Durante el curso 2019-2020, Ánjel María Fernández llevó un diario de su desempeño como profesor de Lengua en un instituto de un pueblo. Lo hizo para llevar de la mejor manera posible un trabajo que a las pocas semanas de empezar ya lo tenía amargado. Lo publica ahora la editorial Pepitas de Calabaza con el título de Había del verbo a ver. En la cubierta aparece la foto de un alumno con la cabeza apoyada en la mano izquierda, aparentemente inmerso en la lectura de unos papeles. Digo aparentemente porque he leído en el libro que “un adolescente inteligente o bien realiza la tarea o bien calla, disimula sin protestar y hace ver que está realizando la tarea”. El título ya ha anticipado lo que vamos a encontrar dentro, ¿una especie de puesta al día de aquellos libros que recogían los disparates que contestaban en los exámenes los alumnos poco aplicados? Si los estudiantes de tiempos pasados eran más respetuosos y diligentes que los de ahora o si todos los estudiantes de la historia han sido un verdadero quebradero de cabeza para sus profesores es una discusión tan ininterrumpida como la historia de la educación. Veamos cuál es la experiencia del profesor Fernández.
Para empezar, en el breve prólogo el autor se da cuenta de algo escalofriante: que cuanto más desgraciado sea en su trabajo, mejor le saldrá el libro. Le sale muy divertido: el curso es un caos. La asignatura que imparte, que arriba he resumido en Lengua, se llama en realidad Ámbito Sociolingüístico y comprende Lengua Española más Geografía e Historia, que por lo visto van juntas en el plan de estudios, y es además el responsable de una optativa llamada Taller de Creación. Quizá las sucesivas nomenclaturas, que cada vez emborronan más las asignaturas tradicionales, tengan que ver con el fracaso de los sucesivos planes de estudios. Algunos de sus alumnos pertenecen al grupo PROA, que no es precisamente una escuela de vanguardia artística sino la clase especial de los estudiantes más problemáticos. Son las siglas del Plan de Refuerzo, Orientación y Apoyo. Que los alumnos sean pocos no garantiza que las clases sean más fáciles de gobernar. Y a menudo lo que puede hacer más llevadera una semana es que alguno de los alumnos más conflictivos se haya portado tan mal que lo hayan expulsado y esté una semana sin aparecer.
Fernández consigna en su diario las escenas que vertebran el día en el instituto, pero también sus intentos por no dejarse arrastrar por la desesperación. Ya en la primera página cuenta que el domingo, antes de volver a clase, mantiene discusiones imaginarias con los alumnos. Es la manera que tiene una persona estresada de resolver sus congojas. De ahí en adelante es todo bastante desazonador. Los alumnos no hacen caso, se muestran hostiles con los profesores, les insultan, no dejan de hablar durante toda la clase, juegan a encestar papeles en la papelera, hacen preguntas absurdas, se quejan por cualquier cosa, cometen faltas de ortografía inconcebibles, no entienden lo que leen, se quedan dormidos. A menudo es la ironía el arma con la que el profesor se enfrenta a estas adversas condiciones para dar clase. Enseñar algo es casi lo primero a lo que renuncia. Se trata de llegar al final del día manteniéndose en sus cabales.
El panorama es penoso, pero el libro resulta muy gracioso. Hace reír muchísimo la lectura de esta colección de descalabros, gracias a la ironía de su autor, que aparece ante nosotros con el aire de un antihéroe, aunque el relato nunca parece forzado en busca de un efecto. Las cosas son así. A veces la ironía se da en la recapitulación de los episodios en el recreo o durante las clases; otras veces en las conversaciones que transcribe, con los estudiantes o con sus compañeros profesores. Tiene un gran mérito hacer reír con el relato directo del fiasco en que consiste la educación pública en España, y también lo tiene no caer ni el sentimentalismo ni en el sermón pedagógico. Cuando el profesor se siente conmovido por las exageradas reacciones de los adolescentes no duda en decirlo, y es también explícitamente consciente de que la desestructuración en la que viven muchos de los chicos está detrás de sus malos comportamientos, pero no se lanza a imponer sus conclusiones. Ver es ya una forma de denunciar. La crítica al sistema educativo que abruma al ya agobiado profesorado con tareas burocráticas en cuya utilidad nadie confía, o que manda ordenadores (“el puto Chromebook”) que solo sirven para distraer a los estudiantes y desde luego nunca para que aprendan más, está también diseminada por el texto, se entrevé en la narración seca de una ajetreada mañana trufada de expulsiones, respuestas chulescas y desaires.
Había del verbo a ver resulta muy generoso en la exposición cruda del día a día en un instituto. Nos permite asomarnos a una cotidianidad que a menudo se emborrona con delirios bienintencionados o que directamente se ignora. Nos deja saber qué pasa en las aulas y qué pasa por la cabeza de un profesor, sin disfraces. Si el profesor se enfurece por la actitud de alguno de los alumnos, lo cuenta, y cuenta también el estado de desasosiego en que lo sume la volubilidad de sus estados de ánimo, su incapacidad de responder con templanza a las provocaciones de los chicos, sus esfuerzos por sobreponerse a lo que considera sus debilidades. Es muy interesante que a lo largo del libro Fernández vaya dándole vueltas a una teoría que intuye casi al principio, la de que vivimos metidos en una especie de cauce emocional de picos y valles que es el que determina el tono de las situaciones que vivimos y que las contiene o las hace estallar. No en vano el libro se abre con una cita del neuroendocrinólogo Robert Sapolsky, estudioso de la agresividad y el estrés. Como el curso del que se ocupa coincidió con el confinamiento, el informe es doblemente interesante.
Había del verbo a ver destaca también por su limpio enfoque. El narrador puede resultar a veces agresivo, y precisamente en su reconocimiento como enemigos, y aunque defiende su posición, se coloca como un igual con sus alumnos, que como él tienen que vivir en un sistema que es un disparate, cada cual desde su lado, defendiéndose cada cual con las armas que le han tocado en suerte. Es decir, que no se vuelca en el molde del profesor soñado, ni dice lo que debería ser un profesor, sino que cuenta quién es este profesor.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).