Ósip Mandelstam dijo que en ningún país la poesía era tan importante como en Rusia, pues ahí te podían matar por unos versos. En efecto, Mandelstam compuso un nada adulador poema a Stalin y lo declamó entre amigos, ya que jamás hubiese obtenido el permiso para publicarlo. Acabó desterrado en Siberia, donde murió de hambre o de frío o de las dos cosas, y su cadáver lo echaron el diablo sabe dónde.
Aquel país tiene una larga tradición de censura, desde los zares hasta los comunistas, y que se prolonga aún hoy en la era de Putin. Pero allá, como en casi todo lugar, ya no se busca censurar a los poetas, pues la censura de facto se da por la falta de lectores. Hoy los poetas son libres de lanzar sus versos al viento.
Por mucho que los escritores respaldemos la libertad de expresión, algunos sentimos una torcida nostalgia por aquellos días en que escribir era peligroso. No deseamos que nos destierren como a Pushkin, ni que nos apresen como a Dostoyevski, ni que nos den un tiro en la nuca como a Isaak Bábel, ni vivir con una condena a muerte, como Salman Rushdie, pero sí nos apetece el mundo de lectores que buscan su alma, corazón y vida en la literatura; sobre todo, que buscan su libertad.
Los lectores son quienes dan peso a la literatura si los hay en cantidad y calidad; son los que hacen que lo escrito se exprese. De nada sirve que la sociedad tenga posturas y leyes sobre la libertad de expresión si no es una sociedad lectora.
Volviendo a los poetas rusos, muchos versos que no podían publicarse, se guardaban en miles y miles de cerebros que los memorizaban. Un lector interesado andaba por el mundo como una antología de la poesía rusa; una antología de versos prohibidos.
La situación de nuestros tiempos la enunció muy bien García Ponce cuando se le preguntó por qué la gente ya no seguía a los poetas. “La poesía ha dejado de ser popular porque lo popular ha dejado de ser poesía. La idea de pueblo… ha sido bajada de nivel hasta el grado de que el pueblo ya no es el pueblo del que el poeta es parte, y al que canta y funda, sino que el pueblo en los términos de esa degradación sólo puede considerarse populacho… una masa anónima que no tiene acceso a la poesía. Cuando la poesía vuelva a ser popular es que el pueblo habrá ganado el derecho de merecer el nombre de pueblo, y tendrá poetas.”
David Huerta canta con plectro que no va a la zaga del de Amado Nervo, pero Amado Nervo tuvo un pueblo que lo escuchó; David Huerta tiene un populacho de oídos sordos. Por eso cuesta tanto trabajo reconocer la grandeza de los vivos, ¿pues quién está ahí para apreciarla? En cambio Amado Nervo es una bonita estatua, placa conmemorativa, efeméride; cualquier funcionario lo sabe.
La censura no llega por las vendettas de un burócrata, no por un recorte al presupuesto, no por el reproche desde el poder, no por el estiércol verbal de un diputado, pues un intelectual o artista ha de germinar en la adversidad. Por eso comencé hablando de los rusos, que sin libertad crearon la más grande literatura.
El Estado no debería estar interesado en rematar el alma de una sociedad que solita mató su alma. Hoy tienen más poder de censura las lapidaciones en medios sociales, muchas de ellas organizadas por gente del propio medio literario. Poder de censura tiene ese confuso puritanismo que creíamos muerto, pero que reencarnó por obra del vacío espiritual y los nuevos fanatismos. Poder de censura tiene el mundo políticamente correcto que campea porque todos lo niegan de palabra pero no de obra. Poder de censura tienen los grupos editoriales que miden las letras con números.
Y, por sobre cualquier zar, dictador, inquisidor o déspota, el censor mayor es Juan Populacho que, con su pecado de omisión, se asegura de que las palabras no digan nada.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.