La errancia como pensamiento crítico según Akira Mizubayashi

El escritor japonés eligió hacer suya la lengua francesa para poder distanciarse de sus orígenes y de lo que estos le obligaban a ser, porque “solo el espacio de la lengua parece ofrecernos salidas, escapatorias, aunque sean ínfimas”.
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Akira Mizubayashi (Sakata, 1951) es un escritor japonés que escribe en francés, lengua que enseña en Tokio, donde vive. Elogio de la errancia (Gallo Nero, 2019; traducción de Mercedes Fernández Cuesta) es el primer libro suyo que aparece en español. Estudió en Francia, donde ha sido galardonado con varios premios literarios; nunca en su país natal. Y se considera un errante, pero no en el sentido del vagabundeo sin rumbo, del movimiento permanente. La suya es una errancia interior (y lingüística) que hay que traducir como pensamiento crítico: “Me gustan los errantes, los personajes en errancia que se alejan de lo natural, lo natal, lo maternal. Me gustan los que miran lo próximo como lejano. Me gustan los que se atreven a deshacer los lazos preestablecidos para establecer otros a conveniencia”, dice.

En japonés el equivalente a nuestro “bienvenido” sería el término okaerinasaï. Es la palabra que, por ejemplo, saluda a los viajeros que llegan al aeropuerto de Narita. Esta expresión da pie a Mizubayashi para iniciar su crítica a la sociedad nipona, uno de los ejes centrales de este pequeño ensayo. Okaerinasaï no es simplemente una expresión de calurosa acogida, esconde algo más: un sentimiento de pertenencia, de vuelta al hogar después de un viaje arriesgado al exterior. Quien la pronuncia no transmite alegría por un reencuentro, sino “un sentimiento de alivio” por el regreso de un miembro perteneciente a lo que el autor considera una comunidad nacional “de esencia étnica en la medida en que está caracterizada por la permanencia y la pureza imaginaria de la sangre”. Los extranjeros, por muy bien que aprendan el idioma y asimilen las costumbres, siempre serán forasteros en Japón, donde no existe la doble nacionalidad: “no se puede estar al mismo tiempo dentro y fuera”.

Este ensayo fue originalmente publicado en 2014, dos años después de que el Partido Liberal Democrático de Shinzo Abe regresara al poder. Según Mizubayashi, esta formación neoconservadora quiere acabar con la Constitución de 1947, la que después de las guerras sinojaponesas, la guerra con Rusia, la invasión de Manchuria y la Segunda Guerra Mundial tenía que reformar el Japón que durante demasiado tiempo había estado caracterizado por una sumisión ciega a un poder que aunaba autoridad espiritual y moral. El autor cuenta algunas anécdotas para ejemplificar ese sometimiento. Por ejemplo: en 1923, varios directores de colegios sacrificaron su vida para salvar de las llamas los retratos del emperador que colgaban en sus despachos.

La victoria del PDL en 2012 y las reformas que pretende acometer demostrarían que “el Monstruo invisible sigue ahí”, que en Japón es imposible tener un “cuerpo político” regido por los derechos naturales e inalienables del hombre y formado por seres individuales que firman un pacto social, en lugar de un “cuerpo estado-moral” en el que no hay sitio para el pensamiento crítico ni para la libertad de conciencia. Ni tampoco, por tanto, para la responsabilidad: nadie asumió ninguna después del desastre de Fukushima.

Los dos grandes males de la esencia japonesa, según Mizubayashi, serían el presentismo y el conformismo. En la cultura nipona el tiempo es un continuo suceder de instantes presentes, “del mismo modo que una existencia donjuanesca es reductible a una sucesión discontinua de goces”. Ese presentismo se refleja, por ejemplo, en la lengua japonesa, en la que el presente de la enunciación es el que estructura la frase y en la que no hay tiempos gramaticales, solo partículas que señalan la relación del hablante con el pasado y el futuro. También el haiku sería una manifestación de ese presentismo que imposibilita la conciencia histórica. El conformismo, por otro lado, hace referencia al sometimiento incuestionado a la autoridad, pase lo que pase, aplicando el proverbio “déjate abrazar por lo largo”, es decir, por el poder. Por todo esto, dice el autor, la sociedad japonesa es “fija, inmóvil, incapaz de rectificar sus orientaciones de manera dúctil y reflexiva”. En Japón la errancia es imposible.

De todas estas consideraciones, y de algunas anécdotas personales de la infancia y la primera madurez que despertaron en el autor el “deseo de la errancia”, nace esta defensa de la “afirmación individual” frente al “ser conjunto” monolítico. La influencia de los ilustrados franceses –Mizubayashi habla de “materialismo humanista”– está representada por el que debería ser el modelo para una reforma de la sociedad japonesa, el Jean-Jacques Rousseau de El contrato social. También se cita a Diderot, quien afirmó: “Mis pensamientos son mis rameras”. Pero Mizubayashi no reniega de su cultura natal, donde hay grandes ejemplos de errantes: los ronin de las películas de Kurosawa o el protagonista de La condición humana, novela de Junpei Gomikawa y película de Masaki Kobayashi. (Los argumentos de todas las obras que se citan están contados con bastante detalle en el libro.)

Akira Mizubayashi eligió hacer suya la lengua francesa para poder distanciarse de sus orígenes y de lo que estos le obligaban a ser, porque “solo el espacio de la lengua parece ofrecernos salidas, escapatorias, aunque sean ínfimas”. Gracias a esa distancia conquistada pudo satisfacer la necesidad de un yo reflexivo que no es egoísta sino que persigue un pacto social, transitar del “ser-conjunto comunitario” a un “ser-singular asociativo”, construir una sociedad polifónica en la que haya cabida para todas las voces.

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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