¿Puede una planta resultar simpática? A mí me lo parece un geranio que tengo hace tiempo, desde que asistí a la última función de una obra de teatro cuyo atrezzo o decoración entera consistía en decenas de pequeños tiestos de plástico con pequeños geranios creciendo dentro, distribuidos sobre el escenario en retícula igual que se plantan los olivos. Como era el último día, al acabar repartieron los tiestos entre el público, y contra todo pronóstico el que yo me había llevado llegó a casa más o menos sano y salvo, y eso que en el camino nos detuvimos en algún bar que otro y no se sabía muy bien dónde irlo apoyando. Así que esa planta tuvo que resistir algunas inclemencias y desarrollar cierta fortaleza desde joven. Abro los Cantes flamencos de Machado padre en busca de una filiación floral de las inclemencias y los geranios, pero los primeros versos donde he puesto los ojos me llevan ya a otro mundo más desgarrado: “Si mi mare no me casa / Para er domingo que biene / Le pego fuego á la casa / Con toíto lo que tiene”. Bueno. Felicidad para ese matrimonio. En otra página encuentro: “Si oyes doblá las campanas / No preguntes quién ha muerto, / Qu’á ti te lo ha e desí / Tu propio remordimiento”. La recopilación de los cantes es de 1881, lo que quiere decir que los que cantaban aquello citaban a John Donne antes de que lo hiciera Hemingway, y es más, que Hemingway pudo copiar a un flamenco, pero que desde luego ese flamenco no copió a Hemingway. [John Donne escribió en el siglo XVII: “Ningún hombre es una isla; cada cual es una parte del continente {…} La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad. Por tanto, no preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Hemingway publicó en 1940 su novela Por quién doblan las campanas, ambientada en la Guerra Civil.] Allí donde Donne encuentra una fraternidad en la desgracia compartida, el cante que hemos visto aprovecha para insinuar una aviesa acusación, pero bueno otra vez.
Volviendo a mi geranio y a los Machado, la cosa es que mi flor a veces haría recordar el poema del olmo seco de Antonio, porque también ha demostrado una capacidad regenerativa y un espíritu de supervivencia dignos de glosa. Tardé mucho en trasplantarlo y se iba quedando escuchimizado en el triste tiesto de plástico. Casi diría que empezó a comerse la tierra, pues cada vez parecía quedar menos. Por fin lo cambié a un tiesto más grande y de barro, pero entonces el geranio empezó a vencerse por el peso, aunque apenas debía alcanzar unos gramos. Clavé en la tierra un palillo chino y le até el tallo con unos alambres, y la planta pareció encontrarse mejor y se puso a crecer hacia arriba. Pero no daba flores. En realidad el principal problema es que mi casa está orientada al noroeste y apenas recibe la luz directa que tan bien le hubiera venido al geranio. Pero ahí seguía, dando su curioso olor que cuando yo era pequeña me repelía y ahora me encanta. No sé decir a qué se parece: describir el olor de un geranio exige tanta destreza como dibujar una mano.
Los Machado, Hemingway, John Donne −y todos sus hermanos escritores− acudieron en inopinada ayuda, pues la progresiva acumulación de libros, fueran recopilación de coplillas flamencas, antología de poetas centroeamericanos o ensayo ruso sobre los cuentos de hadas, me obligó a comprar una estantería nueva. La elegí de media altura y la tabla más alta la reservé para colocar ahí el geranio y otra maceta que tengo con una zamioculca, que es una bestia de enorme resistencia. Allí arriba llegaba un rayo de sol, durante unos diez minutos cada mañana, más tiempo y más intenso si los vecinos de enfrente abrían el balcón de modo que su cristal funcionase como espejo. Desde que está encaramado a la estantería, el geranio ha ido creciendo de un modo que me hace reír, por lo simpático. Ha girado todas las hojas y se abalanza hacia la ventana y el tallo del que ahora nacen las flores se ha estirado como el cuello de una jirafa curiosa en unos dibujos animados. Es como si se asomase a ver el sol y quisiera mirar por la ventana, pasando por delante de la otra planta, que crece hacia arriba con aire ausente. La flor es como una cabeza curiosa y su contorsionismo es la mayor de sus gracias, y me hace pensar también en lo que me contó mi amigo A sobre su hija pequeña, que antes de saber hablar, cuando la llevaba por la calle en brazos y se encontraban a un amigo y los dos adultos se tiraban un rato hablando, ella al cabo metía la cabeza en medio y se quedaba mirando muy fijamente a su padre −¡eh, que estoy aquí!−, a muy poca distancia, muy seria e interponiéndose entre los pobrecitos habladores, que por supuesto también se echaban a reír. El geranio solo tiene un tallo que dé flor, esta mañana cinco abiertas y tres en capullo, y su manera de acercarse a la fuente de luz me hace pensar que me está gastando una broma, con su aire de mamífero joven que exagera un gesto que ha comprobado que cae en gracia, así que me digo que la verdadera pregunta es si la simpatía que nos despiertan algunas plantas puede ser recíproca.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).