Hacia finales de 1938 Borges subía apresuradamente las escaleras de su casa. Sufrió un raspón en la cabeza con una ventana abierta recién pintada. La herida se infectó y devino en septicemia. Tuvieron que operarlo de emergencia. Su convalecencia duró un mes, al cabo del cual su madre le leyó Out of the silent planet, de C.S. Lewis. Borges lloró al escucharla, “lloro porque entiendo”, le explicó. Para probarse, Borges le dictó un cuento, mitad ensayo, mitad relato: “Pierre Menard, autor del Quijote”. Su inteligencia e imaginación no habían menguado, por el contrario, se agudizaron. Usando el mismo procedimiento –mitad ensayo, mitad cuento– escribió enseguida un relato prodigioso titulado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Lo publicó en la revista Sur en 1940.
El cuento plantea la invasión de un mundo imaginario en la realidad. El primer indicio es un artículo en una enciclopedia que describe la geografía, los idiomas, la literatura y filosofía de Uqbar. En el relato, varios escritores (Borges, Bioy Casares, Mastronardi, Néstor Ibarra, Ezequiel Martínez Estrada, Drieu La Rochelle y hasta Alfonso Reyes) buscan inútilmente rastros de esa enciclopedia y de ese país desconocido. Poco a poco van apareciendo elementos de esa nación extraña. Primero, una enciclopedia completa de Tlön, un mundo entero del cual Uqbar era apenas un fragmento… No me extiendo más, el lector sabe lo que pasó después: el mundo fantástico de Tlön lentamente fue invadiendo el nuestro. “La realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder.” El contacto con las ideas y los objetos de Tlön comenzaron a desintegrar este mundo.
El tema es perfecto para un relato fantástico. Las ideas de un libro (una enciclopedia) logran transformar el mundo que conocemos. Si lo pensamos un poco no es algo increíble, ya ha ocurrido. Las ideas y sentimientos que la Biblia introdujo al mundo cambiaron la faz de este. Miles de millones de adhesiones fervorosas, guerras y cruzadas, catedrales, la música de Bach no se explican sin ese libro. Un ejemplo más reciente es El capital, libro del cual surgieron marxistas, revoluciones, planes quinquenales, el Gulag y en nuestras tierras una caterva de fieles que leyeron a un Marx diluido en las páginas de Marta Harnecker. Aún más cercano es el caso de Mi lucha, libro infame que enloqueció a un pueblo razonable y que, luego del suicidio de su autor, sigue causando estragos, ahora cobijados bajo la bandera palestina. Me he desviado de la historia que quiero contar.
Hace algún tiempo buscaba información sobre Jorge Hernández Campos para escribir un artículo sobre su poema “El presidente” (El Financiero, 14.Feb.223). Para encontrar bibliografía pertinente acudí al Diccionario de escritores mexicanos (UNAM, IIF, 1997). Luego de consultar lo que buscaba, encontré una nota sobre Julián Hernández, “poeta mexicano” poco conocido: “Su carácter difícil –dice el Diccionario– lo enemistó con todos los grupos y generaciones literarias, por lo que centenares de artículos suyos quedaron sin compilar y tampoco se volvieron a publicar sus libros y folletos”. En el extranjero, termina la entrada biográfica, “aparecieron importantes estudios críticos sobre su poesía”. Enseguida el Diccionario ofrece una bibliografía y un generoso compendio de referencias hemerográficas.
El problema es que Julián Hernández no existe. Mejor dicho, Julián Hernández solo existe en el mismo plano que Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Juan de Mairena y Abel Martín, en el mundo fantástico de los heterónimos, de los apócrifos. Julián Hernández es una invención (una máscara poética) de José Emilio Pacheco.
A finales de los sesenta Pacheco publicó No me preguntes cómo pasa el tiempo (Joaquín Mortiz, 1969). Hacia el final de ese libro de poemas, luego de ofrecer sus versiones de Seferis, Sandburg, Tomlinson, Lowry y otros, Pacheco incluye un apéndice con el título “Cancionero apócrifo”. Ese apartado contiene un breve conjunto de poemas de Julián Hernández y Fernando Tejada, dos de los tres heterónimos creados por él. Es realmente difícil confundirse y pensar que este par de poetas existieron, en primer lugar por el título del apartado, que señala que son poemas apócrifos, y porque los epígrafes de este apéndice (de Pessoa y de Machado, célebres autores de heterónimos) no dejan lugar a duda de su carácter imaginario.
En ese mismo libro de José Emilio Pacheco se incluye el poema “Dichterliebe”, que dio pie a un ensayo de Hugo Rodríguez-Alcalá (“Sobre la última poesía de JEP”) y una refutación de Gabriel Zaid a este ensayo (“El problema de la poesía que sí se entiende”, en Leer poesía, DeBolsillo, 2009). Zaid desmonta la mala lectura de Rodríguez-Alcalá, señala cómo lo que este crítico cree que son versos sencillos esconden una complejidad que no alcanza a distinguir.
Lo mismo sucede con Julián Hernández. No le bastó a Pacheco titular ese conjunto de poemas “Cancionero apócrifo” y abrir ese apéndice con epígrafes de dos autores de heterónimos; la persona que redactó la entrada del Diccionario (Aurora Sánchez Rebolledo) da por cierta la existencia de Julián Hernández, se plagia la nota falsa que escribió Pacheco, lo mismo que la bibliografía y hemerografía apócrifa que también es fruto de la imaginación, a pesar de las múltiples pistas y bromas que este prodigó en ellas. Un ejemplo: Pacheco incluyó en su nota introductoria que Julián Hernández participó con un ensayo (“Der Zauberlehrling”, que en realidad es un poema de Goethe) en el libro de José María Pérez Gay Lied und Gebilde (Walter Benjamin, Elias Canetti y Julián Hernández, Fráncfort, 1975). El Diccionario consigna este y varios otros títulos a todas luces apócrifos. El problema con los heterónimos que no se entienden.
Pacheco dedicó tres publicaciones a perfilar a Julián Hernández. La primera está incluida en No me preguntes cómo pasa el tiempo, la segunda es un “inventario” publicado en Proceso (“Cuaderno negro”, 31.Mar.80), en el que reúne sus aforismos, y la tercera: “14 poemas inéditos en los veinte años de la muerte de Julián Hernández” (Diorama de la cultura, 23.Nov.75). Consecuente con la biografía que Pacheco inventó para él (tuerto, manco y dipsómano), los poemas y aforismos de “Julián Hernández” se quejan y se burlan de los poetas, de los escritores y de la vida literaria.
De los poetas:
Será mejor, bufón,
Que ganes los rincones
Y allí guardes un púdico silencio.
De los escritores:
Escribe lo que quieras.
Di lo que se te antoje.
De todas formas
Vas a ser condenado.
De la vida literaria:
“Intelectuales mexicanos: uníos. Nada tenéis que perder salvo vuestras aviadurías. Quien esté libre de culpa, que rompa la primera nómina”.
Tres son los heterónimos que creó José Emilio Pacheco. Julián Hernández y Fernando Tejada, cuyos poemas recoge en No me preguntes cómo pasa el tiempo, y Alonso Cañedo (“el poeta loco”), en Como la lluvia (Era, 2008). Está pendiente un ensayo a fondo de estas máscaras (o “personas”) poéticas.
Como ocurre en el cuento de Borges, la imaginación continúa invadiendo la realidad. Hace unos días me encontré en la Enciclopedia de la Literatura en México, que tiene en línea la Fundación para las Letras Mexicanas, una ficha biográfica de Julián Hernández. Si nuestras previsiones no fallan, de aquí a cien años alguien descubrirá, en una librería de viejo, Legítima defensa, el libro de epigramas de Julián Hernández, con prólogo de Henrique González Casanova y un retrato del autor debido a Max Aub. El mundo, entonces, será Tlön. ~