Lydia Davis (Northampton, Massachusetts, 1947) es una de las escritoras más innovadoras de la literatura estadounidense contemporánea (entre otros premios, obtuvo el Man Booker Prize en 2013), y posee un estilo de elegante originalidad. Es autora de una novela (El final de la historia, Alpha Decay, 2014) y de siete libros de relatos, el más reciente Ni puedo ni quiero (Eterna Cadencia, 2015). Ha traducido al inglés a Marcel Proust, Gustave Flaubert, Maurice Blanchot y Michel Foucault. Buena parte de su obra consiste en relatos breves, algunas veces realmente breves, de un párrafo o incluso de una oración, que Dave Eggers ha llamado “brillantes actos de origami filosófico”.
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Su estilo busca destilar el idioma, usa un lenguaje condensado. ¿Cómo lo definiría?
Diría que es un estilo llano, directo, claro, con un uso particular de la repetición en ocasiones y un rechazo al abuso de la metáfora.
Ni puedo ni quiero está formado por cuentos de extensión muy distinta. Algunos temas parecen estructurar el libro: los relatos de sueños, las cartas de reclamos, las cartas de Flaubert. ¿Dónde encuentra el material? ¿Cómo se da cuenta de que ha encontrado el hilo de un cuento?
Tengo la costumbre de apuntar todo lo que me interesa, por su lenguaje, su lado humorístico o su patetismo. Normalmente, veo de inmediato si hay algo en lo que observo, o pienso, que puede dar lugar a un cuento, largo o corto. Dejo que el propio material me lleve y determine qué quiere ser. Por ejemplo, en el caso de un reclamo, primero se me ocurre la reclamación, de forma bastante sincera, y luego empiezo a adoptar el tono y la personalidad de esa mujer (ficticia) que se queja, y sigo a partir de ahí: el relato se dicta a sí mismo.
¿Cómo ha cambiado su proceso de escritura, desde que publicó The thirteenth woman en 1976 hasta ahora?
Ha pasado mucho tiempo. Soy menos autoconsciente, más espontánea a la hora de empezar y terminar un cuento. Me hago menos preguntas de antemano sobre si será un buen tema para un cuento, o sobre qué tipo de cuento debe ser. Lo que no ha cambiado es el cuidado con el que releo el relato una vez que he terminado un borrador: reescribo y releo hasta quedar satisfecha.
Un elemento característico de su escritura es su uso de la ironía. ¿No es irónico, casi paradójico, que la traductora de Proust sea autora de los microcuentos más logrados de los últimos años?
No sabía que mi uso de la ironía fuera característico. No creo que sea irónico o paradójico que muchas frases de Proust sean tan largas (muchas, no todas) y las mías tan cortas. Pero, aunque mis relatos ya eran breves cuando empecé a traducir a Proust, mientras hacía ese proyecto me propuse escribir los relatos más cortos que pudiera, con el requisito de que tuvieran cierta sustancia y solidez por breves que fueran.
Sus traducciones de Proust, Flaubert y Blanchot son célebres. ¿Qué ha aprendido al traducir a estos autores?
Como trabajo de manera lenta y reflexiva, con cada autor aprendo más de su idioma y sobre todo de mi propio idioma, de sus capacidades y sus dificultades. Probablemente, Blanchot fue el primer escritor que, me parecía, tuve que traducir de forma muy ceñida, con un respeto total a su estilo. Fue una buena experiencia identificarme con él y con su manera de escribir. Lo mismo ocurría con la prosa de Proust y con la de Flaubert. Fue muy gratificante y profundamente absorbente.
¿Usa un proceso distinto para cada escritor que traduce? ¿O afronta todas las traducciones del mismo modo? Pienso, por ejemplo, en Proust y Blanchot, dos autores con estilos muy distintos y actitudes diferentes hacia la escritura.
Como he trabajado mucho tiempo como traductora, y como al principio era mi forma de ganarme la vida, he tenido que traducir libros que no eran buenos. Mi acercamiento a ellos es distinto al de un estilista importante como Blanchot o Proust. En esos dos casos, aunque, como dice, son autores muy distintos, mi enfoque es el mismo: mirar, palabra por palabra y frase por frase, cómo expresan una idea y seguirlos tan de cerca como me sea posible, hasta la última coma en el caso de Proust. A causa de las diferencias de sintaxis y normas de puntuación, no siempre se puede seguir exactamente la estructura de una frase, pero se puede hacer durante mucho más tiempo del que uno esperaría.
Es difícil situar sus relatos en una categoría particular: microcuentos, aforismos, deliberaciones filosóficas, poemas en prosa. ¿Cómo los clasificaría usted?
Probablemente cada uno tendría su propia categoría. No intento encontrar un término que sirva para todos, salvo el más general: prosa breve de ficción, cuentos muy cortos. El austriaco Peter Altenberg (y también, creo, el suizo Robert Walser) denominaba sus relatos algo así como kleine Prosastücke (pequeñas piezas en prosa) y el holandés A. L. Snijders llama a sus maravillosos relatos zkv (una abreviatura de zeer korte verhalen, o cuentos muy cortos). Prefiero pensar que escribo cuentos, aunque quizá haya gente que no está de acuerdo. Pero si hay una gota de narración en una pieza, la llamo cuento.
Después de escribir libros de relatos, publicó una novela, El final de la historia. ¿En qué se diferencia para usted escribir relatos de escribir una novela?
No hubo una gran diferencia en la concepción, pero sí en la ejecución. Empecé dando forma a cierto material que se me ocurrió, y luego vi que lo que quería escribir necesitaría mucho más espacio del que podía darle en un relato. Así que decidí que tenía que escribir una novela. Pero la ejecución fue mucho más difícil, por un par de razones. En primer lugar, estaba la organización del libro, que era complicada y me desconcertaba. Y en segundo lugar, en un proyecto de escritura prolongado tienes que equilibrar la espontaneidad –el flujo libre de la escritura, la aceptación de lo inesperado– con los hábitos de trabajo regulares y el sentido de un orden que requiere un proyecto largo. Eso no fue fácil. Al final, hice diagramas y numerosas notas para mí, ideé distintas cajas para distintos montones y hojas de papel. Y eso era en la época de las primeras, y primitivas, computadoras: trabajaba con una máquina que no era, ni de lejos, tan eficiente como una actual.
Antonio Di Benedetto escribió de sí mismo: “He leído y he escrito. Más leo que escribo, como es natural; leo mejor que escribo. He viajado. Preferiría que mis libros viajen más que yo.” Clarice Lispector se definía como “ama de casa que escribe”. ¿Qué diría usted de sí misma?
Me gusta la autobiografía de Di Benedetto. Podría aceptarla y adoptarla como mía. También podría (casi) aceptar la de Lispector, solo que no me definiría como ama de casa. Quizá, más bien, como alguien a quien no le importa hacer las tareas de la casa y que piensa, escribe, observa, lee, a veces de manera despreocupada y otras veces lenta y cuidadosamente, alguien a quien le gusta tomar notas y a veces se dedica más a tomar notas que a leer. No sería una autobiografía definitiva, tendría que pasar mucho más tiempo pensando en ella. ~