aquel club fundado por Arreola. Para el evento se organizó un torneo con una apertura obligatoria, el Giouco Piano. “En este tipo de torneos es obligatorio jugar un determinado número de jugadas que definen la apertura”, dice Acevedo, y después destaca la habilidad de Arreola: “Me sentía que era mejor jugador que Juan José Arreola y decidí caminar por las orillas de un precipicio, arriesgando demasiado en una posición para mí desconocida. Juan José Arreola jugó impecable. Castigó mi osadía de manera ejemplar. Ni un Gran Maestro lo hubiera hecho mejor”. Aquella partida no quedó registrada y Juan José Arreola no podría recordarla años después: “Oiga Acevedo, ¿No tendrá usted apuntada la partida que jugamos?” le preguntaba. Por eso, Acevedo, tiempo después, cuando Arreola estaba enfermo, intentó reproducirla. “Pensé que sería un buen regalo para él entregarle la notación de la partida que él recordaba con tanto afecto por haber sido una de sus mejores”. Fue en el Club Ajedrez Mercenarios con Miguel Hurtado. Acevedo le propuso que trataran de reproducir la partida. “No debía de ser imposible por las siguientes circunstancias: a) La apertura era fija b) la partida fue muy corta c) me acordaba del desenlace final”. Acevedo y Hurtado lograron reproducir la jugada.
En 1959 se inauguró la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México y Juan José Arreola fue nombrado coordinador. Ahí instaló el mobiliario del Club Filidor, convirtiendo la Casa del Lago en un punto de reunión no solo para amantes de los libros y la poesía, sino también para aquellos que gustaban del ajedrez. Ahí organizó torneos e invitó a importantes ajedrecistas de fama mundial, entre ellos Tigran Petrosian, Pauel Kerez y Bobby Fischer. En el año 1972 refundó la Federación Nacional de Ajedrez, FENAMAC, y en 1979 la Escuela Técnica Mexicana de Ajedrez.
En 1994, Fernando del Paso publicó el libro Memoria y olvido, vida de Juan José Arreola, un recuento en primera persona de la vida de Arreola entre 1920 y 1947. Ahí Arreola habla sobre su amor al ajedrez: “Por el ajedrez era yo capaz de dejarlo todo. El ajedrez me hacía olvidar mis grandes penas de amor. El momento en que negras y blancas están en su lugar, y mi adversario juega peón cuatro rey, o yo, si abro la partida, en ese momento se detiene el mundo para mí, y todo el espacio del universo se contrae hasta medir ocho casillas por ocho. El tiempo también deja de existir, a menos, claro, que se juegue con reloj reglamentario”.
En una entrevista concedida a Javier Vargas en octubre de 1997, reconoció que en su vida le había dedicado más tiempo al ajedrez que a la literatura. Algo que parece reafirmar a Vicente Leñero y que publicó en su libro La inocencia de este mundo. A la pregunta de si Arreola preferiría ser más conocido como ajedrecista que como escritor, él responde contundentemente: “¡Por supuesto que sí! Porque mis mayores goces los he tenido en el tablero de ajedrez. Ahora que como ajedrecista debo decir que mis mejores juegos han sido fuera del tablero; cuando he logrado escribir algún pasaje de prosa que se parece a una serie de jugadas magistrales”.
En 1972 Juan José Arreola publicó uno de sus libros más emblemáticos: Bestiario. En él se incluye el cuento “El rey negro”. En esta historia, corta pero infinita, el lector conoce el pensamiento de un jugador a través de una pieza, el rey, del rey negro evidentemente: “Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental…”. La batalla parece perdida, pero huir quizá sea lo que lo salve. “Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para qué seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate del pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Légal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor?”.
Quizá mentía Juan José Arreola cuando decía que dedicó más horas al ajedrez que a la literatura. Quizás ambos eran piezas de un mismo tablero, de un juego infinito donde él era el rey. Encontraba en ellos tal vez la misma dimensión de lo imposible, de lo ilusorio. Su tablero fue la imaginación, sus piezas las palabras. Jugó con las posibilidades de la realidad, con las posibilidades de una batalla, jugó con el ajedrez y ambas cosas con la misma finalidad: la de saciar su sed de infinito.
Autor de cuentos y ensayos. Colabora en diversos medios impresos y electrónicos.