Ricardo Garibay, 100 años

Ricardo Garibay (1923-1999) era, por naturaleza, un ser polémico, en quien se advertía en el fondo una borrasca. ¿Qué era lo que lo atormentaba y no le permitía hacer las paces con el mundo?
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a María Garibay

1.

No conocí personalmente a Ricardo Garibay. Lo vi, en interminables tardes de domingo, conduciendo un programa de televisión donde alternaba con otros escritores (Germán Dehesa, Sandro Cohen o la profesora Laura Morales) y discutía con énfasis a veces fuera de contexto temas literarios. Lo más notable de aquel personaje era su mal humor y su apariencia física: Garibay aparecía en sus programas luciendo un quimono inexplicable, que contrastaba (la sofisticación oriental, la seda, el anacrónico estampado) con la rudeza de sus opiniones: no parecía guardarse nada y su verbo era el equivalente a manotazos que se dan sobre una mesa. Opiniones sin reverso sobre narradores franceses o norteamericanos y opiniones que quedaban a deber, si se las comparaba con las de Arreola o las de Paz, cuando se trataba de la Biblia y uno de los libros que mayor que Garibay parecía llevar pendiente de su cuello, como un amuleto: el Cantar de los Cantares.

El Garibay oral que vimos tantas tardes aburridas de domingo era muy distinto del Garibay escrito que, pese a su mal carácter y su capacidad infinita para hacerse de enemigos, se había forjado la reputación de uno de los narradores más sólidos y aislados de su “grupo sin grupo”: la generación de Fuentes, Arreola, Rulfo, Jorge López Páez, Luisa Josefina Hernández y entre los poetas, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabines, Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo.

En medio de esta marea controvertida y brillante de clasicismo e innovación, sobriedad y vehemencia, Garibay se mantenía aislado de sus contemporáneos y sus pares. Escribía de mujeres y de box, de su infancia y de la muerte –la suya propia, que veía reflejada en la muerte de su padre, sucedida muchos años antes pero siempre de alguna manera presente–, buscaba a través de la prosa una forma de honestidad o transparencia que lo reconciliara con el mundo. La escritura se presentaba como un bálsamo o como una forma de acallar las insondables demandas de la culpa. Eso era la ficción para él: una forma de apurar el vaso de la muerte para aliviar el hecho incontestable de estar vivo.

2.

Para hacer una valoración retrospectiva de la persona y la obra de Ricardo Garibay hay que tomar en cuenta estos contrastes –el hecho de que Garibay estuviera distanciado de todo el mundo pero que al mismo tiempo tuviera programas de televisión (primero en el canal 11 y en el 13 y después en el 22), grabara cápsulas para la radio, colaborara en una revista tan visible como Proceso y publicara en las editoriales más significativas del país.* Garibay, por naturaleza, era un ser polémico. En los hombres polémicos, pendencieros, se advierte en el fondo una borrasca. Una tormenta interior. ¿Qué era lo que atormentaba a Garibay y no le permitía hacer las paces con el mundo y lo llevaba a vociferar y a manotear sobre la mesa y a suponer, con arrogancia, que todos eran unos imbéciles y que nadie entendía nada de nada? Nadie entendía nada, ni siquiera él. Quizás en el fondo de esa alma atormentada alentaban las mismas preguntas que en un momento dado nos formulamos todos y no alcanzamos a responder de una manera diáfana. Preguntas sobre el ser, la muerte, la transparencia.

3.

En 1965, Joaquín Mortiz publicó la segunda novela de Garibay, Beber un cáliz.[†] El término “novela”, en este caso, resulta problemático. Beber un cáliz cuenta la enfermedad, la agonía y la muerte del padre de Garibay, que más que contar pareciera ensayar y por momentos hurgar desesperadamente en el repertorio de la poesía (el de lo inefable, de lo balbuciente) para decir con palabras lo que está sintiendo con los ojos, con los oídos, el estómago, el corazón, el cuerpo entero, o lo que está calcinando la piel de la inteligencia frente al mayor de los problemas que plantea la existencia misma: lo que en el budismo tibetano se conoce como la cesación de la vida y el inicio del bardo de la muerte.

Ocho años más tarde, en el 73, el poeta chiapaneco Jaime Sabines publicó un poema largo que comenzó a escribir en mayo de 1961, cuando a su padre le diagnosticaron cáncer pulmonar. Este poema se tituló “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” y guarda muchas semejanzas con el libro de Garibay: ambos proyectos fueron concebidos como una bitácora, minuciosa y fragmentaria a la vez, sobre el deterioro de una figura que, siendo venerable y temible, termina vencida por la presencia espectral de la muerte. Si el poema de Sabines coquetea con la prosa –con la vulgaridad asumida en la poesía– y en los proyectos de la prosa encuentra sus cadencias y remansos, Garibay se apoya en una prosa impecable y rigurosa que hace pensar en la pulcritud y el hallazgo inherentes a la confección del poema.

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Tanto el poema de Sabines como la “novela” de Garibay son libros etiquetados con el tizón de un catolicismo ardiente. Sin embargo, el poema de Sabines carece de la derrota y la vehemencia que articulan la prosa de Garibay. En el título de la novela está la clave: el cáliz del sufrimiento que Jesús rechaza en los evangelios, pero el cual termina aceptando. Jesús (según el evangelio de Mateo 26, 36-40) llegó con sus discípulos a Getsemaní y les pidió a Pedro y a los hijos de Zebedeo que lo acompañaran, presintiendo el final. Jesús se internó entre los olivos y oró, habiéndoles pedido a sus discípulos que permanecieran despiertos. Fue entonces cuando dijo: “Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso; empero no como yo quiero, sino como tú”. En su plegaria, Jesús encontró la respuesta que estaba buscando: nadie puede escapar a su destino, ni siquiera el hijo de Dios. Jesús regresó a donde había dejado a sus discípulos y los encontró dormidos: todos, en la víspera de su sacrificio, lo habían dejado solo, incluso los queridos y allegados.

Leyendo las páginas del libro de Garibay es imposible no pensar en la crucifcción y sus implicaciones teológicas: el cordero que derrama su sangre por todos los demás hombres, siendo él el principal de ellos, en busca de la redención de sus fallas. La muerte del padre de Ricardo Garibay redime a su hijo de su propia muerte, al menos temporariamente, y le permite resurgir para que cumpla el único cometido que se ha propuesto en esta vida: cumplir con la vocación de la escritura. 

4.

Como Beber un cáliz, Cómo se gana la vida (1992) es una criatura híbrida. No se trata de un mero libro de memorias sino, en sentido estricto, de una recapitulación. Garibay retoma el espíritu que había inspirado su Fiera infancia para, diez años después, modificarlo sustancialmente. Una memoria prodigiosa se convierte en aliada de un oído finísimo para tejer anécdotas y vislumbrar grietas en el muro de la prosa, que permiten las filtraciones, las indiscreciones y el recuento minucioso de los salarios que fueron generando un sentido de continuidad en la carrera literaria de Garibay.

La memorabilia, en el caso de las remuneraciones que fue obteniendo desde chico para ganarse el sustento y darse así el tiempo libre suficiente para alimentar su vocación de escritor, no tiene en este libro una importancia menor: gracias al cuidado que pone en el apunte de los dineros, Garibay va generando uno de los retratos más fieles o elocuentes de la ciudad de México de aquellos años, los de su infancia, su adolescencia y su juventud (el libro comienza a contarse más o menos a principios de los años treinta y termina en 1970, cuando Garibay deja de percibir una mensualidad de 10 mil pesos que se le había asignado directamente desde la Oficina de la Presidencia de la República para resolver con esto el problema pecuniario que le impedía dedicarse de lleno a su oficio).

No encuentro otro libro donde el autor exhiba recursos más eficaces en la tarea autoimpuesta de “romper con el cerco de la gramática y seguir el camino que le daba gana” en el momento de estar haciendo esta filigrana reconstructiva. La ciudad se construye y se desconstruye en el habla de los personajes que la habitan. Se diría que el trabajo no solo tiene que ver con la exégesis sino con la corrupción natural de un lenguaje que no sabe de pudor ni de autocensura.

A sus casi setenta años, Garibay se dio una serie de licencias que lo volvieron maestro de su lenguaje y dueño de una forma de imaginar un territorio que solo a él le pertenecía, el territorio de su propia memoria y sus recuerdos. Si la némesis poética de Beber un cáliz, como en su momento lo señaló José Emilio Pacheco, fue “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, el libro que podría acompañar al de Garibay en su tarea de reconfigurar el pasado sería la vida de Juan José Arreola (Memoria y olvido, 1994) contada a Fernando del Paso: en ambos se encuentra el mismo prurito arqueológico de reconstrucción puntual de los hechos de un pasado inasible, ese mismo tono conversacional y mismo desparpajo, que tiene en el habla de la gente común su principal combustible. ~

Gabriel Bernal Granados,

Santa María Ahuacatitlán, a 18 de enero de 2023.



* Su primera novela, Mazamitla, se publicó en 1955 en Los Presentes, la pequeña editorial de Arreola, y como narrador y ensayista, Garibay fue uno de los autores más constantes de Joaquín Mortiz, a lo largo de tres décadas, antes de que la editorial fuera absorbida por Planeta.

† Resulta por demás notable que entre la primera y la segunda novela de Garibay se abriera un paréntesis de diez años, que el autor, en páginas autobiográficas de principios de los noventa, definió no en términos de una crisis o un bloqueo, sino como la imposibilidad de pasar en limpio lo que escribía, a mano, en sus cuadernos.

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