Inspiración humana

A los poetas que tejen versos maravillosos se les atribuye inspiración celestial. Pero la poesía es cosa humana.
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Cuando un poeta teje versos maravillosos, se dice que tuvo inspiración divina. En tales casos, la Iglesia llega a tener concesiones con alguna mujer, pues, como puede leerse en cierta antigua edición de las obras de Santa Teresa: “La Iglesia reserva exclusivamente la enseñanza, hija del entendimiento, para el hombre, al paso que reconoce la devoción, hija del amor y de la voluntad, como peculiar del sexo, al que ella misma caracteriza de devoto. Mas en la teología mística, hija en gran parte del amor y del afecto, ha tolerado algunas veces que escribiesen mujeres de gran santidad, en las que reconocía la inspiración divina”.

Menos mal, porque si hubiesen pensado que Santa Teresa se inspiraba ella misma, no la dejan escribir.

También a San Juan de la Cruz le atribuyeron esta inspiración celestial, pero la poesía es cosa humana.

Jesús el Nazareno, contando con las liras de todos los serafines, declamó un Padrenuestro con versos ordinarios, predecibles, sin poesía. Se trata de un saludo adulador y luego un pliego petitorio. Muchos mortales han cantado con mejor plectro.

Otro nivel tendría el mesías si en Mateo 6, hubiese dicho: “Ustedes, pues, orarán así: No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me duele el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte…”.

La escena de la mujer adúltera, ya con la pluma de Juan, es de lo más bello en cuanto a prosa, pero el buen pastor pudo aprovechar para señalar a escribas y fariseos: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”.

Luego de la última cena, Jesús y sus discípulos pasan a hacer la digestión al Monte de los Olivos. Él les pide que velen y Mateo nos cuenta: “Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”.

Pedro tiene algo de Sancho Panza, por eso pienso que el Hijo del Hombre pudo soltarle el regaño quijotesco:

¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores ni sobresaltan encantamentos! Duermes, digo otra vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento, que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto, contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y abundancia.

Tras escuchar semejante discurso, Pedro Sancho se habría levantado espada en mano y, en vez de cortarle una oreja a Malco, lo habría degollado. Y ante el regaño de Jesús: “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán”. Pedro habría respondido: “Tal podría correr el dado, que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre”.

Ya con el cristo en la cruz, en vez de aquellas palabras injuriosas de alguien que pasaba: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz”, el amoroso Sancho Pedro le hubiese dicho muy sentidamente: “¡Ay!, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más”.

Donde sí le gana Mateo a Cervantes es en la muerte de su protagonista. Mateo, divinamente inspirado, escribe: “Entregó el espíritu”, mientras que Cervantes se siente en necesidad de explicar un poco más de lo necesario: “Dio su espíritu, quiero decir que se murió”.

Eso es el final.

El principio bien lo cuenta Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios”.

Ahora veamos cómo lo dice San Juan de la Cruz:

En el principio moraba
el Verbo, y en Dios vivía,
en quien su felicidad
infinita poseía.
El mismo Verbo Dios era,
que el principio se decía.
Él moraba en el principio,
y principio no tenía.
Él era el mismo principio;
por eso de él carecía.
El Verbo se llama Hijo,
que del principio nacía.
Hale siempre concebido,
y siempre le concebía.
Dale siempre su sustancia,
y siempre se la tenía.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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