Una mujer observa un espectáculo de luces cambiantes. Representa la literatura del yo.
Imagen generada por inteligencia artificial.

Yo

Más que una forma burda de autocelebración, algunos autores han encontrado en la literatura del yo un mecanismo idóneo para cuestionarlo, destruirlo y reafirmarlo.
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Esta es la séptima entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.

Resulta tentador afirmar que, conforme fue avanzando el siglo xxi, la literatura abandonó las grandes preguntas para concentrarse en las esenciales. El problema es que podría afirmarse lo contrario con igual seguridad; después de todo, ¿cuáles son unas y cuáles son las otras? En todo caso, lo que es un hecho es que algo cambió radicalmente en el pedazo de realidad que la literatura arranca para nombrar y existir. Hubo un tiempo lejano en que la novela pretendió capturar la identidad latinoamericana –signifique eso lo que signifique–, tentativa que exigía cientos de páginas, estructuras complejas, un lenguaje barroco, infinidad de narradores y algunas colas de cerdo. Hoy, a ningún escritor se le ocurriría tal desmesura; lo que corresponde es escribir con una falsa humildad –en literatura siempre lo es– sobre la propia experiencia y la vida vivida, para lo que se requieren pocas páginas, un estilo transparente con algún delicado arranque lírico, un narrador en primera persona dueño absoluto de su verdad, una estructura sencilla y algunos traumas de infancia.

El camino para llegar de la malograda identidad latinoamericana a los encantos del yo no fue directo, sino que en medio se interpuso el mundo. Hasta hace no muchos años, con cracks y McOndos mediante, se insistió en que la literatura, para insertarse competitivamente en el mar de oportunidades de la globalización, debía ser un producto neutro, sin marcas de origen, cuya mayor cualidad debía ser la eficiencia narrativa, ubicada, de preferencia, en alguna geografía prestigiosa. Esos tiempos de pronto parecen lejanísimos, pues hoy, en línea también con el discurso político imperante y la política de las identidades, lo que se le exige a un texto es que sea “honesto”, entendiendo por honestidad la fusión de un autor-narrador-protagonista con el que los miembros de determinada comunidad puedan sentirse representados. Cuando se le daba por muerto, el autor resucitó con tal ímpetu que el texto literario se convirtió en un complemento –indispensable, pero complemento al fin y al cabo– de su semblanza.

Pero las cosas no son tan sencillas, al menos en los mejores libros que (de)construyen la vida del escritor. Frente a un boom que pretendió imponer una identidad a la veintena de países del subcontinente, a una literatura del cambio de siglo que escribió aterrada de que se deslizara cualquier marca local que ensuciara el tedioso estilo uniforme de la globalización y a una rama de la literatura contemporánea que confecciona formas de ser para conusmo de un segmento del mercado, existen autores que han encontrado en la literatura del yo no una burda forma de autocelebración más o menos enmascarada, sino un mecanismo idóneo para cuestionarlo, destruirlo y, eventualmente, reafirmarlo. La mejor literatura del yo es la que desconfía de él y en la que nadie pueda sentirse directamente identificado, por lo que interpela a cualquier lector.

Nadie desconfía del yo como Eduardo Halfon, quien ha escrito un proyecto narrativo para irse despojando de las distintas identidades que podrían haberlo definido. ¿Qué queda de una persona cuando se resiste a representar a la comunidad a la que parece condenada a hacerlo? De las muchas formas de leer a Halfon, una de las que me resultan más sugerentes es su capacidad de renunciar, asumir y vivir a su manera sus distintos orígenes: frente a la chatura cultural de la globalización –que al tiempo que homogeneizaba el mundo ofrecía un catálogo de identidades inamovibles para alardear de su vocación multicultural–, Halfon reivindica la posibilidad del cosmopolitismo, es decir, la posibilidad de evadir las imposiciones culturales del contexto y de encontrar en ellas –junto con las tradiciones adoptadas– una forma única de ser.

Es verdad que el origen de Halfon –judío guatemalteco con tres abuelos árabes y uno polaco– se presta a ello, pero el material con el que trabaja el escritor autobiográfico es el mármol que extrae de su mina particular para esculpirlo como prefiera. De esta manera, aunque el judaísmo esté en el centro de su obra, Halfon se permite afirmar que ya no ejerce como judío, que se jubiló; asiste a Japón a un congreso de literatura libanesa porque su abuelo era libanés solo para declarar que él es un falso libanés, que nunca ha estado en Beirut y mejor ponerse a hablar de sus recuerdos guatemaltecos; viaja a Israel para la boda ultraortodoxa de su hermana a la que finalmente no asiste por rechazar el fanatismo religioso, y busca en Polonia la casa que alguna vez perteneció a su abuelo, por más que este le haya hecho jurar que nunca viajaría a ese país que los traicionó, aunque poco antes de morir le dé la dirección para que lo haga.

A Halfon le gusta jugar con el fuego de las identidades, y se acerca y aleja de él a capricho y conveniencia, consciente de que lo mismo puede quemar que iluminar. No obstante, tampoco cae en la ingenuidad de creer que este alejamiento puede ser definitivo, y quizás el arraigo a sus orígenes es tan profundo que le permite darles la espalda, como comenta en el caso de su país, Guatemala:

Yo tampoco pierdo cualquier oportunidad para distanciarme del país, tanto literal como literariamente. Crecí fuera. Paso largas temporadas fuera. Lo escribo y describo desde fuera. Soplo humo sobre mis orígenes guatemaltecos hasta volverlos más opacos y turbios. No siento nostalgia, ni patriotismo, pese a que, según le gustaba decir a mi abuelo polaco, la primera canción que aprendí a cantar, cuando tenía dos años, fue el himno nacional.

Si en Latinoamérica se está escribiendo una obra en perpetua marcha es la del guatemalteco: sus diferentes libros autobiográficos dialogan unos con otros, se contradicen y explican, retoman viejas anécdotas para darles un nuevo significado o un desenlace inesperado, siempre con una estructura fragmentaria y una narración que salta y se pierde entre los hechos, los recuerdos y las interpretaciones, fiel a un yo que, en su perpetua negación, paradójicamente, encuentra su esencia.

No obstante, entre tan pocas certezas, recuerdos falsos, mentiras y narradores poco fiables, hay un hecho, una escritura sobre la piel, que sirve como asidero y disparadero de los múltiples destinos geográficos y narrativos en los que Halfon se dispersa: el número que los nazis tatuaron en el brazo izquierdo de su abuelo polaco en el campo de exterminio de Auschwitz. A partir de ese número al que volverá una y otra vez –a la manera de un ritornello musical– y del libro de cuentos fundacional –El boxeador polaco (2008) donde narra la historia de su abuelo y de su relación con él, el guatemalteco construye una obra unitaria y fragmentaria como un rompecabezas imposible de armar a pesar de la exactitud de las piezas. Duelo (2017), Signor Hoffman (2015), Canción (2021), Un hijo cualquiera (2022) o Monasterio (2014) –mi preferida– son novelas o libros de cuentos autónomos, cuya lectura se enriquece y cambia a la luz de las otras, de la misma manera en que cualquier episodio significativo en la biografía de quien sea tiene un estatuto provisoriamente acabado hasta que cobra nuevos sentidos cuando se cruza con otros, a medida que la vida se va difuminando o va cobrando relieve, según se quiera ver.

A decir verdad, ignoro la estricta veracidad de lo que cuenta Halfon –y algunos incidentes son demasiado sorprendentes para ser verdad, como cuando visita el departamento polaco en que vivió su abuelo antes de ser capturado por los nazis en “Oh gueto mi amor”–, pero da lo mismo: la escritura autobiográfica está allí, ordenando ser creída. El mismo autor ha declarado en varias entrevistas que el protagonista de sus libros es y no es él; después de todo, empezó a escribir en el auge de la autoficción, cuando se aceptaba la obviedad que la materia autobiográfica, en la escritura, podía convertirse en ficción –en realidad, lo difícil de creer es que no lo sea, como se exige morbosa y moralistamente ahora–. No obstante, esta ficción, en toda su complejidad y belleza, desde el punto de vista literario, acaba siendo más verdadera que un hecho verídico reducido a la pretendida objetividad, como el mismo Halfon deja en claro cuando recuerda que su nombre, de origen hebreo o persa, significa “aquel que cambia de vida”: “y me terminé el vino tinto en silencio, pensando que un nombre, cualquier nombre, es así de trascendente, y así de caprichoso, y así de ficticio, y que todos, eventualmente, nos convertimos en nuestra propia ficción”.

Si Halfon apuesta por que sus libros se iluminen y ensombrezcan unos a otros, hay autores que condensan la complejidad de un yo quebrado en uno solo. Con algo de razón, se le reprocha a la literatura autobiográfica que resulta demasiado homogénea –un minimalismo amable para verter la autocompasión sin demasiados aspavientos–, como si todos los yos encantados de conocerse y de escribirse se parecieran más de lo que imaginan en sus aspiraciones de singularidad. Pero hay excepciones que demuestran que la exploración interior no tiene que ir de la mano de la transparencia o facilidad literaria, sino que también puede ser terreno para la experimentación.

La mexicana Daniela Tarazona, por ejemplo, en Isla partida (2021) realiza un ejercicio de introspección tan descarnado que incluso incluye en el libro las imágenes de los electroencefalogramas a la que la sometieron para diagnosticar por qué su cerebro emitía descargas eléctricas tan potentes. El texto, así, sumado a las imágenes médicas, se convierte en un estudio del yo de carácter casi científico, donde se analiza la memoria, la pérdida, los afectos y la posibilidad de renunciar a ser una misma.

Como en tantos libros del yo, el disparador de Isla partida es la muerte de la madre de la autora, pero en lugar de escribir un relato de duelo al uso, Tarazona muestra el dolor y el desconcierto que sigue a la muerte del ser amado a través de una prosa fragmentaria que se pierde deliberadamente en la tentación de borrar la propia identidad, en el deseo de transformarse a sí misma hasta dejar de ser ella, en las memorias entrañables de otros tiempos y lugares lejanos y en la ficción, vista aquí con todo su poder evasivo pero también como un mecanismo para no enloquecer. La escritura de este libro –no me atrevo a encasillarlo en ningún género– se justifica, como toda escritura, como una inútil tentativa de permanencia y control, pero rápidamente la escritora se advierte a sí misma que si no se puede confiar en la realidad, mucho menos en la literatura: “Crees que es importante dejar por escrito los sucesos. Escribir para dejar un testimonio. Lo que sucede no es verídico, sin embargo. Casi nada puede considerarse verdadero. La escritura tampoco es verdadera”.

En consonancia con el espíritu de nuestra época, la escritura del yo pretendía colocar al individuo por encima de la historia, como si esta fuera un accidente del que resulta posible librarse con muchas ganas, buena actitud y un poco de literatura. Sin embargo, algunos autores eligieron el camino contrario y más incómodo: el que muestra cómo la historia, sobre todo en sus peores días, determina vidas y en muchas ocasiones las aplasta.

Tal es el caso, por poner un ejemplo, de determinados libros sobre la memoria histórica de las dictaduras latinoamericanas de los setenta y ochenta del siglo pasado que mostraron que la propia vida puede ser ejemplo, resumen y testimonio de un tiempo especialmente oscuro. Entre ellos, destaca la “literatura de los hijos”, quienes no vivieron directamente los acontecimientos más dramáticos pero crecieron bajo su sombra, en una infancia que, con los años, acabó confundiéndose con la dictadura. Tal es el caso de Diario de una princesa montonera (2012) y de 76 (2008), de los argentinos Félix Bruzzone y Mariana Eva Pérez, ambos hijos de desaparecidos, y de Formas de volver a casa (2011) y La dimensión desconocida (2016), de los chilenos Alejandro Zambra y Nona Fernández, que rememoran su tranquila infancia vivida, inexplicablemente a la distancia, durante los peores años de la dictadura de Pinochet.

Curiosamente, tanto Zambra como Fernández recuerdan haber asistido de niños a ver el espectáculo de La Chilindrina en el Estadio Nacional de Chile, sin saber que pocos años antes había servido como campo de concentración de presos políticos. Y es que en su educación sentimental la dictadura aparece siempre, de manera explícita e implícita. Esto se aprecia, por ejemplo, cuando la programación habitual de la televisión se interrumpía para que el general Pinochet –convertido en mezcla de personaje pop y villano de caricatura– diera un aviso a la nación, o cuando Fernández, ya mayor, obsesionada con la memoria histórica y sus dilemas morales, visita una casa que servía como centro de tortura y asesinato, y encuentra que los mosaicos del piso eran iguales a los de su propia casa, como si todos los hogares chilenos hubieran compartido ese piso común de crimen, impunidad y represión.

Ambos autores –Zambra de manera más melancólica y Fernández con un estilo más agresivo y vertiginoso– escriben sobre un tiempo que vivieron sin saber que lo vivían, y juzgan a sus padres no sin cierto remordimiento por haber llevado una vida normal –feliz incluso– en una época de tragedia. A pesar de no haber sufrido directamente la dictadura, ambos se asumen como víctimas de ella, y ya adultos leen la historia de Chile con el alivio y la culpa de haber sido solo extras de cine que ni siquiera sabían en qué película estaban actuando. La necesidad de entender la historia de Chile y su propia historia –sin saber dónde termina una y empieza la otra– determina en buena medida la vida de ambos escritores, como cuando Fernández –también actriz y dramaturga– se define a partir de estos hechos, o más bien, de su memoria e interpretación: “Soy una actriz decadente y solitaria que toma whisky el día entero intentando descifrar imágenes añejas que se repiten y se repiten”.

Zambra y Fernández al menos parten de una certeza: saben cuál es su origen y lo enfrentan, aunque no concluyan si se trata de una maldición o una liberación. Hay otros autores, en cambio, que también buscan en su origen una manera de explicarse su lugar en el mundo, pero el mundo es un lugar extraño y traicionero. Las también chilenas Cynthia Rimsky y Lina Meruane emprenden viajes casi míticos al lugar del que proceden sus familias como un intento de reencontrarse con su propia historia perdida en algún momento de migraciones y olvidos y entenderse, así, un poco mejor a sí mismas.

Rimsky, en Poste restante (2002), en una tercera persona que produce una distancia propicia para el extrañamiento y la reflexión, viaja a Ucrania en busca del pueblo del que partieron sus ancestros, mientras que Meruane, en Palestina en pedazos (2023), viaja a Palestina, seducida de pronto por una parte de su linaje que había ignorado durante toda su vida. Como sucede en cualquier viaje verdadero, las cosas no salen conforme a lo planeado, y ambas autoras, en lugar de las respuestas que buscaban, pierden las pocas certezas a las que se habían aferrado: Rimsky tiene que contentarse con haber averiguado el nombre de un pueblo que ya no figura en ningún mapa, y Meruane pierde a los pocos familiares que había contactado, como si el pasado tomara forma solo para hacerse más nebuloso. A pesar de los aparentes fracasos, las chilenas encuentran en su búsqueda de un pasado borroso una forma de justificar su presente y de completar, aunque sea con piezas de humo, un yo cada vez más enigmático y conflictivo.

Si me interesan estos dos libros, junto con Destinos errantes (2016), de la chilena Andrea Jeftanovic, y Honduras o el canto del gallo (2022), del mexicano Diego Olavarría, que también narran un viaje en busca del propio origen, es porque rompen la noción de que la literatura del yo ignora el mundo y muestran, por el contrario, que puede ser un mecanismo para salir a buscarlo y encontrar en el más improbable de sus rincones una revelación sobre uno mismo. Por supuesto, no hace falta atravesar océanos y continentes para descubrir que se ignora casi todo de la propia historia, hueco que la literatura tan en boga sobre el padre o la madre intenta rellenar, y que, a su manera, también inspira a los libros sobre maternidad y paternidad, que intentan heredar a sus hijos un relato oficial al que asirse en tiempos de incertidumbre.

En última instancia, no hay otra forma de mirar, sentir y pensar que desde el yo, y esta subjetividad descarada y reivindicada, cuando se pone en diálogo con el exterior, resulta siempre en una mirada enriquecedora y única. Detrás de la literatura del yo más radical están el mundo y su misterio, una forma de ser y de habitar, el derecho a cuestionarse y explicarse más allá de las etiquetas impuestas. En el fondo, toda literatura es una tentativa de mostrar y explicar una minúscula parte del mundo, y la literatura del yo se centra en la tensión que existe entre la realidad y su percepción, en ese pronombre que nos separa del mundo pero que también nos hace pertenecer a él. ~

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