Hace unos días Ignacio Martínez de Pisón escribió un artículo donde explicaba que no le gustaban las piezas de María Lejárraga, firmadas durante bastante tiempo por el que fuera su marido, Gregorio Martínez Sierra. Decía Pisón que si cuando las creíamos obra de un hombre nos parecían flojas (al menos a él se lo parecían) no hay razones literarias para alabarlas ahora que sabemos que la autora era una mujer. A Pisón los textos de Lejárraga le resultan rancios, “producto de una época rancia”. Ese es un comentario literario, en absoluto invalida la voluntad de hacer historia o de rescatar la peripecia de Lejárraga. Sin embargo, empeñados como estamos en convertir todo en dogma, el artículo de Pisón “enfadó” a la escritora y periodista cultural Carmen G. de la Cueva, que en su respuesta a Pisón lo acusaba de misoginia. En su texto incide en una idea sobre la falta de difusión y popularidad de las obras de las autoras que no es del todo cierta. Habla de Elena Fortún, por ejemplo, cuya Celia fue serie de televisión en los noventa: se me ocurren pocas maneras de ser más popular. Se queja de la ausencia de algunas escritoras en los planes académicos y cita a Emilia Pardo Bazán, que es tan canon como Galdós y Clarín.
En su texto, Pisón contraponía la obra de Lejárraga a la de dos escritoras rescatadas recientemente: Luisa Carnés y Concha Alós. No he leído a Carnés aunque compré Tea Rooms. Sí he leído con gusto y admiración Los enanos, de Concha Alós, una novela que es buena aquí y en cualquier lugar y lo será ahora y dentro de 500 años. Tampoco he leído a María Lejárraga y en el texto de Carmen G. de la Cueva no encontré demasiados argumentos literarios que me animaran a la lectura. La popularidad de la obra o que fuera la novela preferida de Garci no me parecen argumentos literarios. Ni siquiera que le gustara a Orson Welles me parece que quiera decir mucho. Sí me quedó claro que estaba muy enfadada con Pisón.
Las obras literarias se defienden solas y dicen lo que tienen que decir por ellas mismas. Fiar el valor de un texto en el sexo de quien lo ha escrito es una muestra de desconfianza hacia el texto, además de que nos arroja a la literatura de nicho y, como se explica en Fleabag, a “la mesa de los niños”, una especie de subsección donde se nos deja estar. Por eso casi todas las mujeres que confían en su obra han rechazado la etiqueta de literatura femenina o literatura de mujeres, pero ese es otro asunto.
En su artículo, De la Cueva apela a la genealogía (nos la roban, escribe), un concepto más que sospechoso que, como explica Andrea Toribio, se usa en el marketing editorial. Es una de las argucias de quienes se ocupan de fabricar argumentos de venta (“la heredera de [insertar nombre de mujer]). Genealogía es un sustantivo que aparece en las fajas de los libros, que a veces se usa como sinónimo de tradición, pero que funciona al revés: en el uso de genealogía hay una lectura finalista. Hay además una falacia en torno a la genealogía: presupone una visión determinista de la literatura que no sabemos dónde comienza pero suele terminar en quien apela a ella. Por otro lado, pretendiendo ser una puesta en valor del trabajo de las que te precedieron, en realidad, es de nuevo una simplificación: cuando Natalia Ginzburg escribe Léxico familiar lo hace pensando en su libro, es el libro el que habla y es el libro el que se defiende solo. Sospecho que en todo este asunto hay un primer malentendido de base: confundimos la historia de la literatura con la crítica.
En El yo soberano Élisabeth Roudinesco explica cómo muchos de los movimientos de reivindicación de los derechos de las minorías pasan de reivindicaciones legítimas a derivas identitarias. Los estudios de género son un ejemplo. Del rescate de escritoras (o mujeres de cualquier otra disciplina) se ha pasado a convertir el género en el argumento imbatible: si haces una crítica negativa de algo producido por una mujer eres misógino. ¿O ese argumento solo vale cuando quien hace la crítica literaria es un hombre?