Entrevista con Valentín Roma: “La risa ha sido sustituida por la moralina”

El comisario de arte y ex conservador jefe del MACBA habla sobre su nueva novela, Retrato del futbolista adolescente (Periférica), y sobre clases sociales, la nueva censura cultural y el papel del humor en el arte.
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Valentín Roma (Ripollet, 1970) es muy conocido en el mundo artístico. Ha comisariado varias exposiciones de arte contemporáneo en el Museo Picasso, la Fundación Tàpies o el CaixaForum, entre otras instituciones, También fue conservador jefe del MACBA de Barcelona, de donde fue despedido en 2015 por exponer la pieza La bestia y el soberano, de Ines Doujak, en la que aparecía el rey Juan Carlos siendo sodomizado. Un hecho que a día de hoy todavía considera “un despropósito de magnitudes espectaculares”.

Pero Roma también ha transitado en los últimos años por la literatura con las novelas El enfermero de Lenin y la que ahora se publica, Retrato del futbolista adolescente, ambas en Periférica. En esta última pone como excusa su pasado juvenil como futbolista para hacer un retrato del desclasamiento de la sociedad española ya desde los años ochenta. Las dos novelas forman un tríptico social que se concretará, como cuenta en esta entrevista, con una próxima novela que sucederá en nuestro presente.

¿Por qué contar tus años de futbolista juvenil?

Yo no quería hacer un libro sobre fútbol, ni siquiera ajustar las cuentas con un pasado donde el deporte tenía una importancia especial. Quería hacer, como en El enfermero de Lenin y en la próxima novela que publicaré, un tríptico sobre el desclasamiento en España. En esta novela hablo del éxito y de cómo el desviarse de unas expectativas sociales van modulando la biografía de las personas en muchos casos sin plena conciencia de ese alejamiento o esa cercanía. Quería hacer una especie de fábula moral. El fútbol es uno de los macguffin que están ahí.

El asunto del desclasamiento y la lucha de clases tiene poco predicamento en la narrativa actual. Incluso desde miradas progresistas. Y si aparecen, parece que hay héroes.

La lucha de clases como argumento ha desaparecido desde hace muchos años. Y no es extraño que también desaparezca de las formas de narrar más hegemónicas. Y tampoco que aparezca convertida en caricatura, como un chascarrillo moral y un poco edificante. Yo quería salir de esas posibles tentaciones. Quería hacer dos libros donde la cuestión de la clase como pertenencia, reformulación de la vida política e íntima estuviera muy presente. Y no quería hacerlo desde tesituras ejemplarizantes o heroicas. Me parece que narrar la lucha de clases o esos procesos de desclasamiento desde una posición ejemplar o heroica es más funesto que directamente obviar la cuestión de la clase como materia literaria.

De hecho, no es nada heroico. En el protagonista hay mucho resentimiento y mezquindad. Es un protagonista con el que no te sientes cómodo, y choca con ese padre que sí es ese viejo sindicalista de izquierdas de toda la vida.

El desclasado es un sujeto político. Y frente a la idea de progreso podemos leer la historia política de este país en clave de desclasamiento, porque todo el mundo en este país tiene un pasado rural, uno tiene un abuelo que era pastor… y no tiene nada que ver con lo que nos dedicamos.

Pero eso también es progreso.

Sí, sí lo es, pero me gusta la idea de ser conscientes de dónde venimos. El rencor que señalas muy bien es porque hay un derecho al rencor que me parece muy de clase y muy lícito y muy sano. En esa tesitura, para no hacer un héroe que lucha contra los elementos era fundamental que practicara el rencor, que por otra parte es otra de las cosas que más he visto en mi infancia y adolescencia. He visto muchas posiciones rencorosas.

¿Se ha perdido ese rencor? ¿O lo están recuperando los jóvenes actuales por la paralización del ascensor social? ¿O porque son más conscientes de las diferencias sociales?

Yo doy clases en la universidad a chavales en la misma edad que el protagonista y veo también esas confrontaciones entre el centro y las periferias industriales… Es una universidad donde la mayoría de la gente es de estratos socioeconómicos muy parecidos al que yo tenía cuando estudié. Lo que ha cambiado un poco es el valor de la violencia. Es un rencor más higiénico. Aparte de la violencia explícita, lo que más hay es una violencia incorporada. Una violencia que está instalada en la forma de mirar el mundo y que de alguna forma pasa por estar en una serie de tensiones que a veces son un poco destructivas o autodestructivas, pero que también permiten hacer fugas hacia adelante muy contundentes. El rencor se mantiene y el sentido de la violencia puede que se haya hecho más educado, menos salvaje.

¿Tiene esto que ver con que si antes el discurso era el de la lucha de clases ahora se haya traslado al de las identidades?

Puede ser. Pero ya en los años ochenta empieza a dejarse atrás el debate de la lucha de clases. Por eso me parecía importante situar la acción entre el año 1986 y 1992, donde ya es algo trasnochado. Incluso en la misma literatura. Se pasó de leer textos marxistas y trotskistas a leer ficciones. Es el momento de Marguerite Duras, Kundera… La gente empieza a leer ficciones en el metro en contra de esa lectura más ortodoxa y programática. Es posible que hayamos desviado el debate hacia las identidades, pero creo que el proceso arranca hace ya casi cuarenta años. De hecho la tercera parte de este tríptico del desclasamiento lo quiero situar en el presente para hacer un ciclo completo, desde el padre, los ochenta y hasta un poco el presente.

¿Qué significado tiene 1992? Porque es un punto de inflexión en este país…

Sí, no lo había pensado pero está bien lo que dices. El 1 de enero de 1993 queda como la configuración de un país y hay que vivir el resto de los noventa con ese país. En Cataluña tuvimos que vivir con una sensación de que Barcelona era por fin una ciudad europea. Y las sensibilidades sociales y políticas se modularon hacia esas expectativas. Madrid igual. Y Sevilla. La sensación, ficticia a mi modo de ver, de que por fin habíamos salido de la oscuridad. Y hubo que vivir los noventa con esa especie de disfuncionalidad mental y política de que ya no éramos un país tercermundista. Pero teníamos el chasis mientras que la mecánica no tenía nada que ver con eso. El 92 sí podría ser tomado como que ahora había que vivir con la molesta sensación de tener que habitar en un país que raramente se comporta como tú habías previsto. Y efectivamente hay una parte de la discrepancia que consiste en moverse dentro de esa incomodidad, esa sensación de que las cosas no eran como habíamos previsto.

Pero nos quedaba la risa y el humor, como le pasa al protagonista de tu novela. Es esa herramienta que tiene siempre el desclasado o el que se siente un poco fuera de lo que está pasando. Una risa que ahora se pone en duda.

Una de las cosas que nos define a los proletarios es la risa. Es nuestro único patrimonio inalienable. Una risa que tiene que ver con el deseo, con el placer. Yo asocio la risa a una etapa de mi biografía casi política. Reíamos todo el rato y se reían de nosotros. Empiezo a entender que me he hecho un señor mayor cuando dejé de tener la risa como un argumento central, político, relacional. Luego, cuando me puse a trabajar en el mundo del arte, que ha desterrado la risa totalmente…

Desde luego en el arte la risa está bastante proscrita, como hemos visto en episodios recientes, aunque se podría decir que la risa está muy censurada, en general.

Sí, sí. En los museos nunca escucharás una carcajada. En un cine todavía las puedes escuchar o a alguien que está en un parque leyendo un libro. Pero en los museos nunca he oído espontáneamente una risa. Tiene que ver con la sacralización y el trascendentalismo. No puedo comprender cómo se puede vivir una historia sin que por ella pase la carcajada que rompe, cambia la perspectiva que oxigena lo que uno está viviendo, que dispara las expectativas hacia otros lugares, que establece nuevos órdenes al que uno ya se ha formado… No me interesan el heroísmo ni el trascendentalismo y, en ese sentido, la carcajada en los momentos más terribles… Aparte, yo vengo de una familia manchega y los manchegos somos especialistas en…

El chiste en el tanatorio. Que tan bien retrató en su momento Almodóvar.

Justo ese chiste. Los velorios manchegos, ya sabes cómo es eso. Lo que pasa es que Almodóvar lo convirtió en una especie de tropo y para los que hemos estado ahí es de una potencia política todo eso… El muerto está ahí y la gente comiendo o contando cosas… Yo recuerdo las historias que me contaba mi madre… Mi madre era la mejor contadora de historias después de Marguerite Duras. Y eran historias en las que no se podía ignorar el chiste que rompía con todo.

Pero ahora ese chiste no vale.

Lo que creo que es la risa ha sido sustituida por la moralina. Estamos en un momento donde las historias a veces tienden demasiado rápido a su conclusión moralista. El happy end vuelve bajo una forma de cursilería moralista. Las narraciones hegemónicas y dominantes han incorporado con una facilidad pasmosa una moralidad que consiste en el lacito moral. Y en eludir otro tipo de sentimientos más brutos. Yo la risa la asocio a una especie de brutalidad. Y para mí eso es innegociable a la hora de explicar la historia de una clase social o de un país. No comprendo que esa brutalidad, que puede ser una forma de nobleza o de goce, no esté presente.

Esto te pasó en el MACBA de donde en 2015 fuiste despedido como jefe de exposiciones por una escultura que retrataba al rey Juan Carlos siendo sodomizado. ¿Cómo lo ves ahora con la distancia?

Como lo observaba en el momento: como un despropósito de magnitudes espectaculares. Es inaudito que la principal institución de arte contemporáneo de Cataluña viva una desarticulación por una escultura que parodia la monarquía. Sobre todo porque la escultura había estado antes en diferentes espacios museográficos. En cierto modo hablo de esa disfuncionalidad estructural dentro de una interfaz absolutamente funcional. Es inaudito que un museo se gripe porque hay una escultura que es parodia con una instancia de poder. Yo era muy feliz trabajando en el MACBA, y había estado trabajando allí en todos los puestos y tenía muchos amigos personales, y fue un drama. Pero estoy ahora en La Virreina, que tiene otra escala, pero para mí está muy bien.

¿Pero no estamos ante una nueva censura cultural?

Un poco sí, está claro. Estamos ante una situación en la que los marcos morales, políticos y para lo pensable son cada vez más estrechos. O como mínimo son muros cada vez más altos. Y no es fácil revisarlos ni ordenarlos.

Por cierto, hay quien dice que los museos se han convertido en lugares de entretenimiento para turistas.

Yo creo que hay muchos tipos de museos. Es como si dijéramos, la literatura se ha banalizado porque existe, con todo el cariño, Ken Follett. Ese es un argumento que utilizan algunos opinadores mainstream que no tiene fundamento. La literatura no está en crisis porque haya un bestseller. Y el arte tampoco está en crisis porque haya museos-espectáculo o artistas-espectáculo. Creo que hay una gran variedad de museos que cumplen expectativas muy diferentes. Sí que es verdad que hay una cierta forma de consumo acrítico que puede estar imperando en estos momentos, pero también hay usos culturales que no parten de esos paradigmas.

¿La literatura le sirve para reflexionar sobre todo esto? En esta novela hay una escena en la que se pone sobre la mesa ese debate sobre cómo mira el arte un proletario y cómo lo mira un burgués. Ahora también los museos se han abierto a mucha gente. Ya no son solo para una elite.

Yo quería hacer una parodia contra una forma de narrar el arte absolutamente idealizada y romántica sobre que el arte es un reducto de pureza y solo las mentes puras lo pueda disfrutar… que por otra parte en el fondo es el discurso de algunos que se quejan de la muerte del arte desde posiciones mainstream. Esas quejas de la muerte del arte por la banalidad en el fondo son reivindicaciones hechas desde las elites críticas, y son reclamaciones de regresar a los códigos de regulación del gusto. La separación entre el gusto aristocrático y el gusto proletario. Yo creo que el arte es un lenguaje superespecífico. La idea de que tú vas a ver una exposición sin saber nada de los artistas, contextos y que de repente comprendes todo y te ilumina y te cambia la vida… Bueno, nada nos cambia la vida tan inmediatamente. Por suerte, porque si no habría un grado de ingenuidad sobre ese grado de cambiar la vida desde perímetros externos que nos asustaría un poco. El arte es una cosa que a veces entiendes un poco más, a veces un poco menos… Lo veo como un lenguaje, una gramática, unas ideas en las que vas entrando y saliendo, y a veces no acabo de comprender por qué esa necesidad de definición del nivel de comprensión que uno tiene cuando está ante una exposición. No sé de dónde sale esa idea de cuánto hemos entendido el arte y cuánto no. Nadie sale de una película preguntándose si ha entendido todas las escenas.

¿No puede ser por un cierto elitismo del arte? Al cine va todo el mundo, música escucha todo el mundo y leer lee mucha gente libros de todo tipo, pero el arte siempre ha sido algo menos accesible y quizá por eso se le da ese marchamo de lo ininteligible que siempre parece como algo más elevado.

Pero si lo llevamos a otros ámbitos pasaría igual. Sabemos que existe Cahiers du cinema, pero luego también vamos a ver Batman. Incluso en uno mismo se pueden dar las dos pulsiones, ir a ver la última peli de Godard y la primera de Spiderman. Y no nos causa ningún tipo de crisis. Y no cuantificamos. Pero frente al arte hay una especie de hipocresía instalada en la interpretación que pasa por definir qué entendimos, qué no entendimos, qué es verdadero, qué es mainstream, qué no… Es un experiencia neurótica. Yo en las clases aconsejo desneurotizar, salir de las preguntas identitarias, que en cualquier otro ámbito ya hemos rechazado. Ya no preguntamos si es hombre, es mujer, es de izquierdas, es de derechas, es pobre, es rico. Sin embargo, la interpretación en el arte está en un limbo social y psicopolítico que no entiendo. No entiendo por qué no se va un poco más políticamente tranquilo a los museos.

Por cierto, ¿sigues viendo fútbol?

No. Me gustaba verlo como una experiencia social, con amigos y amigas, pero ellos ahora están en otras cosas…

Me decía el filósofo Simon Critchley que el fútbol todavía conserva ese idealismo del juego en colectividad, en equipo, pese a todos los millones, las televisiones, los individualismos, etc. ¿Crees que es así?

Yo creo que el fútbol sigue siendo exactamente igual. La interfaz pública, social y mediática del fútbol, incluso la estética, ha cambiado radicalmente, pero hay un mínimo común divisor que es invariable y que es la jugada. Roberto Perfumo, el gran defensa argentino, decía que era hincha de la jugada, y eso define muy bien… La jugada es la mínima expresión y ahí no ha pasado el tiempo: sigue siendo el balón y unas piernas.

Siguen siendo once contra once.

Sobre todo once niños contra once niños. La juventud es muy importante para entender el fútbol y el deporte en general. Son cuerpos jóvenes y cabezas jóvenes las que están jugando, pero que tienen que tomar decisiones muy trascendentales. En ese sentido no ha cambiado nada.

Tú lo dejaste sin ningún dramatismo.

Sí, ya está. Yo quería hacer otras cosas.

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es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.


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