Cien años de Fervor de Buenos Aires

El primer libro de Borges, que fue base e inspiración de sus trabajos posteriores, cumple un siglo de existencia.
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Terminada la Primera Guerra Mundial, que pasó en Suiza con su familia, Jorge Luis Borges llegó en 1919, a los veinte años, a España, donde conoció a los jóvenes poetas ultraístas. En Madrid se volvió asiduo de la tertulia de Ramón Gómez de la Serna. Pocos años después, en 1924, el gran maestro de la greguería escribe al recibir el primer libro de poemas del joven argentino: “Todo este libro, escrito … con una dignidad y un aplomo que me han hecho quitarme el sombrero ante Borges con este saludo hasta los pies”.

El libro ante el cual Gómez de la Serna se descubre es Fervor de Buenos Aires, publicado por la Imprenta Serantes, con dibujo en la cubierta de Norah Borges, en 1923, hace cien años. Random House está por publicar una edición conmemorativa y un par de editoriales argentinas preparan sendos libros de ensayos para celebrar el centenario de este libro juvenil y nostálgico, lírico y metafísico, urbano de las orillas, obligadamente moderno. 

Borges era muy tímido como para llevar su libro a una editorial. Su padre pagó el costo de la edición (un tiraje de 300 ejemplares). En 1923 Borges “parte nuevamente para Europa, y deja, para ser publicado en la revista Nosotros (en la cual colaboraba), un libro de poemas” (Jenny Barros, Borges, la palabra y el amor). Ese libro era Fervor de Buenos Aires.

No fue su primer libro. Antes escribiría dos que nunca vieron la luz. Ritmos rojos, en el que el poeta exalta la Revolución soviética, y Los naipes del tahúr, cuentos al estilo del novelista Pío Baroja” (José Emilio Pacheco, Jorge Luis Borges).

En 1920 publicó Borges su primer poema, “Himno del mar”, en versículos a la manera de Whitman. Los poemas que contiene Fervor de Buenos Aires los escribió entre 1921 y 22. Sus elegías sobre el Buenos Aires perdido no son las de un joven poeta localista, sino las de un poeta que había pasado sus años formativos en Suiza, en contacto con la vanguardia expresionista, y en España, donde estableció fuertes vínculos con el ultraísmo. Le pesó a Borges el regreso a su patria. A Jacobo Sureda, joven poeta mallorquín, “le manifiesta su desencanto de regresar a América –donde todo le parece flojo y marchito– y su deseo de volver cuanto antes al viejo continente” (M.R. Barnatán, Borges, biografía total).

Regresó Borges a Buenos Aires en 1921. Difundió el ultraísmo en la revista Nosotros. Con varios amigos fundó la revista mural Prisma. Con Macedonio Fernández y otros, la revista Proa. Pero sobre todo redescubrió su ciudad. Buenos Aires era en ese entonces una metrópoli en pleno auge. Argentina destacaba como el mayor exportador de cereales del mundo. La capital se iba llenando de automóviles y de rascacielos. Borges no quería ser un autor que siguiera la moda, como el mexicano Maples Arce, que celebraba los vehículos de la modernidad. Quería separarse del modernismo y sus engolamientos, y del ultraísmo (solo un poema de Fervor de Buenos Aires delata ese acento) de su generación. Quería encontrar sus propios temas y su propia voz. Borges “cuando regresa a la Argentina… abre esa pregunta (que nunca cierra) sobre cómo es posible escribir literatura en este país periférico, con una población de origen inmigratorio, establecida en una ciudad litoral” (Beatriz Sarlo, Borges, un escritor de las orillas).

Borges encontraría entonces su tono: de nostalgia por el Buenos Aires de sus padres, el de finales del siglo XIX; un Buenos Aires que no vivió, de nostalgia idealizada por unas calles que antes estaban ubicadas en el centro y que poco a poco, con el crecimiento de la ciudad, se fueron quedando en los márgenes, en “las orillas”, como señala con agudeza Beatriz Sarlo. Borges encuentra sus temas en las casas bajas, con patio y con aljibe, en las calles de los suburbios, en los arrabales que lindaban con el campo. En esos poemas no hay personajes, hay paisaje urbano, o mejor dicho, hay un solo personaje, un caminante de las orillas, un flaneur que se pasea por los barrios viejos, un joven poeta que recupera las imágenes de la ciudad que fue y la transforma en meditaciones filosóficas sobre el tiempo y la inmortalidad, versos en los que resuenan Berkeley y Schopenhauer.

Borges recupera esas imágenes del pasado de una ciudad en plena transformación. El modelo de su libro fue Die Nordsee de Heinrich Heine. Los poemas de Fervor de Buenos Aires hablan de ocasos y crepúsculos. Sin embargo, son poemas donde abunda la luminosidad, tal vez como respuesta vital a la ceguera de su padre y a sus propios problemas de la vista. Fervor de Buenos Aires puede leerse, también, “en el plano ideológico, como una reacción frente a la realidad argentina de ese momento, en la que el concepto de ciudad resulta problemático a causa de las rápidas transformaciones ocurridas en ésta” (Rafael Olea Franco, El otro Borges. El primer Borges).

En un tiempo en que su país cambiaba vertiginosamente, Borges recurre a los barrios viejos de las orillas. Cuando los poetas ultraístas de su generación celebraban la aceleración de lo nuevo, Borges recurre a un tono nostálgico de meditación metafísica. Cuando el Buenos Aires de sus mayores iba entrando en el ocaso, Borges brinda una nueva luz a las casas bajas, a los patios, a las plazas vacías, al cementerio donde reposan sus antepasados, a las calles que se alargan y se pierden en el poniente.  

Borges publica Fervor de Buenos Aires a los 24 años, quizá nunca saldría de este libro. “Pienso que nunca me he alejado mucho de este libro; siento que mis trabajos sólo han sido desarrollo de los temas que en él toqué por primera vez; siento que toda mi vida ha transcurrido volviendo a ese único libro” (Jorge Luis Borges, “Ensayo autobiográfico”).

Fervor de Buenos Aires cumple cien años. Ante él no queda sino repetir el gesto de Ramón Gómez de la Serna: quitarse el sombrero con un saludo hasta los pies. ~

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