A José Agustín me lo presentó Pedro Moreno en las galerías del Centro de Artes Visuales de Saltillo, en 1993. Yo tenía veintidós años y había leído toda la obra de Pepe anterior a Dos horas de sol (1994). Cuando me dio la mano dije, estúpidamente, “Tengo lot otot atulet”, una frase del inicio de El rock de la cárcel, su libro de 1984. Al principio me miró destanteado, después captó el chiste y sonrió.
El primer texto suyo que leí, a los diecisiete, fue “¿Cuál es la onda?”, en la antología de Seymour Menton. Yo no conocía ni a Cabrera Infante ni a Cortázar ni “Alabama song (Whisky bar)” de The Doors, y por supuesto no sabía quién diablos era Kurt Weil (Bertolt Brecht sí). José Agustín me abrió todas esas puertas en un parpadeo, antes de que yo empezara a leer siquiera la historia de Requelle-Rebelle-Ma-Belle y el baterista Oliveira, peregrinos platónicos de hoteles lujuriantes. Me descolocó la dedicatoria que aparece al final: “Para Angélica María”. Yo creía que la literatura mexicana y las telenovelas eran territorios quirúrgicamente balcanizados. Gracias al chisme del noviazgo entre el autor y la estrella descubrí que no.
En 1994 le organizamos varios homenajes por sus primeros cincuenta años de vida. En Monterrey, el 9 de marzo, estábamos sentados a la misma mesa de una fonda cuando MTV anunció la muerte de Charles Bukowski.
Meses más tarde, en agosto, Pepe viajó a Saltillo en compañía de Margarita su esposa y de sus tres hijos: Andrés, Jesús y Tino. Puesto que somos de la edad y ambos escribimos versos, de inmediato entré en tensión con Andrés: me pareció innecesariamente guapo y un poquito peleonero. Creí que terminaría odiándolo. No pude estar más equivocado: al paso de los años, Andrés se convirtió en uno de mis amigos más entrañables, amén de mi editor. Siento que, de algún modo, nuestra ya larga amistad es un regalo que José Agustín nos hizo a ambos.
Al concluir aquel encuentro literario en Saltillo, nos reunimos a desayunar en la terraza del hotel San Jorge. José Agustín redactó en ese lugar la larguísima dedicatoria que aparece al final de Dos horas de sol. Decidió mencionar a todos los que participamos en el homenaje, incluida quien en aquel entonces era novia de José Eugenio Sánchez: Edith… Edith… Ninguno de los presentes recordaba su apellido (Edith Jiménez Acuña). “Chingue su madre”, dijo Pepe, y escribió (como puede constatar el lector en su ejemplar del libro) “Edith Ebrith”.
Tardé algunos años en entender la clase de escritor que José Agustín es para la mayoría de sus lectores: un gran amor de juventud, el que les descubrió a través de La tumba (1964) y De perfil (1966) que la literatura también podía ser divertida, coloquial y antisolemne. No digo que su obra no represente también esas cosas para mí, pero (lamento sonar pesado al decirlo) yo llegué tarde a esos libros, después de haber cumplido veinte; ya no era lo mismo. En cambio, el José Agustín de mis lecturas tempranas es un escritor encabronadamente experimental y complejo. Más que nada en los cuentos. A los dieciocho, descubrí “Yautepec” (que en realidad es un fragmento de la novela Cerca del fuego, de 1986) en Jaula de palabras (1980), antología preparada por Gustavo Sainz. A los diecinueve, encontré la primera edición de Inventando que sueño (1968) arrumbada entre los descartes de la biblioteca del profe Everardo Martínez. El primer libro de Pepe que compré con mi dinero fue No hay censura (1989), donde aparece el perfecto relato “Transportarán un cadáver por exprés”, un ejercicio de punk lumpen que dialoga a mi juicio con el estilo y la técnica de Uno soñaba que era rey (1989)de Enrique Serna, un autor quince años menor. Es verdad que una parte de la obra de José Agustín le habla con frescura y sencillez a una época y a un sector de la juventud, pero a mí lo que me conquistó primero es el otro polo de su prosa: lo joyceano y rabelesiano, lo experimental y conceptual.
(Y el rock, por supuesto.)
José Agustín fue el primer monstruo de la literatura mexicana (cuando aún esa figura era posible) que llegué a conocer, y uno de los pocos que traté con alguna cercanía durante casi dos décadas. También es el único que siempre, desde el minuto uno, me trató como a un adulto. Otros escritores han sido mis maestros y, al correr de los años, se volvieron mis amigos. Pero, sobre todo al principio, me miraban con la displicencia que se obsequia a un adolescente. En cambio, Pepe jamás me chamaqueó. Supongo que, en parte, porque nadie mejor que él sabía lo que significa ser, para bien y para mal, un escritor precoz. Una de las poquísimas referencias que hizo a mi juventud data de 2004, cuando llevábamos más de diez años de conocernos, y es un halago desmedido. Está en la dedicatoria que escribió sobre las guardas de mi ejemplar de Vida con mi viuda (2004): “Te va a ir de poca madre y yo estaré orgulloso de haberte conocido desde chavito”.
De veras me atrapaste es un filme de 1985 dirigido por Gerardo Pardo y basado en el relato “Miriam”, de René Avilés Fabila. En cualquier otra cinematografía, podría ser una obra de culto: fue realizada con poquísimo dinero, está plagada de actores no actores, el guion es torpe y sin embargo funciona, el estilo visual mezcla lo sobrenatural con la psicodelia, la banda sonora original es sorprendentemente buena, hay una preciosa escena en una sala de videojuegos con música (supongo que robada) de Foreigner; es una peli fallida y sin embargo poderosa. (En México, claro, puesto que nuestra verdadera patria es el ninguneo, ya casi nadie la recuerda o la conoce.) Cuenta con un cameo José Agustín, quien, si no recuerdo mal, bebe de un vaso desechable en un patio, en una fiesta, mientras habla sobre Revueltas a unos chicos que están hasta la madre de marihuana.
Alguna vez escribí que concibo mis libros como si fueran álbumes de rock. Es un truco que le robé a José Agustín. No recuerdo que él haya confesado esa técnica, pero tampoco es difícil notarla: Inventando que sueño usa el collage y la variación de frecuencia en el tiempo y coloratura en la forma del Sgt. Pepper’s y otras obras psicodélicas. Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973) emplea el gesto gramatical del doble título al que recurren varias canciones de Bob Dylan. Y, en una época signada por la abundancia de álbumes dobles, José Agustín publicó El rey se acerca a su templo (1978), díptico narrativo cuyo título (para más señas pop/esotéricas) proviene del I Ching. Ciudades desiertas (1982) es una imagen tomada de una canción de Cream. El rock de la cárcel es un hallazgo autoirónico. Y, aunque en los tres tomos de Tragicomedia mexicana (1990, 1992, 1998) no hay referencias al pop anglosajón, sí abundan las listas de personas, productos y lugares, catálogos que dialogan con modos compositivos empleados por Manu Chao y Maldita Vecindad en esa misma época.
Alberto Blanco y José Agustín acuñaron el término rock chino (mis amigos y yo seguimos usándolo) para referirse a reuniones donde un grupo de personas se sienta en la sala de una casa a compartir, sin que medie casi la conversación, rola tras rola. En 2001, José Agustín volvió a Saltillo (siempre volvía) a presentar Los grandes discos del rock. Lástima que esa vez no hicimos rock chino: yo me estaba divorciando y la dueña de la casa donde sería la recepción me prohibió presentarme acompañado de mi novia.
Volvimos a vernos en 2004, gracias a Vida con mi viuda. Esa vez coincidieron en Saltillo José Agustín y Christopher Domínguez Michael. Cada uno tenía programada una actividad distinta. Ya para entonces, Christopher y yo éramos amigos, así que me invitó a acompañarlo en su charla. Le expliqué que tenía un compromiso previo con José Agustín. Por la noche, después de los eventos, Pedro Moreno y José Agustín y yo fuimos a cenar a El Tapanco. Como el lugar estaba lleno, el capitán de meseros colocó un biombo para mantenernos discretamente apartados de la mesa de junto. Naturalmente, Christopher (con quien Pepe tuvo por años una amistosa querella) salió a la conversación. No hablamos (demasiado) mal de él: apenas si lo motejamos con un apodo al que el crítico literario debe estar acostumbradísimo: Anti-Christopher Domínguez. Al poco rato, y como si estuviéramos en una mala comedia francesa, vino el capitán de meseros y retiró el biombo, y ¿quiénes estaban en la mesa de junto? Christopher Domínguez y su anfitrión, claro. No supe si reírme o meterme debajo de la mesa. Domínguez Michael en cambio se lo tomó con la elegancia y buen humor que le conozco desde siempre.
En 2013, presenté en la FIL Guadalajara La historia de mis dientes de Valeria Luiselli. Una de mis observaciones fue la coincidencia conceptual y de atmósfera que existe entre algunos pasajes de ese libro y Abolición de la propiedad (1969), de José Agustín: la mezcla de instalación y performance, el doble discurso dramático (un recinto cerrado donde se proyectan varios videos), la sensación de amenaza que produce el eco visual entre realidad y pantalla. No estoy hablando de influencia (al menos hasta esa época, Valeria no había leído el libro de Agustín) sino de confluencia: dos líneas narrativas de épocas distintas que se tocan, la primera influenciada por el teatro y el cine, la segunda enmarcada en el ámbito del arte contemporáneo. Los productos notables de la literatura mexicana poseen más vasos comunicantes de los que desearían los campeones de la polarización y los puristas.
Uno de mis últimos contactos con José Agustín (el otro es un video privado cuyo contenido me reservo) sucedió en 2018. Yo estaba saliendo de una tremenda crisis emocional y espiritual y requería toda la ayuda del mundo. Fue así que, a través de Andrés Ramírez, llegó a mis manos el ejemplar del Manual of Zen Budhism de D. T. Suzuki que perteneció a la biblioteca de José Agustín. Ahora está en mi librero y lo uso casi a diario. Es la herencia material que me dejó uno de mis ancestros más queridos. Es un objeto de poder. ~