1.
La hora que mi hija mayor pasa haciendo ballet yo la aprovecho para leer. El bar de la esquina, que es bastante horrible en cuanto a la música, la luz y parte de la clientela, pero tiene buen café, suele ser mi refugio. Como ese lunes estaba cerrado, me fui hasta el bar en el que una tarde la hermana y la madre de mi novio les compraron chucherías a los niños y luego les pidieron que no nos lo contaran.
Es una cafetería-pastelería siria. Pedí un café, fui al baño y me senté cerca de los enchufes. Acababa de empezar Las muertas de Jorge Ibargüengoitia. Entraron dos señores, claramente lamineros, claramente querían pastelitos árabes.
Haznos uno de esos cafés libaneses, de tu tierra.
Sirio, soy sirio.
Disculpa.
Luego el señor le dijo algo a su amigo, que le cedió la responsabilidad de elegir los pastelitos adecuados. El primer señor eligió cuatro, dos para cada uno, y se sentó con su amigo. Un rato después, se levantó a por los cafés. A mi lado se había puesto una señora con la que suelo coincidir en el bar al que voy normalmente. Me gusta su estilo vistiendo y su pelo tiene algo que me recuerda al mío, más cuando lo lleva recogido con un moño rápido que cuando lo lleva peinado, como esa tarde. Me ha pedido permiso para llegar hasta el enchufe, la batería está medio rota ya, me dice. Tiene acento, decido en ese momento, estadounidense. O puede que haya dicho en algún momento aquí en Europa y yo haya pensado que era estadounidense. Estoy entretenida en eso y casi me pierdo lo que le dice el primer señor a su amigo cuando le da el café.
Se bebe así, sin nada, sin leche y azúcar dice que mejor no. Cosas del café libanés…
2.
Volvíamos de ballet mi hija pequeña y yo. Había hecho tiempo en el bar de siempre, que los sábados por la mañana parece otro: hay una chica morena, guapa y simpática que resuelve, atiende y conoce detalles de la vida de muchos clientes. Un día, salimos a la calle cuando se paró frente al edificio de la esquina un camión de bomberos. Me habría gustado hablarle del incendio y de por qué pensé que el camión iba hacia el estudio de ballet, pero no dije nada. Sé que tiene una hija pequeña que duerme poco y mal y por eso ella está cansada. Otro día, alguien le dijo que estaba muy flaca y ella dijo “pues comeré más chorizo” y me pareció de lo más resuelta.
En el bar de la esquina de la que era y volverá a ser pronto nuestra casa –en cuanto acaben de poner el suelo y pongan las ventanas nuevas, las viejas quedaron amarillas por el humo–, punto de reunión de los trapicheadores del barrio, niños, residentes del refugio y donde cuando no estoy en casa me deja los paquetes uno de los repartidores habituales, había un señor con un perro. Hacía mucho frío. A mi hija pequeña le encantan los perros, está adiestrada para pedir permiso a los dueños antes de abalanzarse sobre el animal y de enseñarle la mano al perro antes de acariciarlo. Terminó de convencerla de que era mejor preguntar el perro que en la entrada del supermercado le ladró y le fue a morder pero apenas enganchó la falda de tul. El señor le dice que sí, puede tocar al perrito. Es muy amable, le sonríe y yo descubro que le faltan bastantes dientes. Es un perro precioso, color canela, con el pelo de las orejas rubio. Me recuerda a mi perro Pluto.
¿Cómo se llama?
Junior.
¿Es un cocker?
No, bueno sí. Es cocker cruzado con labrador.
Ah, es precioso.
Es muy buen perro. Era del hijo de mi pareja, pero como murió nos lo quedamos.
…
Pero estos perros son muy buenos, que en requisos [sic] que hace la guardia civil lo llevan. Lo sé porque lo he visto.
Yo tenía un cocker.
El señor sonríe. Mi hija pequeña sigue acariciando al perro hasta que se cansa. Han pasado unos segundos. Justo cuando estamos a punto de seguir con nuestro camino, el señor mira a mi hija y me dice: ¡Olé, vaya pelo!
Mi hija sonrió y se dio la vuelta. Nos dimos las manos enguantadas y caminamos decididas hacia el puente de Hierro.