Los ensayos de Montaigne son una especie de instructivo para la vida, de esos lugares (los libros también son lugares) a los que, una vez conocidos, se vuelve con la esperanza de encontrar claridad. Y una claridad de amplio espectro: el filósofo francés escribió más de cien ensayos, algunos sobre temas pomposos y serios–el sentido de la vida, la importancia de ser tolerantes, el miedo a la muerte– y otros sobre asuntos más de todos los días, gratas pláticas de sobremesa –¿cuál es la fruta más sabrosa?, ¿cómo podemos evitar caer en discusiones absurdas?, ¿cuál es la mejor hora para coger?, cuando juego con mi gato, ¿cómo sé que no es él el que está jugando conmigo?–.
Con el triunfo de Trump, que se antojaba imposible para, ahora lo entiendo, ingenuos como yo, me dieron ganas de correr al librero a ver qué tiene que decirnos Montaigne de los mentirosos, del miedo, de la embriaguez. Eso hice durante la aciaga mañana del 9 de noviembre (me fui a dormir la noche anterior con la esperanza de que todo era un mal sueño: despertar fue una cubeta de agua helada) y encontré los tres ensayos que propongo para esta Biblioteca para la angustia. Advierto que no tienen potencial curativo, pero sí nos obligan a pensar y pensar es quizá nuestra más importante obligación en los años que se aproximan.
De los mentirosos
Para los pitagóricos, explica Montaigne, el bien es definitivo y finito y el mal es indefinido e infinito. Claro que la idea está sujeta al más profundo debate, pero vale la pena detenernos en ella un momento para ponderar los riesgos del sinfín de falsedades que ha dicho el próximo presidente de Estados Unidos, de la vastedad de sus artimañas, del alcance de su veneno.
Para Montaigne, que vivió una de la épocas más violentas de la historia de la humanidad, mentir es uno de los peores vicios posibles porque le quita valor a las palabras, y las palabras nos unen y nos hacen humanos. El lenguaje falso, dice, es en efecto mucho menos sociable que el silencio. Y en lenguaje falso Trump es un experto de primer nivel: podrían llenarse varias bibliotecas con el recuento de sus mentiras (de hecho, pensándolo bien, el internet ya se encargó de ese recuento: click, por ejemplo aquí, acá o por acá –y un largo etcétera–).
Del miedo
Si bien es natural sentir temor ante los horrores de Trump (los que ya vimos y los que se aproximan), el miedo es para Montaigne una emoción corrosiva que hay que intentar sacudirnos. Le parece, escribe, una pasión extraña y la más propicia para trastornar el juicio y engendrar alucinaciones.
El riesgo del miedo es que paraliza, y eso es lo peor que podemos hacer en momentos como éste. Hasta a los que recibieron buen número de heridas en algún encuentro de guerra, ensangrentados todavía, es posible hacerlos coger las armas el día siguiente; mas los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera, osarán mirarle a la cara. Nos toca mirar al enemigo a la cara.
De la embriaguez
Montaigne consideraba la embriaguez un vicio grosero y brutal, pero aceptaba también su potencial de bálsamo. La antigüedad, explica, no censura gran cosa la embriaguez: hasta entre los estoicos, hay quien aconseja el beber alguna vez que otra a su sabor y emborracharse para alegrar el espíritu. Acaso nunca nos había urgido tanto alegrar el espíritu.
Para los tuvimos muchas ganas de irnos a emborrachar la madrugada del 9 de noviembre mientras veíamos cómo el mapa de Estados Unidos se iba pintando de rojo, Montaigne tiene una advertencia: es preciso huir la delicadeza y el cuidado exquisito en la elección del vino, porque si el origen del placer reside en beberlo excelente, os veréis obligados a soportar el dolor de beberlo malo alguna vez. Mientras Trump daba su discurso de aceptación, el mundo entero sacó sus caguamas.
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).