En La memoria donde ardía (Páginas de Espuma) la escritora y editora mexicana Socorro Venegas reúne diecinueve relatos que giran en torno a la pérdida, la familia, la maternidad y la supervivencia, y que combinan lo lírico y lo perturbador.
¿Cómo estructura el libro?
Los cuentos no están escritos en el mismo periodo. Quise buscar un hilo conductor que diera coherencia al conjunto. Me di cuenta de que muchas de mis historias giraban alrededor de la sobrevivencia. Siempre me ha interesado narrar no desde la herida abierta sino a partir del tejido cicatrizado. Entonces, ya puedes contar y lo que cuentas puede ser legible, tiene sentido. Desde el dolor hay un grito pero eso todavía no es literatura. Pensé que eso podía ser un eje importante. Me interesan los sobrevivientes porque yo misma lo soy. Hay cosas de mi biografía en el libro, en alguna de las historias.
El primer cuento, “Pertenencias”, es la historia de una mujer que ha perdido al marido y delega la responsabilidad de tomar decisiones sobre todo lo que se vuelve una vida propia, lo que ha quedado de una vida en común. Por supuesto, es una fantasía. Hace poco Jorge Volpi me preguntaba si eso era posible, si se podía intercambiar tu vida con la de otra persona, si podías cambiar todas tus pertenencias. Hasta donde yo sé no, pero me seducía la idea.
La pérdida, la viudedad y el duelo son temas del libro.
Y la memoria. La memoria de los objetos. Me gusta el título “Pertenencias” porque no es solo lo que te pertenece sino también como tú perteneces a las cosas. Cuando ella dice: era bueno alejarme de mis pertenencias. Pero la historia se cierra y hay una posibilidad de lectura circular. La historia que cierra el libro se refiere una memoria hacia el futuro. Ya están los personajes en otro lugar. Me parece que transmite el espíritu que tiene el soneto de Quevedo del que proviene el título. Es un poema muy desafiante: la muerte no puede nada. Eso me gustaba. Los que sobreviven no encuentran otra alternativa más que seguir adelante y eso es desafiar a la vida, mirarla a los ojos. Pienso en situaciones límite que salen en el libro, como la del hospital o la escuela, con los ciegos que invaden la escuela y los otros que planean una venganza.
Varios cuentos giran en torno a la maternidad, con una visión más bien desasosegante.
Tiene que ver con otro duelo: qué significa para las mujeres convertirse en madres porque hay algo allí en el camino, en la gestación, que queda inacabado. Eso es ellas mismas. La gestación de la criatura va bien. Pero algo en ellas se detiene, queda trunco, hay algo que nunca empieza a decantarse. Edmundo Paz Soldán dice que son mis malas madres. Vivimos en una sociedad que está lista para desterrar a cualquier mujer que dude sobre la bondad intrínseca de la maternidad y eso me interesaba cuestionarlo. No estoy buscando hacer un discurso político. Pero sí plantear una reflexión literaria: ¿qué pasa si nace y no logro amarle o conectar con él, como se pregunta uno de los personajes? Hay un problema de identidad. El niño nace, la mujer queda convertida en una especie de hueco. Es como ella se convirtiera en ese vacío que queda fuera. Ese espacio. No hay tiempo ni paciencia para que una mujer procese todo eso. Le llaman depresión posparto, como si fuera una enfermedad, cuando es un desorden del alma. La medican porque tiene que hacer lo que se supone que está bien, lo que todo el mundo espera que haga. Nos falta mucha honestidad con respecto a la anomalía y la catástrofe que puede ser la maternidad. Por eso es tan terrible que a las niñas que son violadas las obliguen a ser madres en países donde no está legalizado el aborto. Si a una mujer adulta le causa todo eso…
Además de ese asunto, central en “El hueco”, en otro relato hay una madre cuya leche es una especie de veneno para el hijo.
La imposibilidad de decirle hijo al hijo, no lo acepta.
La infancia también es un punto de vista importante en el libro. Por ejemplo en “El coloso”, que tiene un eco en “La muerte más blanca”.
Trato ahí otro tema que me parece muy atractivo: el mundo de los alcohólicos. Generalmente uno se tapa la nariz para no estar cerca de alguien que está en la calle, perdido. Es algo que evitamos mirar y eso es precisamente lo que más me interesa. Quería contar lo que le ocurre a esta niña obligada por su madre a buscar al padre. Para la madre es mucho más importante tener al hombre de regreso en la casa que tener a la niña segura.
Ninguna de las madres del libro pone a su niño en peligro, excepto en esta historia. La empuja a los riesgos de la calle y no le importa lo que le pueda pasar. Ella, como los niños son siempre inteligentes, lo sabe. Va tomando decisiones. Quiere comprender qué le pasa a su padre, por qué está enganchado. Y después decide probarlo, cuando al fin lo encuentra, en un momento en el que parecería que se trastocan los papeles, donde ella podría cuidar de él, porque él es mucho más vulnerable. Durmiendo en la calle, con todo lo que significa. Ella lo encuentra y decide que se quiere quedar ahí con él. Ha pasado por un proceso complicadísimo donde parece que ha comprendido a su padre. Y elige la vida en la calle con su padre. Esos seres que están en la orilla del mundo, solos, perdidos, sobrevivientes de sí mismos, son los que a mí más me interesan.
En general son cuentos muy breves. “Los aposentos del aire”, que transcurre en un hospital para niños, es la pieza más extensa.
Es un cuento que me encargaron hace algún tiempo. Se publicó en una antología sobre amor y erotismo en Tusquets en México. Uno no siempre escribe lo que quiere escribir, sale lo que tiene que salir. Me pasó con ese cuento.
Yo tuve un hermano que murió de leucemia y la vida en el hospital era algo que me movía mucho. Quería contarlo desde el punto de vista de los niños. Lo que me importa es qué hacen estos niños, que los obsesiona, qué los empuja a hacer lo que hacen. Tenía muy clara la necesidad de escribir sobre esa historia, la vida en el hospital, cómo tienen que hacer sus alianzas, sus estrategias para sobrevivir porque están solos. Sobre todo pensaba en la época en que mi hermano estaba hospitalizado. Faltaban muchos protocolos que ahora están. Se entendía que los médicos no debían involucrarse personalmente con los pacientes. En esas comunicaciones creo que había mucha crueldad. La manera en que comunicaron a mi madre que mi hermano murió era atroz. Así que los niños creaban un ambiente para estar menos solos. Cuando mi hermano murió él tenía 9 años y yo 11. Cuando llegaba a casa no teníamos largas conversaciones sobre su vida en el hospital. Me sorprende ahora cosas que sabía.
El niño del cuento escribe cartas a su hermana.
No teníamos esa dinámica para nada. Pero había pequeñas frases que se decían y de nuevo ahí está el juego de la memoria. Más una memoria emotiva, sensible, que intelectual. Cuando volvía a casa mi hermano era un desconocido, era un niño que usaba pijama. Mi otro hermano, Ricardo, y yo nos dormíamos como estábamos, mi hermano tenía una vida como de adulto que viviera solo. Maduró muy rápido, se comportaba como un adulto muchas veces, asumía responsabilidad por su propia salud, tenía mucho cuidado con la higiene. Es, de nuevo, esta memoria sensible con la que yo fui construyendo ese cuento. Sabía que tenía una amiga a la que quería que es la amiga de esa historia. Como los demás, buscaba tener muchísimo cuidado para no caer en el melodrama. Por eso quizá son breves las historias. Busco quedarme con lo esencial. Conecto más con la manera de trabajar de los poetas que con la de los narradores. En mi proceso de escritura reescribo poco, más bien voy podando, necesito historias con una atmósfera intensa y esa intensidad la logro con pasos más acotados. Ese cuento es el más extenso pero es el que me exigió más trabajo también. Ellos tienen una conciencia de “somos los niños que van a morir”, porque lo saben, han visto otros que han muerto. Es una época en la que se sabía menos y la gente tenía una esperanza de vida mucho menor con cáncer.
Otro cuento con un ambiente cerrado es el de “Como flores”, con una especie de guerra entre los niños que viven siempre allí y los niños ciegos que llegan.
Me parece atractiva la idea de los niños que pueden perfectamente organizarse y montar una venganza. No tenemos más que mirar hacia nuestra propia infancia para ver todo lo que sabíamos que pensaban que no sabíamos, todo lo que entendíamos que pensaban que no entendíamos. Y eso me interesa mucho descubrirlo. Ese mundo infinitamente complejo y rico de los niños. Trabajé en Fondo de Cultura como editora para libros de jóvenes y niños y vi muchos manuscritos que subestimaban la capacidad intelectual de esos lectores. Por otro lado he disfrutado mucho al leer a autores que saben que esos lectores pueden tener una comunicación clara, directa, con los textos que los respetan. Esa fue mi aproximación al mundo de la infancia: siento que lo entiendo, me siento muy cómoda con historias que no son para niños.
Muchos finales parecen ir hacia una especie de epifanía, pero cierran con un cambio brusco o un esbozo. Por ejemplo, “El aire de las mariposas”.
No me interesa para nada hacer el típico final de cuento sorpresivo que te insinúe la historia que estaba enterrada allí. Me gusta mucho cerrar incluso más con atmósferas. De nuevo quizá porque mi primer impulso al escribir fue escribir poesía. Me gusta que al llegar al final el lector siente que se desliza en algo que no entiende muy bien y que lo deja en un lugar muy distinto de donde pensó que podía llegar, un lugar que puede ser terrible pero también verdadero y puede ser hermoso.
Pensaba en lo que dice de la poesía y en algunas frases del libro. Por ejemplo, escribe: “Estaremos hechos más de lo que olvidamos que de aquello que recordamos”.
Eso atraviesa todo el libro. La idea de trabajar con la cicatriz, con lo que ya ha pasado. En su decálogo, Quiroga decía: “No escribas desde la emoción, déjala pasar y luego evócala”. Eso está como método muy presente en muchos de los cuentos. Pero también hay una reconstrucción. Y en otro cuento lo digo: Hay un momento en que elegimos cómo mirar atrás. Cómo vuelvo a armar el mundo, cómo lo quiero contar. Y ese es un superpoder que tenemos todos. A lo mejor construimos el pasado que nos gusta o queremos o nos hace sentir más cómodos o nos permite sobrevivir.
Aunque uno de los temas es los problemas de la maternidad hay bastantes relatos contados desde un punto de vista masculino.
En general lo que pasa con los personajes masculinos en estas historias es que me gusta ir en sentido contrario de lo que nuestra literatura nacional generalmente propone, que son los padres ausentes. Me interesaba hacer muy presente al hombre, tan presente que usurpa el papel de la mujer. Parecería que los hombres asumen un papel, como dicen aquí muy guay, como de sociedad progresista, pero lo que están haciendo al usurpar el lugar de la mujer es una manifestación de poder una vez más, anularla, porque no hay tiempo ni paciencia para que las mujeres asuman esa transformación aparentemente muy normal que es la maternidad. Hace poco una estudiante de la UNAM en una charla que tuvimos sobre estos cuentos me decía que cuando estaba embarazada y estaba esperando gemelos no podía contarle a nadie lo extraña que se sentía. Todo el mundo le decía: se te va a pasar. No podía decirlo porque de inmediato se extendían los focos, causaba alarma. Por supuesto, esas dudas son naturales y las madres tienen derecho a dudar en el noveno mes sobre lo que está a punto de ocurrir.
A veces también proyectamos las nuestras ansiedades y decimos que son de la sociedad. Oigo a gente que dice que el mundo le obliga a ser madre y otros que dicen: me miran mal o me marginan, porque tengo hijos. No sé, igual el mundo no explica todo nuestro malestar ni está tan pendiente de lo que hagamos.
Sí, es cierto. Pero también nos falta mucho por hablar de lo que al menos desde nuestra sociedad –México, América Latina– dicta cómo tiene ser este asunto. Yo soy una mujer que trabaja. Cada vez que yo aparecía en la escuela, porque le tocaban a mi marido las reuniones, aunque las demás mamás supieran quién era me preguntaban: ¿Y tú por quién vienes? Para hacerme sentir la diferencia. Siempre pasó eso. No es solo una falta de solidaridad masculina, es una falta de solidaridad en general.
Normalmente es un punto de vista íntimo, no parece pretender hacer un retrato social. Pero cuestiones como la pobreza aparecen en relatos como “La soledad de los mapas”.
No me interesa mucho en general fijar un contexto geográfico, pero en ese cuento era importante porque se trataba de hacer mapas y censo. En ese lugar, con niños feroces que tienen que sobrevivir. Hoy, además, el problema (más que cuando escribí el cuento), es encontrar comunidades completas sin hombres adultos, porque se fueron con el narcotráfico, los llevó el ejército, murieron en una balacera. Son pueblos donde las mujeres llevan todo el peso. Y tienes niños creciendo sin escuela, sin acceso a servicios. Es atroz. No te alcanza nada para tratar de atender como tú quisieras. Es una realidad desgarradora, es muy difícil pensar en la literatura en esas circunstancias.
Citaba a Quiroga y me preguntaba en qué tradición se colocaría si tuviera que situarse. Los cuentos son físicamente posibles pero la atmósfera no es realista, aunque sean perturbaciones de lo cotidiano.
Emocionalmente me siento muy cerca por ejemplo de Cortázar, pero la apuesta aquí como decías es más realista. Me gustan mucho las construcciones intimistas, profundas, desgarradoras, de Clarice Lispector y cuentistas como la irlandesa Claire Keegan, un trabajo sobre lo cotidiano que no alcanza a volverse anormal, en los míos quizá sí. Y el lenguaje de Marguerite Duras, con esa economía y dureza para contar. Y luego, mucha poesía, Alejandra Pizarnik es una de mis autoras favoritas. Los cuentos que escribo o las novelas son breves, los editores me los tienen que quitar porque si no sigo recortando y los acabaría dejando en nada.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).