La última isla

En agosto nos vemos

Gabriel García Márquez

Diana

Ciudad de México, 2024, 144 pp.

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En agosto nos vemos está destinado a decepcionar a dos clases de lectores: a los inocentes que esperaban una novedad a la altura del mejor Gabriel García Márquez y a los maliciosos que auguraban un desastre escandaloso, idóneo para darse golpes de pecho, pontificar contra la mercantilización de la literatura y recordar que la pureza artística solo sobrevive en ellos. Eso es lo de menos. Lo importante es que aquellos que se acerquen sin expectativas gloriosas o funestas a la última obra del nobel encontrarán en ella lo esencial que se le puede pedir a la literatura: un buen libro.

No es la mejor obra del autor, pero tampoco la peor: la rotundidad musical de su estilo está presente, aunque disminuida; el encanto sensorial característico de sus escenas seduce la mayoría de las veces, si bien otras es acartonado; el adjetivo certero aún tiene la fuerza para coronar la frase como si fuera inevitable, pero en otras ocasiones es redundante; el humor se manifiesta a través de múltiples procedimientos, pero uno sospecha que el chiste es viejo; los breves diálogos son ingeniosos y certeros, por más que a veces parece que los personajes imitan a los de obras previas, y, leída con descuido, En agosto nos vemos, con su título anodino, podría verse como un breve compendio de las obsesiones del colombiano que nada agrega al conjunto de su obra. Pero no es verdad.

Se trata de la obra más sutil de quien es célebre por su uso de la hipérbole y el mito, de la obra más delicada y ambigua de quien narró con la infalibilidad de quien cuenta una leyenda repetida durante generaciones y certifica la resolución de un destino. Es, para decirlo de una vez, otro García Márquez. Esto pone en duda que el agotamiento de un estilo sea tal, pues está empleado para un fin diferente. La diferencia radica en la oposición que se establece con la marca de la casa, el realismo mágico, que aquí no solo brilla por su ausencia, sino que incluso se le contradice.

Ana Magdalena Bach viaja todos los 16 de agosto a una isla perfectamente caribeña para visitar la tumba de su madre. En la única noche que dura el periplo, apenas tiene tiempo para colocar flores en la tumba y descansar y prepararse para la larga travesía en el lento transbordador. Todos los años el viaje es el mismo hasta que, en una de esas noches calcadas una de la otra, conoce a un hombre del que ignora hasta el nombre y se acuesta con él. Se establece así un nuevo rito en que Ana Magdalena –felizmente casada por lo demás en su ciudad de tierra firme– agrega un amorío nocturno, clandestino y fugitivo a sus fúnebres visitas. Cada año el amante es distinto, tan improbable como puntual. Lo que parece una casualidad o un talento notable para conseguir amantes de ninguna forma despreciables se torna, a partir de una revelación ocurrida en el cementerio, como un probable premio otorgado por la madre muerta por la fidelidad de la hija, como una tentación para ponerla a prueba desde el otro mundo o como un capricho para entretenerse durante los largos días y noches de su muerte isleña. Sea como sea, el hecho es que se abre la posibilidad de lo fantástico.

Pero justamente lo fantástico es solo una posible lectura, al revés de lo que sucedía con los niños que nacían con cola de cerdo o con los dictadores que vendían y desaparecían el mar Caribe. Aquí es solo una interpretación de Ana Magdalena Bach y del lector, quienes deben decidir si esos amantes pertenecen a este mundo o a otro. La novela puede leerse perfectamente en clave realista, aunque no es la lectura que la protagonista hace de su propia vida; tan es así que es justo esta aceptación de lo fantástico la que la lleva a tomar la decisión con la que culmina el libro. De allí surgen la sutileza y la ambigüedad a las que aludía en el párrafo anterior: a que lo fantástico es una invitación que el lector puede o no aceptar. Si el realismo mágico se definió como un mundo atiborrado de acontecimientos fabulosos tan contundentes como naturalizados, entonces En agosto nos vemos huye discretamente de él, pues lo fantástico es un tenue quiebre de la realidad, tan leve que Ana Magdalena no sabe si tomarlo como un milagro, una maldición o una casualidad y que requiere de la complicidad del lector para concretarse. Asimismo, con este quiebre, García Márquez confirma la obviedad de que el realismo mágico fue una elección estética, no una fatalidad geográfica, y que fue su forma de releer la literatura universal en clave personal, que es la única manera de hallar la originalidad.

No es casual, por otra parte, que Ana Magdalena, lectora empedernida, elija para sus trayectos anuales una selección de toda clase de literatura fantástica, de Drácula a Crónicas marcianas, pasando por la Antología de la literatura fantástica de Borges, Ocampo y Bioy. Porque esta nouvelle es también un homenaje al fantástico rioplatense, que García Márquez siempre reivindicó, incluso en los tiempos en que se veía mal leer a Borges en los círculos más comprometidos de izquierda. De hecho, creo que En agosto nos vemos forma una perfecta trilogía con Crónica de una muerte anunciada y con El coronel no tiene quien le escriba, no solo por el género al que pertenecen las tres obras, sino porque una es una reescritura de Sófocles; otra, de Kafka, y la que nos ocupa, de Borges. Todo cabe en el mar Caribe si quien escribe es García Márquez.

No obstante, a diferencia del coronel que está condenado a esperar perpetuamente su pensión o de la muerte anunciada desde la primera línea de Santiago Nasar, Ana Magdalena toma su destino en sus manos y el desenlace sorpresivo, con su impactante imagen, responde únicamente a su voluntad. El final es abrupto, como coincidieron los lectores instantáneos de Goodreads que reseñaron la novelita unas cuantas horas después de que fue publicada, pues Ana Magdalena, enamorada de la vida en todas sus manifestaciones, renuncia de pronto a ella y establece una implacable vuelta al orden, en el que la fantasía queda desterrada en esa isla sin nombre, de pronto prohibida para siempre. En estas líneas finales, las últimas que escribió García Márquez, más que una reprimenda moralista, no puedo sino leer su propia despedida del mundo y de la literatura antes de perderse, sin remedio, en el laberinto sin salida de la demencia, la senilidad y la muerte.

Visto así, y visto de cualquier forma, el final es tristísimo. No digo que sea la forma en que se deba leer la nouvelle, pero sí que es una de las posibles: la de la renuncia y la derrota. En todo caso, En agosto nos vemos, con su construcción perfecta, su fantasía delicada y su entrañable protagonista –quien no necesita perder 32 guerras para resultar memorable–, brilla por sí misma y dialoga de manera elocuente con el resto de la obra de García Márquez. A mí, para terminar, no deja de sorprenderme la fidelidad que el colombiano mantuvo con su obra al tiempo que la cuestionaba y buscaba nuevos caminos; sus libros comparten el mismo paisaje estilístico inconfundible, pero cada uno es distinto en su forma y planteamiento. En agosto nos vemos no es la excepción, y me emociona que así sea: García Márquez se despidió como vivió siempre: siendo el mismo y siendo otro. ~

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