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¿Cuántos escritores siguen siendo leídos ochenta años después de su muerte? No muchos, sin duda. El paso del tiempo es feroz con la mayoría de los libros, incluso de autores que en su tiempo fueron muy populares. Para que su vigencia perdure tantos años después, los textos deben tener una profundidad y una fuerza que los mantengan vivos: que los propulsen hacia adelante, hacia las nuevas generaciones.
Es lo que sucede con Roberto Arlt, de cuya muerte se cumplen ocho décadas en estos días. Sus textos interpelan muchos aspectos no solo de la condición humana sino también de nuestra manera de concebir la literatura, y lo hacen hoy como cuando se publicaron, casi un siglo atrás. La ebullición persiste en sus páginas, la originalidad de su estilo renueva la sorpresa y la fascinación.
Cuando a finales del siglo XX una revista cultural realizó una encuesta para elegir las mejores novelas argentinas de la historia, solo un autor figuró por duplicado entre las primeras diez. Y ese autor fue Arlt, con El juguete rabioso, de 1926, y Los siete locos, de 1929, dos novelas extraordinarias, hijas de su época y llenas de futuro. Agreguemos, para mayor asombro, que Arlt había nacido el 26 de abril de 1900. Escribió y publicó esos dos libros antes de cumplir sus treinta años.
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Durante muchos años, en vida y tras su muerte (ocurrida el 26 de julio de 1942, de un ataque al corazón, cuando tenía solo cuarenta y dos años), Roberto Arlt fue una especie de misterio, un acertijo de difícil o imposible resolución para muchos lectores y críticos. “Se dice de mí que escribo mal —anotó el autor en su célebre prólogo a Los lanzallamas, novela de 1931, continuación de Los siete locos—. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias”.
¿Por qué se decía de Arlt que escribía mal? Porque tenía una sintaxis particular, porque usaba palabras y expresiones tomadas de las traducciones baratas que leía, que habían constituido una parte fundamental de su formación autodidacta y no se correspondían con el atildado léxico que proponía el “buen hacer” de la época. En definitiva, porque la literatura de Arlt representaba una Argentina a la que la intelectualidad oficial de aquellos años se oponía: la de los inmigrantes, que habían llegado en masa en las décadas anteriores y mestizado con sus hábitos y sus lenguas la cultura local.
El caso es que, tras su muerte, los libros de Roberto Arlt pasaron a una suerte de ostracismo, de donde fueron rescatados, en un primer momento, por intelectuales como los hermanos Ismael y David Viñas y Oscar Masotta en los años 50 y, a partir de la década siguiente, sobre todo por Ricardo Piglia, probablemente el mayor responsable de la revaloración y el reconocimiento de la obra arltiana. Para Emilio Renzi (el álter ego en cuyos discursos Piglia incluía sus propias opiniones, aunque exageradas y un poco deformes, como reflejadas en el espejo chusco de un parque de atracciones), Arlt es el mejor escritor argentino del siglo XX. Y con su muerte, en 1942, “se terminó la literatura moderna en la Argentina –asegura Renzi en Respiración artificial–, lo que sigue es un páramo sombrío”.
En 1998, el mismo Piglia anota, en el prólogo a Los sorias, de Alberto Laiseca, que esta es “la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos”. Plantea, de ese modo, la hipótesis de una genealogía (que en este país arrancaría con el Facundo de Sarmiento) de libros extraordinarios, en todas las acepciones de este término: no solo brillantes, sino también fuera de lo común, poliédricos, inclasificables, con un sinnúmero de lecturas aguardando en el porvenir.
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Después de Los lanzallamas, Roberto Arlt publicó una novela más: El amor brujo, en 1932. Y dos libros de cuentos: El jorobadito, en 1933, y El criador de gorilas, en 1941. Y una decena de obras de teatro. Pero además se dedicó al periodismo. No es exagerado decir que inventó su propio género: las aguafuertes. Durante casi tres lustros (desde 1928 hasta su muerte), escribió todos los días, para el diario El Mundo, de Buenos Aires, artículos que eran una mezcla de crónica, ensayo, fresco social, registro de un clima de época, panfleto, un auténtico laboratorio de la escritura.
Resulta curioso que también esta parte de su obra haya sido una lectura difícil de desentrañar. Las aguafuertes “son, en su mayoría, perfectamente desdeñables”, escribió Onetti en un famoso prólogo de 1971. Cortázar, unos años después, lamentaba “el éxito de las aguafuertes”, pues creía que era el responsable de haber alejado a Arlt de la “concentración obsesiva” que le había permitido escribir sus novelas de los años veinte.
Hoy por hoy, nadie opina que las aguafuertes sean un fragmento menor del legado arltiano. Por el contrario, se valoran casi a la par de sus novelas, con el añadido de que la hemeroteca se tornó una suerte de yacimiento interminable: en las últimas tres décadas se publicaron al menos nueve antologías de aguafuertes, la mayoría de las cuales permanecían inéditas en libro. Gracias a esta operación, ahora encontramos en las librerías textos que, después de los lectores de El Mundo de hace casi un siglo, no había leído casi nadie. Como si Roberto Arlt siguiera escribiendo para nosotros. Charly García dice en una canción: “Voy a comprar una Biblia para leer las últimas noticias”; un efecto similar –leer la actualidad– es el que producen estos nuevos libros de Arlt.
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Toda la obra de Arlt mantiene esa vigencia porque “plantea preguntas y propone temas o conflictos que, si bien están situados en un momento histórico particular, que es el momento en que él escribe sus textos, son preguntas, cuestiones y conflictos que atraviesan ese momento y llegan al día de hoy”, me explica Sylvia Saítta, biógrafa y especialista en la obra arltiana.
Algunos de esos temas y conflictos son, añade Saítta, “el modo en que la sociedad civil se piensa en relación con el Estado, los vínculos entre las clases sociales, las relaciones de género, los vínculos disimétricos no solo entre hombres y mujeres sino también en el mercado de trabajo o en el acceso a la educación”. Las obras de Arlt también cuestionan el funcionamiento político de una sociedad, las respuestas ante las crisis cuando una sociedad no encuentra salidas en las formas establecidas como los partidos políticos o las religiones. Todas estas cuestiones “son culturales, políticas, sociales, económicas, existenciales en un punto”, dice la investigadora, y “nos interpelan hoy de la misma manera” que cuando fueron escritos.
¿Y cómo se lee en el extranjero a un autor tan argentino, incluso tan porteño, es decir, de la ciudad de Buenos Aires, como Roberto Arlt? En primer lugar, hay que tener en cuenta que la traducción de sus textos “es tardía y complicada”, explica Saítta, cuya biografía de Arlt, El escritor en el bosque de ladrillos, fue publicada originalmente en 2000 y traducida y editada en italiano a comienzos de este año. El estilo de Arlt es “tan desprolijo y desmesurado que las traducciones ‘tranquilizan’ el texto. La traducción implica una gran dificultad: encontrar los equivalentes en el uso de la lengua coloquial, de la calle, del lunfardo, los neologismos, todo eso que hace que Arlt sea Arlt”.
Se hacen lecturas muy diferentes y diversas. Por ejemplo, se leen Los siete locos y Los Lanzallamas como novelas de la modernidad metropolitana de comienzos del siglo XX, pues en sus páginas aparecen los problemas derivados de la modernización de las sociedades, el avance de los totalitarismos, las crisis, los estallidos en ciernes, la guerra como premonición. Esto las pone en diálogo con obras como The Manhattan transfer, de John Dos Passos, o Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin.
Además, las aguafuertes que retratan los viajes de Arlt por el norte de África han abierto, en los últimos tiempos, una nueva línea de lectura vinculada con el orientalismo: Arlt ya no es tanto un argentino sino un occidental que aporta su mirada sobre el mundo oriental. Desde Europa también interesa mucho la mirada “futurista” de Arlt, quien estaba fascinado por el impacto de la tecnología. Y también la presencia y la influencia de la migración europea en Argentina. Estas, describe Saítta, son solo algunas de las lecturas generadas por esa llama que no deja de arder: la literatura de Arlt.
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La más reciente antología de aguafuertes de Roberto Arlt –Viajero de cercanías, Yuri Editorial, desde hace un par de meses en las librerías de Buenos Aires, con prólogo y compilación de Margarita Pierini– incluye una nota que aclara:
Como bien saben sus lectores, Arlt no busca lo políticamente correcto, y su discurso, a menudo contradictorio, muchas veces ofrece expresiones misóginas, clasistas y aun racistas. En esta selección no se esquivan esas notas; consideramos que el pensamiento que sostiene una política de cancelaciones no contribuye al conocimiento de un escritor, además de tener consecuencias nefastas para el patrimonio literario.
Ese era, sigue siendo, Arlt. Desde todos esos lugares nos cuestiona, nos provoca, polemiza, nos llama la atención. Por eso sigue tan vivo. “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo –anotó en el prólogo a Los Lanzallamas, ya citado en este artículo y citado infinitamente por todas partes–. Crearemos nuestra literatura no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un ‘cross’ a la mandíbula”.
Piglia decía haber visto fotos del velatorio de Arlt, que mostraban que, como el ataúd era muy grande y no cabía por el pasillo del edificio donde vivía, tuvieron que sacarlo por la ventana a través de un sistema de aparejos y poleas. “Ese féretro suspendido sobre Buenos Aires es una buena imagen del lugar de Arlt en la literatura argentina –escribió Piglia–. Murió a los cuarenta y dos años y siempre será joven y siempre estaremos sacando su cadáver por la ventana”.
Es casi seguro que la historia es apócrifa: a Roberto Arlt no lo velaron en su casa, sino en el edificio del Círculo de la Prensa de Buenos Aires. Pero a una vida como la suya, tan rodeada de malentendidos, no cuesta nada imaginarle un epílogo como ese. En cualquier caso, se trata de una imagen justa, precisa, de alguna manera real: su cuerpo sobre la ciudad y nosotros, ochenta años después, sin dejar de sacarlo por la ventana. O mirando hacia arriba, viendo cómo otros lo sacan, diciéndole adiós con la mano, aunque en el fondo sepamos que no se va a ir a ningún lado, que siempre va a andar por acá.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.