Todo Belascoarán / la serie completa de Héctor Belascoarán Shayne y El retorno de los tigres de la Malasia, de Paco Ignacio Taibo II

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Hace veinte años que no leía yo a Paco Ignacio Taibo II. Lo hice por última vez al preparar la Antología de la narrativa mexicana del siglo xx (1989 y 1991), en la cual Taibo II (1949) ocupaba, por su novedad, un sitio entre los narradores comprometidos con la secuela político-ideológica del movimiento estudiantil de 1968. Tras haber leído durante esta primavera Todo Belascoarán, tomo que reúne el ciclo entero de novelas policiacas protagonizadas por el detective Héctor Belascoarán Shayne y publicadas originalmente entre 1976 y 1993, conservo la estima por aquellos libros. Apreciaba yo entonces el ludismo de un escritor policiaco que, jugueteando con la heterodoxia de la izquierda, había comenzado a publicar a fines de los años setenta, cuando el eurocomunismo se presentaba como la enésima oportunidad de salvar la herencia de la Revolución rusa de un colapso que nadie creía a la vuelta de la esquina. En México, se legalizaba el Partido Comunista, florecía la prensa de izquierda y el sindicalismo independiente, al cual estaba el novelista tan ligado, parecía tener un futuro promisorio aunque un país sin el pri todavía parecía inconcebible. Decía yo, y me equivocaba, que Taibo II era el epígono mexicano de Manuel Vázquez Montalbán. El propio Taibo II, en alguno de nuestros ríspidos encuentros, me demostró que su Belascoarán Shayne era contemporáneo y no epígono de Pepe Carvalho, la criatura inventada poco antes (pero no mucho) por el comunista y polígrafo catalán. Son, en verdad, personajes que se alimentan de cosas distintas: el detective peninsular es un gourmet, el mexicano vive de refrescos embotellados y tacos. Prefiero a mi paisano, uno de los personajes más vivarachos de nuestra literatura. El espíritu relajiento de Taibo II, concluía yo en la Antología, ocultaba una desesperación, la que lo había impelido a escribir Héroes convocados (1982), una fábula donde Sandokán y otros héroes de la literatura de aventuras, como D’Artagnan y el mastín de los Baskerville, nada menos, salían a vengar a los estudiantes asesinados en 1968 cobrándose la vida del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Aquella idea, dije, me parecía triste porque Taibo II conocía el chiste, pero no el verdadero humor.

Han pasado veinte años y Taibo II es uno de los escritores mexicanos más leídos en el mundo. Se lo debe, me parece, a la excitación que sus muchas novelas policiacas e históricas causan en los lectores franceses, italianos y alemanes que idolatran o idolatraban al subcomandante Marcos (con quien Taibo II firmó una novela a cuatro manos titulada Muertos incómodos en 2005), al grado que, según me dijo una amiga holandesa, en las rutinarias zacapelas que enfrentan a los globalifóbicos con las policías antimotines, es de rigor cargar con una botella de agua, un tubo de bronceador, un coctel Molotov y alguna novela de Taibo II. La estampa debe de llenarlo de orgullo, tanto como a mí me alegra haber recibido de él un inapreciable galardón cuando en Monterrey, en 1999, yo interpelé a un par de funcionarios castristas y él, para tranquilizarlos, les dijo: “No le hagan caso, es un provocador mandado por Octavio Paz.” Llevaba entonces Paz un año de muerto.

También han hecho la celebridad de Taibo II dos de sus biografías: Ernesto Guevara, también conocido como el Che (1996) y Pancho Villa (2006), ambas muy bien documentadas, escritas con agilidad y eficacia por un escritor profesional que cultiva a su público con el esmero de los antiguos e infatigables practicantes de la literatura industrial. En el caso de Guevara, a Taibo II su pasión por el aventurero argentino lo obnubila, de tal forma que, para el lector que quiere saber historia y no afiebrarse con ella, son más recomendables las biografías de Jon Lee Anderson y Jorge Castañeda. En cuanto a Villa, la de Taibo II es magnífica a su manera telegráfica y se complementa con la obra ya clásica, más reposada, del finado Friedrich Katz. El mejor Taibo combina a John Reed con Jack London, al cronista testigo con el utopista convencido de que los perros conforman la segunda, la verdadera humanidad.

Han pasado veinte años y Taibo II se ha hecho famoso como bajá, en su calidad de “fundador del neopoliciaco latinoamericano”, de la Semana Negra de su natal Gijón. No ha cejado en su militancia, apoyando a Cuauhtémoc Cárdenas, a Marcos y después a López Obrador,lo mismo que al chavismo y al evo-moralismo. En 1997 hizo campaña para dirigir la cultura en el primer gobierno perredista de la ciudad de México, pero su intención manifiesta de imponernos a los chilangos una Revolución Cultural al estilo Lin Piao frustró el éxito de su candidatura. Tras pendejear al enemigo de clase y culpar del desaguisado a la influencia de los “estalinistas de derecha”, Taibo II desistió y volvió a lo que sabe, a vender libros.

Y pese a que sus novelas (particularmente Cuatro manos, 1990) se exaltan, por ser alegres tipos duros fogueados en la dura escuela del fuego amigo, a los héroes antiestalinistas, desde Buenaventura Durruti hasta León Trotski, pasando por las víctimas de las purgas soviéticas, lo cierto es que poco queda, en los hechos, del coqueteo heterodoxo del joven Taibo II, actualmente más cercano a la “izquierda neanderthal” de la que se deslindaba que del rollo anarco-comunista. Y los hechos son la fidelidad con la que respalda, inverecundo, a la dictadura cubana, enemigo archijurado del imperialismo yanqui, tanto como lo era el príncipe pirata Sandokán de los colonialistas ingleses. Lo que Taibo II, bolchevique, adora como motivo literario es la toma del Palacio de Invierno, el golpe de mano mediante el cual un grupo de aventureros astutos se adueña del poder. Dirá, recordando alguna de sus críticas fraternas, que lo que a él le interesa es la Revolución, no el socialismo1.

En el caso de Taibo II es imposible reseñar su obra literaria sin trazar su retrato ideológico. Es probable que sea el escritor de izquierdas más orgulloso de su alcurnia entre aquellos que he leído y, así como los reyes arrastraban su titipuchal de títulos, él, a través de los epígrafes de sus novelas, nos receta un armorial de fidelidades que incluye, entre los celebérrimos y entre aquellos que solo reconocen los entendidos como Nazim Hikmet o Ernst Toller, a Trotski, Mao, Sartre, Dalton, Benedetti, Cohn-Bendit, Bakunin, Maiacovski, Silvio Rodríguez, Brecht, Fernández Retamar, Paco Urondo. Me pregunto si Taibo II se permitirá leer a algún autor que no haya sido militante de alguna de las Cuatro Internacionales y media que reinaron, en el planeta, sobre el movimiento obrero. Yo cojeo del mismo lado y por eso, quizá, leo a Taibo II. Pero su afán proselitista me sobrepasa, abrumador al invadir toda su literatura: en El retorno de los Tigres de la Malasia (2010), Yáñez de Gomara se cartea con Friedrich Engels a propósito de la transformación del mono en hombre y en Cuatro manos es Trotski quien mientras escribe la biografía de Stalin, que el piolet de Mercader dejará inconclusa, redacta una novela policiaca. O es Stan Laurel, el socio del Gordo, también en Cuatro manos, la novela de la que se siente más orgulloso, quien se vuelve íntimo amigo de un socialista asturiano retirado frente al Mar de Cortés.

Más allá del omnívoro cosmopolitismo revolucionario, sin ese afán sería incomprensible Taibo II, un bolche enervado de coca cola y de nicotina que aporrea los teclados con la furia del militante que no desea otra cosa que llegar a la reunión sindical o a la célula de partido con el documento, “el material político”, que habrá de conmover al mundo durante diez días. Esa ansiedad vital le ha permitido crear un mundo cerrado y autosuficiente, como el regido por Héctor Belascoarán Shayne, un “detective independiente” que fue una verdadera novedad cuando apareció en Días de combate (1976) y en Cosa fácil (1977). Informal y cursilón, este detective forma parte de esa generación de protagonistas de la novela negra para los cuales, siempre, el verdadero criminal está entre el poder y el dinero, esquema que se aplicaba con exactitud al opaco (por no decir tenebroso) mundo regenteado por el pri en aquellos años interminables de la “felicidad mexicana”. Belascoarán, hijo como su creador de la épica de la Guerra Civil española, dibuja una ciudad de México fechada en los años setenta cuyo panorama me complace por el dechado de virtudes idiosincrásicas y costumbristas, por su percepción deatmósferas, de olores, de miedos, de rutinas. Taibo II le canta a esa ciudad en la que en apariencia nada era memorable, como lo habían hecho Efraín Huerta o José Emilio Pacheco (su poeta de cabecera). Pensando en el admirado y aborrecido poema “Alta traición”, de Pacheco, diría yo que Taibo II formaba filas entre aquellos jóvenes escritores ansiosos de asir el “fulgor abstracto” e inventarse una mexicanidad sin mitologías ancestrales, solo cotidiana.

El espacio consentido de Taibo II, con el que se engolosina en No habrá final feliz (1989) es la oficina en el Centro (antes de que se le apellidase “histórico”) que el detective comparte con un plomero, un tapicero y un ingeniero en drenaje profundo, nido (y nicho) donde se realiza un sueño de intimidad entre el joven universitario sacudido por el movimiento de 1968 y lo que entonces estaba a la mano como representación de lo popular: los viejos oficios domésticos, esa extensión artesanal del hogar en la calle.

Naturalmente, Taibo II relaciona los casos que se le van presentando a Belascoarán con las causas de la izquierda, fiscalizando a los Halcones, el grupo paramilitar responsable de la matanza del jueves de Corpus en 1971, investigando la fábrica donde se pretende romper una huelga culpando a los sindicalistas de un crimen, cubriendo la campaña cardenista de 1988 o redescubriendo a un Zapata centenario, superhéroe jubilado. Ernest Mandel, en Crimen delicioso (1984), un tratadillo dedicado a la “historia social” de la novela policiaca de la que era aficionado este teórico trotskista, regañó a Vázquez Montalbán porque su detective compartía el ennui decadentista propio del eurocomunismo.

No se pronuncia sobre Taibo II –a quien solo enlista– pero habrá aprobado la tesonera convicción rebelde de Belascoarán. Mandel, en un libro notable por el humor involuntario en que incurre el doctrinario, creía que la novela policiaca era uno de los pocos productos que, patentados por las contradicciones de la sociedad burguesa, extrañaríamos una vez que esta se extinguiese2.

Escritas con oficio incluso cuando el detective resucita más por aclamación del público que por necesidad de un Taibo II más entretenido en escribir ficciones históricas obreristas (Sombra de la sombra y De paso, ambas de 1986), las novelas de Belascoarán me han sorprendido, releídas, por lo poco policiacas que, en su esencia, son. La deducción le importa poco a Taibo II y la realidad –ya hablaremos de ella– solo un poco más. Los asesinatos y sus soluciones no creo que complazcan mucho a los aficionados más exigentes del género: todo o casi todo se manifiesta o se resuelve con golpes de ingenio que a mí, porque maldigo la mala tarde en que a Gide se le ocurrió vindicar a Dashiell Hammett, me complacen. Ello ocurre cuando aparecen, por ejemplo, un asesino serial harto de lecturas nietzscheanas, la mala vida de lo que la policía zarista definió como un agente provocador, un degollado que aparece plantado en el baño de su oficina vestido de romano, el Acapulco decadente magistralmente evocado, la presentación arquetípica del comandante judicial que al servir al gobierno en turno sirve al crimen y viceversa, la aparición y muerte del propio Taibo II en Algunas nubes (1985), que funciona a la manera de diferida autobiografía precoz.

Siempre importa más el detective que los crímenes que le toca resolver porque estos ya están resueltos de antemano: todo crimen es crimen de Estado, del Estado capitalista, el “gran estrangulador” que habita “el gran castillo de la bruja de Blancanieves”, como se dice en No habrá final feliz, donde Belascoarán cae abatido para resucitar en Regreso a la misma ciudad y bajo la lluvia (1989). A sus cuarenta años pasados, el detective, además, se va volviendo más adicto al cancionero que a Chester Himes. Amorosos fantasmas (1990), Sueños de frontera (1990) y Desvanecidos difuntos (1991) son novelas mecánicas donde Taibo II se asoma, mezclando con suficiencia el reportaje ficcionado y la trama criminal, al mundo de la lucha libre, al ya entonces perceptible horror de la frontera norte y al movimiento magisterial. En esa última novela, empero, hay un fragmento notabilísimo cuando Belascoarán, tuerto y un poco cojo desde las primeras novelas, pierde temporalmente la vista de su ojo bueno y prosigue su búsqueda de un criminal en un poblacho hostil de la sierra oaxaqueña. Adiós, Madrid (1993) cierra el ciclo con un croquis de reportaje en que Belascoarán se reencuentra con España para disputarle el pectoral de Moctezuma a una nefasta actrizucha enriquecida gracias a su amasiato con un expresidente de la República. Ese mismo año publicó Taibo II una novela encantadora sobre Guillermo Prieto y sus tiempos: La lejanía del tesoro.

Robert Graves decía que las novelas policiacas no deben ser juzgadas con patrones realistas, así como los pastores y pastoras de Watteau son incomprensibles a merced de la cría de borregos. Taibo II, así, es todo menos un escritor realista. Pese a la admiración rendida que siente por los tipos duros del periodismo –protagonistas de Cuatro manos–, no podría escribir una ficción periodística como Operación masacre (1957), de su admirado Rodolfo J. Walsh, pues a Taibo II le da tirria la sangre, la tortura. Su reino no es de este mundo, como no lo son las novelas de aventuras, los cómics, las caricaturas. Es, por ventura, uno de esos espíritus congelados en el fin de la infancia. Por eso, especulo, levanta los hombros ante las crueldades de Villa y se conforma con mencionar lo disgustado que estaba Guevara cuando Nikita Jruschov retiró los misiles de Cuba en octubre de 1962 sin preguntarse, el biógrafo, por qué a su comandante le atraía una guerra nuclear como desenlace. Consigna, sin duda, los defectos o los atavismos de sus personajes pero nunca duda de que actúan bajo la frondosa sombra del bien. Tanto Pancho Villa como el Che son, reconstruidos por Taibo II, algo más y algo menos que humanos. Son superhéroes.

Lo truculento, lo exagerado, lo desopilante, es lo suyo: seguir el itinerario de los tesoros enterrados por Villa, de la cabeza que le cercenaron al Centauro del Norte y de las manos arrancadas al cadáver de Guevara por los militares bolivianos; es lo que exalta su imaginación. Es un fantasioso y en ello encuentro su nobleza. Solo a él se le puede ocurrir la temeridad de hacer un pastiche de Emilio Salgari titulado El retorno de los Tigres de la Malasia y aderezarlo con todo aquello que, rocambolesco, se le viene en mente: introducir un submarino a lo Nemo en el Mar de Borneo, hacer naufragar a la comunera Louise Michel para que Yáñez y Sandokán la rescaten, reclutar al Dr. Moriarty, el enemigo de Sherlock Holmes, entre los adversarios de los Tigres de la Malasia y un largo etcétera.

Naturalmente, no pude resistir la tentación de consultar mis viejos Salgaris y ratificar que no tenía sentido ver cómo Taibo II adelgazaba ese “pequeño gran estilo” salgariano que exalta Claudio Magris, porque lo que importa, en este caso, es ver cómo Taibo II se da gusto –como Carlos Fuentes escribiendo sobre vampiros– haciendo la hipérbole de su obra entera. Eso es El retorno de los Tigres de la Malasia. Al fiarse de la inmortalidad de la roca de Mompracem, Taibo II ratifica la de todos sus superhéroes, lo mismo de Belascoarán que de Zapata, de Guevara o de Villa. Lo de menos es la manipulación antiimperialista de Salgari (ya prevista desde 1976 por Fernando Savater en La infancia recuperada), pues daría igual semejante procedimiento en clave esotérica o católica. Además, con los años, Taibo II se probó a sí mismo como un historiador competente del movimiento obrero y como un biógrafo exitoso, lo cual, a la hora de reescribir su Salgari, lo llenó de pequeños escrúpulos historiográficos resultantes en didacticismos tolerables en un clásico como el suicida italiano y no (ahora sí) en un epígono. Quizá habría sido mejor que Taibo II se soltara el pelo y llamara a Bin Laden en auxilio de Sandokán, componiendo una orquestación wagneriana devenida en pastorela.

La historia misma, que caiga el Muro de Berlín, que la Revolución mexicana haya terminado hace un chingo o que los hermanos Castro sigan en el poder, son acontecimientos incidentales para un escritor para quien todo puede reescribirse a placer dado que los buenos nunca mueren y, si mueren, resucitan. Taibo II es lo que antes se llamaba un escapista. No escribe novelas policiacas, biografías o novelas históricas para interpretar el mundo ni para transformarlo, sino para escaparse de él y nulificar lo vil y lo desagradable, abonándose a la certidumbre de que los Tigres de la Malasia volverán al rescate. Yáñez, siempre fumando, como Belascoarán, se desquita, se toma la revancha. Esa puerilidad maravillosa de Paco Ignacio Taibo II, ese maniqueísmo suyo de niño viejo atrofiado y triunfante en su propósito de no madurar, suele reconciliarme con sus novelas aunque su reescritura de Salgari –ya intentada en Cuatro manos como bitácora del espía búlgaro Stoyan Vasilev– sea otra misión imposible: la de querer reconstruir el libro dorado de las primeras lecturas, aquel que en rigor nunca puede releerse ni, mucho menos, escribirse. Es tan ilusorio este Salgari taibiano como la pretendida novela policiaca que Trotski escribía cuando se hartaba de alimentar a sus conejos en su casa de Coyoacán. ~

1 En una conversación con Javier Sicilia, Taibo II contó lo que él hubiera hecho en julio de 2006 si López Obrador le hubiera cumplido su fantasía bolchevique: «Discrepo de ti. Creo, por el contrario, que debió [López Obrador] ir más allá. No tomar Reforma, sino las Secretarías. Yo se lo propuse a López Obrador: “Nómbrame director de Bellas Artes. Tomo el edificio, reúno en asamblea a los trabajadores y les digo: ‘el Presidente legítimo me ha nombrado Director, saquemos de aquí a los burócratas’. Me canso que los sacamos. Imagínate eso en las 40 Secretarías del país. Se habría creado un doble poder que habría empujado a la confrontación y a una polarización radical del país…”» [Conspiratio, no. 7, México, octubre de 2010, p. 74].

2 Ernest Mandel, Crimen delicioso / Historia social del relato policiaco, traducción de Pura López Colomé, México, UNAM, 1986.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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