Puedes leer aquĂ otros relatos del Festival Benengeli 2022.
Mi abuelo matĂł al Ășltimo tigre.
Al menos eso creĂ haberle entendido a Kullu. EstĂĄbamos caminando en un barrio de BerlĂn que no parecĂa BerlĂn, llamado Grunewald, con un bosque inmenso y sobrepoblado de zorros y mapaches y jabalĂes; con mansiones antiguas y tambiĂ©n mansiones nuevas; con riachuelos y lagos donde los berlineses, continuando una tradiciĂłn alemana del final del siglo XIX conocida como freikörperkultur (cultura del cuerpo libre), nadan y se asolean desnudos.
Jalambaba, me dijo Kullu. AsĂ se llamaba mi abuelo. MuriĂł antes de que yo naciera.
Mal estacionado en la calle, frente a una taberna de cerveza, brillaba un Ferrari amarillo yema.
De niño, dijo Kullu, mi abuela me solĂa contar que una noche, a finales del 64, Jalambaba se escondiĂł dentro de su establo en las afueras de Mukpat, nuestra aldea, a pocos kilĂłmetros de las cuevas budistas de Ajanta. A travĂ©s de un agujero en la pared, Jalambaba podĂa ver la silueta de su vaca muerta sobre la hierba. Y ahĂ dentro se puso a esperar, paciente, con una escopeta de un cañón en las manos, a que volviera el depredador que esa tarde la habĂa matado. Jalambaba sabĂa, dijo, que un depredador siempre vuelve a su presa.
Nos detuvimos ante la estaciĂłn de tren de Grunewald. En la entrada habĂa una pequeña cafeterĂa con cuatro mesas sobre la banqueta. Le dije a Kullu que nos sentĂĄramos unos minutos, que lo invitaba a un cafĂ© antes de subir a la plataforma.
Me encantarĂa, Eduardo, dijo con esa su manera de hablar siempre suave y medida, como si no tuviera ninguna prisa por llegar al final de las palabras.
Yo entrĂ© y me acerquĂ© a una señora alta y corpulenta que estaba detrĂĄs del mostrador. En inglĂ©s, alzando dos dedos, le pedĂ dos cafĂ©s, y mientras ella los preparaba descubrĂ que, sobre una larga estanterĂa colgada en la pared, habĂa una serie de muñecas antiguas, sentadas en fila. QuizĂĄs treinta o cuarenta muñecas, una a la par de la otra, todas viejas y sucias y muy dañadas. A mĂĄs de alguna le faltaba una pierna o un brazo. Otras habĂan sido remendadas con hilo o con cinta adhesiva. Una estaba decapitada, y la cabeza de lana roja y deshilachada yacĂa a su lado.
âą
Todos le dicen Kullu porque su nombre es interminable. Kulbhushansingh Suryawanshi. El leĂłn que honra a su familia, en idioma maratĂ, me dijo el dĂa que nos conocimos en BerlĂn. Ambos estĂĄbamos ahĂ con una beca del Wissenschaftskolleg para pasar una temporada larga entre los bosques y los lagos de Grunewald. VivĂamos en el mismo edificio: una mansiĂłn restaurada y rehecha en apartamentos llamada Villa Walther (su dueño original, el arquitecto Wilhelm Walther, en ruina econĂłmica tras construir tan aparatoso palacio en 1917, se ahorcĂł adentro de la torre). Kullu y su familia nos invitaban a su apartamento para comer un tĂpico desayuno hindĂș de poha, sabudana y chapati; nosotros los invitĂĄbamos al nuestro para comer un tĂpico desayuno guatemalteco de frijoles, huevos rancheros y tortillas. Su hija y mi hijo recibĂan juntos su clase de alemĂĄn, jugaban juntos en el ostentoso jardĂn un juego de tiroteos y explosiones y bombas; pero bombas de felicidad, insistĂa mi hijo, bombas de alegrĂa.
Uno de los cientĂficos mĂĄs reconocidos en su campo, Kullu llevaba casi quince años âtoda su vida acadĂ©micaâ trabajando para la protecciĂłn y conservaciĂłn de los leopardos de las nieves. EscuchĂĄndolo hablarme de las semanas o los meses que pasaba en las regiones mĂĄs inhĂłspitas de la India y Mongolia y Nepal y KirguistĂĄn, hablarme de la absoluta y prolongada soledad y de los tantos peligros (varios de sus colegas habĂan muerto de hipotermia en las montañas), yo solo podĂa pensar en el cuento de Jorge Luis Borges sobre un sacerdote azteca, quien, encerrado por sus captores españoles en una cĂĄrcel de piedra, se pasa los dĂas mirando y estudiando las rosetas en el pelaje de un jaguar encerrado en la celda vecina. Hasta que una noche, al despertarse tras un sueño afiebrado, el sacerdote azteca cree ver en el pelaje del jaguar una escritura divina. Una sentencia mĂĄgica de catorce palabras casuales, escribe Borges, que con solo pronunciarse harĂa desaparecer la cĂĄrcel de piedra y lanzarĂa al jaguar sobre sus captores. Pero el sacerdote azteca, al final, decide no pronunciar las catorce palabras.
âą
Pasada medianoche se abrieron las nubes y mi abuelo logró ver a un enorme tigre comiéndose el cadåver de la vaca.
Kullu hizo una pausa y yo aprovechĂ© esa pausa para beberme el Ășltimo y ya frĂo sorbo de cafĂ©.
Muy despacio, continuĂł Kullu, para no espantar al tigre, mi abuelo alzĂł la escopeta. SacĂł la punta del cañón por el agujero en la pared y apretĂł el gatillo. Todos oyeron el disparo. De inmediato empezaron a congregarse cerca del templo Hanuman, en el centro de la aldea. QuerĂan saber si el tigre estaba muerto. Pero nadie se atrevĂa a acercarse al establo donde Jalambaba habĂa pasado la noche, solito, esperando a que este volviera.
En la mesa vecina habĂa una pareja de chicas adolescentes: tatuadas y rapadas y acariciĂĄndose las manos mientras compartĂan un cigarrillo ilĂcito, escondido debajo de la mesa.
De niño, dijo, yo siempre le pedĂa a mi abuela que me contara ese cuento antes de dormirme. Jalambaba era mi hĂ©roe. Jalambaba, para mĂ, era el hombre mĂĄs fuerte y valiente.
Kullu intentĂł tomar un trago de cafĂ©, pero su taza estaba vacĂa.
DespuĂ©s de esa noche, dijo, nadie volviĂł a ver a un tigre en los bosques alrededor de la aldea. Mi abuelo, fui comprendiendo con los años, habĂa matado al Ășltimo tigre de las cuevas de Ajanta. Y entonces dejĂ© de pedirle a mi abuela que me contara el cuento de Jalambaba. Y tambiĂ©n dejĂ© de contĂĄrselos a mis amigos en la escuela.
Kullu se puso de pie y, sin preguntarme, dijo que subiéramos ya a la plataforma.
âą
Gleis 17.
Eso decĂa el rĂłtulo colgado en alto en la estaciĂłn de tren de Grunewald, en letras negras y gordas sobre fondo blanco.
Es por aquĂ, me dijo Kullu, señalando las gradas a la derecha del rĂłtulo.
Yo habĂa estado en esa estaciĂłn muchas veces, ya sea tomando trenes hacia el centro de la ciudad, o atravesando la estaciĂłn misma para llegar âen el otro extremoâ a los bosques y senderos de Grunewald. Apenas me habĂa fijado en el rĂłtulo. JamĂĄs habĂa cuestionado quĂ© significaba eso de Gleis 17. Pero Kullu sĂ sabĂa quĂ© significaba, y tambiĂ©n cĂłmo llegar. Llevaba semanas insistiendo en mostrarme, sin decir mĂĄs, sin explicarme por quĂ©.
Subimos las gradas y salimos a una plataforma larga, al aire libre. Estaba vacĂa. Enfrente de nosotros, del otro lado de los rieles, habĂa otra plataforma igual de larga y estrecha. Un padre estaba parado ahĂ en la oscuridad, hablĂĄndole a su hijo en lenguaje de señas.
Kullu guardĂł silencio. Supuse que querĂa que yo mismo descubriera poco a poco el lugar. Al inicio no vi nada. Pero de pronto notĂ© que todo el suelo bajo mis pies estaba compuesto por una sucesiĂłn de enormes y extrañas placas de acero fundido, cada una de quizĂĄs tres metros de ancho por metro y medio de largo, y cada una perforada por hileras de agujeros. AlcĂ© un poco mĂĄs la mirada y advertĂ que arriba, en la parte superior de la placa sobre la cual estaba parado, habĂa algo escrito en relieve, en cifras y letras mayĂșsculas ya algo oxidadas. Me arrodillĂ© sobre el acero para lograr leerlo de cerca: 14.10.1943 / 78 Juden / Auschwitz. Luego caminĂ© a otra placa, me arrodillĂ© y leĂ: 10.01.1944 / 352 Juden / Theresienstadt. Luego a una tercera: 03.10.1942 / 1021 Juden / Theresienstadt.
Son 186 placas en total, en ambos lados, dijo Kullu señalando la plataforma delante de nosotros. Conmemoran cada uno de los 186 trenes que, desde octubre del 41, transportaron a judĂos de aquĂ hacia distintos campos de concentraciĂłn.
SeguĂ caminando mientras leĂa el relieve de cada placa en voz alta, como si leerlo en voz alta le devolviese vida a una cosa tan muerta, hasta que lleguĂ© a una placa en la mitad de la plataforma: 08.12.1944 / 15 Juden / Sachsenhausen.
Sachsenhausen, volvĂ a susurrar en la penumbra.
ÂżHabrĂĄ pasado por aquĂ tu abuelo polaco, Eduardo, en su camino a Sachsenhausen?, me preguntĂł Kullu con su tono dĂłcil y reverente.
Pero no pude responderle. No pude decir nada. Solo me quedĂ© mirando al niño parado en la oscuridad, del otro lado de los rieles. No emitĂa ruido alguno. No hacĂa señas de vuelta. Solo respiraba blanco en la noche ya negra mientras miraba las manos de su padre. Lo Ășnico que parecĂa importarle en ese momento eran las manos de su padre.
(Ciudad de Guatemala, 1971) es escritor. En 2018 recibiĂł el Premio Nacional de Literatura de Guatemala. Libros del Asteroide acaba de publicar su libro Un hijo cualquiera