I
Estoy tratando con un libro prohibido. Los signos son claros: lo leo solo en mi habitación, con risas nerviosas que se alternan con exclamaciones en voz alta, a veces palabrotas de admiración, y recelando que alguien toque la puerta o se asome por la ventana, aunque tan solo sean estas palomas demasiado gordas de Europa. Lo voy subrayando y hasta transcribo ciertos pasajes en un cuaderno, por si la Garde nationale me lo arrebata. Tengo la impresión de esconder un arma de contrabando bajo la almohada, yo que nunca he sentido delirios de persecución. Ayer en la madrugada, entregado a su lectura febril, tuve que llamar por teléfono a mi amigo Julio Alcántara en Berlín: “Julio, ¿qué sabes tú de Emilio Uranga?”.
Generación del Hiperión, carácter ácido, filosofía de lo mexicano, discípulo de José Gaos, estudió en Alemania con Heidegger, en fin, la ficha del who’s who del mundo de Copilco de ayer y hoy. “Pero espera, te llamo porque se acaban de publicar sus diarios y cartas de su periodo en Alemania. Básicamente, dice todo lo que tú y yo hemos platicado sobre Europa desde que el hado nos arrojó a esta orilla del mundo”. Entonces procedí a leerle los pasajes que previsoramente transcribí en el cuaderno. Comprobé las mismas reacciones que yo había experimentado. Desde el otro lado de la línea Julio –filósofo mexicano en sus treinta, como Uranga entonces– reía nerviosamente y blasfemaba de aprobación. Era como si de pronto, en medio del ambiente reinante de incomprensión, soledad y hostilidad de una sociedad decididamente materialista, moralmente pantanosa, pero aureolada de un prestigio que disuade de criticarla a riesgo de parecer energúmenos desadaptados a las bondades de la Modernidad (es decir, todos con dos casas y dos carros, vacaciones en un “país caliente” y pensión), la Civilización (esto es, la condescendencia con todo lo extranjero), la racionalización (el totalitarismo del Estado de control y vigilancia), el laicismo (es decir, el ateísmo impuesto), el gauchismo (por supuesto, pequeñoburgués e hipócrita, siempre con viandas y vinos a derrochar), y el avasallador agringamiento de todo, en medio, digo, de este teatro destartalado, Uranga dijera: “No se preocupen, tienen razón, yo mismo lo viví hace ya setenta años, ánimo”.
Hagamos como que esta nota es otra llamada telefónica. Aquí algunas entradas del diario y las cartas.
El viaje a Europa es, por su simple hecho, una gran realización. Significa que nuestra vida pudo por fin tomar contacto con el mundo de sus sueños, aunque este mundo tenga muy poco de sueño y un mucho de realidad amarga (p. 67).
Los mexicanos, en especial, topamos con una ambigua situación de juicio. Por un lado, hablar aquí de “americanos” quiere decir norteamericanos; lo demás se reparte entre Süd y Mittelamerika; pero nosotros no somos ni una cosa ni otra. Así, cuando se habla de México con ellos, es inútil añadir que está en América, porque no lo colocan ahí, lo emplazan en un lugar imaginario y absoluto del que sólo saben que es muy peculiar. México les dice indios y comunismo (p. 531).
Europa es más Europa vista desde América que desde aquí (p. 81).
Estos europeos, Rossi, son un asco. Están hinchados de suficiencia, de bellas obras, de costumbres edificantes. Han sido efectivamente el pulpo que le ha chupado la sangre a la humanidad durante cuatro siglos. Confío en que su reinado ha tocado a su término y que los orientales les hagan ver amargamente su suerte (p. 598).
Crítica generalizada de todo lo de aquí. Conciencia de lo limitado e insatisfactorio que es este tipo alemán de vida (p.56).
Ahora empiezo a entender por qué estos viajes son casi siempre un fraude, una desproporción entre lo esperado y lo conquistado, una construcción supletoria de la riqueza que no se tuvo, una falsificación de lo que no se recibió, una invención, la confección de un postizo, de un bisoñé que oculte la fea calvicie. No quiero incurrir en estos vicios, no quiero transmitir la noticia de que una grandeza masiva se me dio a manos llenas (p. 53).
Yo no vengo a Europa a perderme, a probar nuevos estilos de enajenación, sino a vigilar con todas las facultades despiertas el curso de mi vida, de las ajenas y de las cosas su sentido (p. 57).
Lo más delicioso de estos viajes es que se puede volver a la Patria como Ulises: matando pretendientes (p. 61).
Solo entendieron a Uranga, como lo demuestran los documentos, Alfonso Reyes, Luis Villoro, José Luis Martínez y Alejandro Rossi, los amigos que lo siguieron apoyando desde México. Muchos en cambio no le perdonaron en su tiempo que dijera sus verdades. Prefirieron seguir idolatrando, a la distancia, un mundo inexistente. O como dice el propio Uranga en carta a Rossi: “tan aldeanos que no se han tomado el trabajo de venir por sus propios pies a conocer lo que tanto predican” (p. 597).
II
Emilio Uranga: años de Alemania (1952-1956) es una recopilación de los escritos del filósofo mexicano durante su vida en Europa. El núcleo del libro está constituido por su diario y sus cartas con Luis Villoro y Alfonso Reyes. Como anexo aparece la producción germanizante de Uranga: sus apreciaciones y estudios sobre aspectos de la obra de Thomas Mann, Lukács, Schlegel, Hegel y Heidegger, principalmente. Otros textos incluidos ofrecen una prueba adicional de lo bien que aprovechó Uranga su estancia europea.
En ese sentido, la Trayectoria de Goethe de Alfonso Reyes, publicado en 1954 como número 100 de los beneméritos breviarios del FCE, le mereció a Uranga una reseña agudísima, donde el joven mexicano saca a relucir sus vastas lecturas de Goethe en alemán para ponderar la importancia universal de este libro: “Los alemanes no disponen de un Breviario tan actual como el que don Alfonso Reyes ha creado para los pueblos de habla española”. Filósofo al fin, Uranga comprende a la perfección que la Trayectoria de Goethe de Reyes polemiza veladamente con el Goethe desde adentro de Ortega y Gasset. “Uno de los servicios suplementarios a que se aviene el libro de don Alfonso Reyes es la liquidación de ciertas ideas de Ortega y Gasset sobre Goethe”. ¿De qué ideas se trata? En particular, de que para Ortega, Goethe habría traicionado su destino romántico, “subjetivista”, como lo llama Uranga, es decir, adolescente, sentimental, wertheriano y suicida, entregándose en cambio al estudio de la naturaleza y posteriormente a su consagración en vida e institucionalización en la corte de Weimar. “Ortega –dice Uranga– no quiso entender nada de esta conversión, ni siquiera la barruntó… Weimar es para Ortega el sepulcro de Goethe”. Con esta clave que ofrece Uranga podríamos por fin entender mejor en qué radicó la principal diferencia entre Ortega y Reyes en relación con Goethe como modelo o antimodelo.
En un libro poco conocido que me señaló recientemente el helenista y mayor conocedor de Goethe en México, Raúl Torres, The politics of philology: Alfonso Reyes and the invention of the Latin American tradition, el autor Robert Conn sostiene por su parte que, en su madurez, Reyes decidió deliberadamente hacer de México un Weimer continental y de sí mismo un nuevo Goethe. Entiéndase: fundar una tradición. O para ponerlo en otros términos, mientras Ortega y Gasset optó por un destierro (dentro y fuera de España) solitario e individualista por definición –no exento de lucidez y valor–, Reyes en cambio asumió una responsabilidad histórica y colectiva de gran calado que se concretó en un enraizamiento profundo con su floresta de vástagos. Se diría que ambos tuvieron éxito en sus aspiraciones.
Uno de los mayores aportes de los Años de Alemania es precisamente la correspondencia de Uranga con Reyes, presentada y anotada por Adolfo Castañón. Se trata de 34 cartas que corren de enero de 1954 a febrero de 1957. En ellas vemos cómo Reyes, más de 30 años mayor que Uranga, tiene el cuidado de fungir como numen tutelar a la distancia. Las respuestas, de suma eficacia, a las noticias y necesidades del amigo no se hacen esperar: Reyes beca a Uranga y se ocupa de que los pagos salgan a tiempo, le envía todos los libros que pide, intercede por él ante el director del Instituto Francés para América Latina, lo ayuda a repatriar su biblioteca, etc. Sobre todo, le aconseja que no se deje vencer por la nostalgia. “Conozco ese demonio de la nostalgia, y sólo se le combate y expulsa gritándole a cada instante: ‘¡Eres la nostalgia!’ Porque suele disimularse bajo todas las formas y maneras: el color del cielo, el olor del aire, el aspecto de la calle, el saludo de una persona, el tono de voz de la otra, etc. Es un verdadero Proteo. Una vez que uno está en guardia, se logra dominarlo.” (p. 484)
La gratitud y aún la devoción de Uranga por Reyes no parecen tener límites. Así, al nacer su hijo en Alemania, le escribe: “Para usted mi primer gesto de gratitud. Ya no sólo por mí, sino también por mi niño que con su ayuda empieza a vivir”. ¡Cómo contrasta este tono comedido de Uranga con sus piezas polémicas! Por ejemplo, aquel brutal artículo contra Juan José Arreola donde lo considera un artista frustrado (del que Castañón ha podido concluir: “Arreola era una alucinación colectiva”), o aquel ensayo sobre “La idea mexicana de la muerte” donde Uranga sentencia que “la muerte es lo único que el mexicano no deja para mañana”. Como siempre, aún en sus escritos más punzantes no le falta algo de verdad.
Reyes anotará en su Diario el martes 19 de marzo de 1957: “Volvió de Nueva York Octavio Paz; volvió de París Emilio Uranga”. Los jóvenes regresaban del extranjero a tomar el relevo. Es sabido el desencuentro entre Paz y Uranga, documentado por Ángel Gilberto Adame, como también es de todos conocido que a la postre Uranga se hizo acreedor de una “leyenda negra”, bien analizada a su vez por José Manuel Cuéllar, pero cuyas tinieblas empiezan a disiparse, al menos en parte, precisamente por un libro como el que tenemos entre las manos.
III
Emilio Uranga: años de Alemania (1952-1956) es un volumen de 700 páginas, largamente esperado, como ya anunciaba Gabriel Zaid en un artículo reciente, y cuya preparación –me consta– empezó en 2015. Adolfo Castañón, su editor, ha dado una muestra contundente de constancia y lealtad a un proyecto capital de rescate de y para la cultura mexicana. Para esta tarea, el editor y principal animador supo congregar las voluntades de varias instituciones y estudiosos de la filosofía nacional, entre quienes destacan Guillermo Hurtado y José Manuel Cuéllar, éste último a cargo del Diario de Uranga, cuya anotación es encomiable. Juan Villoro contribuyó aportando las cartas de Uranga a su padre, que como Reyes se muestra un amigo eficiente en los hechos. Mención aparte merece también el equipo editorial que trabajó en esta obra, Irma Martínez y Cristina Villa Gawrys, además, por supuesto, de Juan Luis Bonilla, que la dio a la estampa. “Años de Alemania es un libro sobre la amistad”, anuncia Castañón en el prólogo. Diría también que el libro es el fruto de la cultura alfonsina de la amistad, de la que hoy don Adolfo es el faro, ya no solo en México, sino –como lo puede comprobar el viajero– allí donde se hable español. ~
(Ciudad de México, 1993) es escritor, poeta y traductor. Autor de Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español (Academia Mexicana de la Lengua-UNAM, 2021). Profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Aix-Marsella, Francia.