Esta es la primera entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.
Al siglo XX se le pueden reprochar muchas cosas, pero no su falta de imaginación para crear utopías y, lo que es más temerario, intentar llevarlas a la realidad. Conforme la capacidad de soñar mundos perfectos y de crear pesadillas fue perdiendo fuerza –con el comunismo y el fascismo existentes ya solo en las películas de Hollywood y en la nostalgia de un par de radicales–, el siglo terminó convencido de que la democracia liberal representaba, a falta de una opción mejor, el fin de la historia. El final no era especialmente emocionante, pero qué más daba que fuera más bien aburrido si era práctico, si prometía un buen nivel de vida para las mayorías y si aseguraba a todos los individuos la libertad de ser quienes quisieran ser. Pero la historia no termina: tan solo se toma algunas pausas para ver de qué forma reaparece y se contradice, retrocede, se repite, progresa o lo que sea, dependiendo del ánimo con que se haya levantado en la madrugada del siglo.
Los años noventa latinoamericanos fueron de un optimismo impetuoso y no era para menos: las dictaduras militares habían caído una detrás de otra, y la democracia, imperfecta pero con el encanto de la novedad, parecía haber llegado para quedarse y prometía solucionar de una buena vez los problemas de la región, con poca épica pero con eficacia. Los revolucionarios de izquierda, derrotados y de pronto envejecidos, formaron partidos políticos y no frentes de liberación y, lo que es incluso más sorprendente, se resignaron a ganar las elecciones y a gobernar. Pero la renuncia sensata a los sueños grandilocuentes de la armonía universal dejó en ellos el ánimo de la derrota; después de todo, cómo no va a tener sabor a poco el impulsar programas sociales o tímidas políticas redistributivas si esas medidas se comparan con la creación de una sociedad en la que todos son hermanos y el egoísmo y el interés individual han sido erradicados. Otros viejos revolucionarios, ya sea de café o de célula armada, no quisieron o no pudieron acceder al poder y se replegaron en los cada vez más escasos bares bohemios en los que Silvio Rodríguez, a diferencia de Gardel, cada día cantaba peor.
Estos últimos fueron olvidados por sus antiguos camaradas ya enriquecidos en el poder, por la historia que tenía mejores cosas que hacer que andar pensando en revoluciones y hasta por la literatura, ocupada como estaba en cantar la nueva era de la globalización y el libre comercio o de reflexionar sobre el horror experimentado en las dictaduras. Los viejos militantes y simpatizantes de la izquierda revolucionaria se quedaron solos y así han seguido, con la desesperanza de los sueños frustrados, tan solo interrumpida de vez en cuando por la evocación de los buenos años de la revolución que no fue y por una admiración a saber qué tan auténtica o qué tan fingida por los kilométricos discursos de Chávez, por un peronismo cada vez más devaluado o por el sandinismo evangélico de Daniel Ortega. Dos de los pocos que se acordaron de ellos fueron el salvadoreño Horacio Castellanos Moya (1957) y el chileno Roberto Bolaño (1953-2003), quienes desde sus respectivas errancias, destierros y autoexilios –ambos abandonaron sus países y vivieron a salto de mata por medio mundo– los convirtieron en materia literaria.
Desde su primera novela, La diáspora (1989), hasta la más reciente, El hombre amansado (2022), Castellanos Moya ha sido fiel a un grupo de personajes que deambulan por México, Estados Unidos, Suecia o Guatemala ganándose la vida como pueden, intentando retomar sus oficios abandonados –el periodismo, la edición, la diplomacia, la docencia universitaria–, mientras sueñan con un retorno imposible a El Salvador y se las ingenian para seguir huyendo de él. Pero el pasado es demasiado como para poder adaptarse al presente y las traiciones que soportaron son muy hondas como para olvidarlas, traiciones que se resumen en el asesinato del poeta guerrillero Roque Dalton cometido por sus propios compañeros de armas, episodio al que Castellanos Moya vuelve de manera obsesiva, casi como un leitmotiv de su obra.
Todos los personajes del salvadoreño son paranoicos, y con razón, como el embajador de Donde no estén ustedes (2003) o el corrector de estilo de Insensatez (2004), sus mejores novelas. Aunque no sepan quién, alguien siempre los está persiguiendo, ya sea un exguerrillero o un extorturador que busca concretar una venganza o que simplemente cambió la violencia política por el narcotráfico o el secuestro, otro de los temas del salvadoreño. Nadie como Castellanos Moya ha escrito mejor sobre esos personajes que lo perdieron todo: el pasado que fue simplemente un pleito violento por el poder y no una gesta de ideales tal y como lo creyeron en la juventud; el presente porque lo habitan como fantasmas alcohólicos, yendo de país en país como si el mundo fuera una vieja casona abandonada donde se cometió un crimen innombrable, y sus propias vidas, sepultadas por la gran fiesta sangrienta de la revolución, en la que a ellos les tocó lavar los platos y soportar una cruda que dura desde la firma de los acuerdos de paz.
Menos paranoicos, más tristes e igualmente patéticos –en las dos acepciones del término– son los personajes de los cuentos de Bolaño, sobre todo los que protagonizan dos de los más célebres: “Sensini” (1997) y “Últimos atardeceres en la tierra” (2001). El primero retrata a un viejo escritor argentino, exiliado en España, que subsiste mediante concursos literarios municipales que a veces gana y casi siempre pierde; el segundo también trata sobre un exiliado, un chileno en México, quien emprende un viaje a Acapulco con ganas de combatir en burdeles y bares de mala muerte la guerra que no puede pelear en el Chile de Pinochet. Ambos exiliados son sobrevivientes de las guerras floridas latinoamericanas, como denominó Bolaño a la sucesión de revoluciones y dictaduras latinoamericanas, y ambos portan la tristeza irremediable del derrotado que creyó y fue engañado; ahora bien, a diferencia de los de Castellanos Moya, ambos se las ingenian para mantener la dignidad. Lo mismo puede decirse de Auxilio Lacouture, la exiliada uruguaya que en Amuleto (1999) resiste refugiada en los baños la toma de la UNAM por el ejército en 1968, o del detective de Estrella distante (1996), que logra dar con el paradero de un torturador de la dictadura que también ejerce como poeta y artista de vanguardia.
Los personajes de Castellanos Moya y de Bolaño pertenecen a libros diferentes pero conviven en el mismo imaginario, el de las ruinas que dejaron los sueños revolucionarios, y su desánimo contrasta con el entusiasmo de quienes creyeron a ciegas en el sistema que había llegado para quedarse. No es de sorprender que los grandes derrotados del siglo XX –en cierta medida por sí mismos– no mostraran una actitud muy proactiva, propositiva y resiliente, tal como exigía el léxico de los nuevos valores empresariales, pero el liberalismo político y económico, aunque mal que bien aún vigente, no pudo mantener el optimismo arrollador que suscitó en América Latina tras la caída de las dictaduras. En pocos años, y a pesar de algunos avances, como la discreta reducción de la pobreza, quedó claro que los problemas del continente no se arreglarían por arte de magia, y a la larga lista de deudas históricas hubo que agregar la catástrofe de la violencia delincuencial y las crisis financieras bautizadas con nombres cada vez más folclóricos (los efectos tequila, tango y samba, por ejemplo). La decepción fue paulatina y poco dramática, como un muro que se cuartea poco a poco, a diferencia del de Berlín o de los palacios del pueblo o de los monumentos de Lenin que se derrumbaron en un solo día de 1990. Esta falta de espectacularidad no se prestaba de manera evidente a la representación literaria, que en la distopía encontró uno de los géneros más populares de nuestro tiempo en todas las expresiones culturales, el vehículo ideal para transmitir el malestar del presente.
Son muchos los apocalipsis imaginados por la novela contemporánea latinoamericana, como el de No tendrás rostro (2013), del mexicano David Miklos (1970), en el que la gran Violencia despobló las grandes ciudades; el de Aún el agua (2019),del colombiano Juan Álvarez (1978), donde un grupo de mujeres desea restablecer el equilibrio hídrico en la Tierra y escapar al destino que la inteligencia artificial les asignó, o el de Mugre rosa (2020), de la uruguaya Fernanda Trías (1976), novela en la que una mujer intenta continuar su vida en medio de una niebla rosa que mata todo a su paso hasta que decide abandonar Montevideo, cuando se dice a sí misma: “No puedo detener un futuro que ya está aquí”. Pero la relación entre el pesimismo sobre el presente y la imaginación apocalíptica queda más clara en dos distopías argentinas, cuya publicación casi inmediata a la gran crisis de 2001 ya resulta un dato significativo: Plop (2002), de Rafael Pinedo (1954-2006), y El año del desierto (2005), de Pedro Mairal (1970).
La primera de ellas muestra un orden despiadado en el que grupos de sobrevivientes a una catástrofe ecológica desarrollan nuevos rituales y códigos sociales; Plop sigue las pautas tradicionales del género, aunque con una obsesiva búsqueda estilística que consigue un lenguaje brutal en su aparente sencillez.
El caso de El año del desierto es el opuesto: el lenguaje es sobre todo eficaz y se conforma con narrar con agilidad, aunque no por ello deja de ser destacable su potencia visual, la conseguida voz de la narradora y algún destello poético. Pero lo excepcional de la novela es la manera en que imagina el fin del mundo tras el fin del capitalismo, desmintiendo así la célebre sentencia de Jameson, según la cual es más fácil lo primero que lo segundo. Mairal no imagina grandes terremotos ni catástrofes nucleares: su fin del mundo es muy similar a los hechos desencadenados por la crisis de 2001, y lo que en la realidad fue un desastre económico en la novela se transforma en “la intemperie”, una especie de nada que va desapareciendo todo a su paso. María Valdés Neylán, la protagonista de la novela, es una secretaria bilingüe que lee a Hawthorne y Woolf, trabaja en un fondo de inversión y proviene de una familia propietaria de un par de departamentos; es decir, pertenece a la casi mitológica clase media argentina, ilustrada y acomodada, hoy en peligro de extinción. El avance de la intemperie se acompaña de disturbios y saqueos, represión policiaca, militarización, pérdida del valor del dinero, de la funcionalidad de las instituciones y la discriminación hacia los habitantes de las periferias, es decir, de los efectos desencadenados por la gran crisis de 2001, de cuyo laberinto Argentina aún no ha logrado salir.
Muy pronto la novela, siempre a causa de la intemperie, adquiere una velocidad vertiginosa hacia el pasado, como si la historia retrocediera: la protagonista contempla un Buenos Aires muy parecido al de principios del siglo XX –con el puerto repleto de burdeles en los que la trata de mujeres es moneda corriente–, parte al interior para sobrevivir a exterminios similares a la eufemística Conquista del Desierto y sigue huyendo en el espacio pero también en el tiempo hasta llegar a un territorio salvaje por completo, en el que incluso el lenguaje casi ha desaparecido. A veinte años de la publicación de la novela, es imposible no preguntarse si Latinoamérica, con sus periódicas crisis económicas y políticas, no está emprendiendo un retroceso casi fantástico, en el que se abandona la democracia y se vuelve a los populismos autoritarios, a la desaparición de la clase media, al quebrantamiento de los frágiles estados de derecho que habían logrado construirse y a una serie de estados fallidos en donde inmensas extensiones del territorio se rigen por un orden arbitrario y cruel no tan diferente al imaginado por la distopía de Mairal. Desesperanzados con el presente, los latinoamericanos intentan sobrevivir y seguir con sus vidas, adaptándose al caos y la inseguridad, mientras recuerdan un pasado que de idílico no tuvo nada y al que sin embargo desean volver.
Quizás este último rasgo sea el que tienen en común todas las distopías: mejor o peor, sus personajes siempre se adaptan al nuevo mundo. De hecho, lo que narra primordialmente cualquier distopía es el proceso o el resultado de dicha adaptación, sobre un paisaje en ruinas. En este sentido, resulta inquietante la adaptación de los supervivientes de Las puertas del reino (2005), del mexicano Héctor Toledano (1962), quien imagina una Ciudad de México inundada, en la que el origen lacustre se vuelve también destino. A decir verdad y a diferencia de la mayoría de novelas del género, los últimos chilangos de la historia llevan una vida bastante plácida y pasan sus días navegando por el lago, preparando pulque o mezcal y buscando tesoros inútiles en las mansiones abandonadas. El secreto de la armonía consiste en un proceso de aculturación emprendido por grupos de sobrevivientes que destruyen iglesias, tiran los libros al agua y buscan borrar cualquier vestigio del orden anterior. No obstante, la tranquilidad anodina y feliz se rompe cuando una pareja experimenta deseos típicamente humanos como compartir la lectura de un libro o conocer el mar. En ese momento estalla el conflicto y estalla también la relación más inquietante con nuestro tiempo, en el que la alienación tecnológica y diversas problemáticas sociales dificultan cada vez más el abandonarse a las vivencias que, se daba por descontado, definían la experiencia humana.
La desesperanza en el ánimo colectivo no encuentra su representación solo en las fantasías futuristas, sino también en la novela histórica, cuando ésta aborda un periodo especialmente sombrío. El ejemplo perfecto es El cuarto jinete (2021), novela situada en la Europa de la peste bubónica, en la que la mexicana Verónica Murguía (1960), sin hacer ningún guiño al presente de pandemias y cuarentenas, mueve al lector a establecer paralelismos no muy alentadores entre la Edad Media y su propio tiempo. La novela se estructura en torno de un médico musulmán que se hace pasar por cristiano en París y de su aprendiz; alrededor de ellos surgen supersticiones que pretenden curar la peste y rumores sobre su surgimiento y propagación, que, como siempre, desembocan en acusaciones dirigidas a las minorías para justificar el odio, en este caso, encarnado en el antisemitismo. Las noticias falsas, la xenofobia y el desprecio por la ciencia que caracterizan nuestro tiempo suelen aparecer en periodos oscuros y funcionan como un consuelo envenenado para lidiar con la sensación de que no hay futuro. Al final de la novela, el aprendiz de médico se refugia en los bosques y se convierte en un ermitaño, pues, aunque ignoraba la verdad de cómo se transmite la peste, sabía que cuando la sociedad está enferma lo más prudente es huir de ella.
A falta de opciones políticas capaces de generar esperanza y a la desolación que la pandemia de covid dejó a su paso, hay que agregar la catástrofe ecológica en marcha para tapar cualquier hueco por el que pudiera colarse un poco de optimismo. Ante la falta de entusiasmo que genera el presente y ante un futuro cuya promesa más cierta parece ser una Tierra inhabitable, podría pensarse que las artes, y la literatura entre ellas, servirían como cobijo. Pero el desencanto también llegó a la literatura, y prueba de ello es que dos de los escritores más importantes de sus respectivos países, el argentino Ricardo Piglia (1941-2017) y el mexicano David Toscana (1961), publicaron el libro homónimo El último lector casi simultáneamente en 2005. Es un hecho que la literatura perdió la importancia social que tuvo en los años del boom, lo que no necesariamente es una mala noticia; pero también es un hecho que la literatura contemporánea muestra cierto agotamiento o falta de ambición. Más allá de si son obras maestras (una de las tres lo es) o novelas ilegibles y pretenciosas (una de las tres lo es), se requiere mucha vehemencia y mucha fe en lo que sea para escribir La guerra del fin del mundo, Terra nostra o Paradiso, proyectos totalizadores que hoy resultarían inconcebibles. Por otra parte, la literatura renunció a concebir textos sociales para refugiarse, como el aprendiz de médico en los tiempos de la peste de El cuarto jinete, en lo individual, lo que, de nueva cuenta, no necesariamente es una mala noticia.
Desde luego que no es una mala noticia si las novelas son preciosas, como lo son las escuetamente tituladas La perra (2017), de la colombiana Pilar Quintana (1972), y Los llanos (2020), del argentino Federico Falco (1977). En la primera, una mujer de la costa del Pacífico colombiano adopta una perra; el amor que recibe del animal y el que ella le brinda parecen compensar la sordidez del entorno, el machismo, la pobreza, la lenta pero ininterrumpida disolución de la posibilidad de la alegría. En la segunda, tras separarse de su pareja, un escritor abandona Buenos Aires y se instala en la pampa, con el único propósito de cultivar una huerta y reconciliarse consigo mismo. A su manera y dentro de sus posibilidades, ambos protagonistas buscan dar la espalda a la sociedad, al presente, a la realidad y buscar la vida en otra parte, porque en algún lado debe de estar. La literatura –y más concebida como lo que es, una experiencia colectiva y no una obra individual– nunca brinda respuestas unívocas. Uno de los personajes conseguirá sobreponerse a su desamparo, mientras que el otro aceptará e intervendrá en su derrota al matar lo único que habría podido salvarlo. Pero la desesperanza sigue allí, en el aire, como causa y consecuencia de nuestro tiempo, y a la literatura le toca cuestionarla y (re)crearla; porque la literatura sirve para entender el mundo un poco más, pero también un poco menos. ~