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Ya he contado que en casa había varios libros de las colecciones de Aguilar: Obras Eternas, Joya y Crisol. Desde niño estos últimos llamaban mi atención, por su tamaño, muy pequeño, y sus colores: verde para la poesía, azul para el teatro, rojo para la narrativa y café para la filosofía. Eventualmente empecé a leerlos y allí leí por primera vez, digamos, a Madame de La Fayette (La princesa de Clèves), La Bruyére (Caracteres), Cicerón (Los oficios), Unamuno (Niebla), Étienne Gilson (Santo Tomás de Aquino), Dickens (Grandes esperanzas), André Maurois (Turgueniev), Joan Maragall (Antología poética), el Viaje de Turquía, entre otros. Sin embargo, si tuviera que escoger un solo título de la colección tendría que ser el de Moralistas griegos (Madrid, 1960) en el que descubrí a mi héroe de la Antigüedad, Marco Aurelio.
Los Soliloquios –o Meditaciones, o Reflexiones, o Pensamientos, en realidad el título que Marco Aurelio puso a sus notas fue, sencillamente, A sí mismo, lo que denota el uso más bien privado que les destinaba– son los apuntes del autoaprendizaje del estoicismo llevado a cabo por el emperador. No es un tratado ni una obra sistemática, sino una serie de fragmentos que remiten a los principales elementos de la doctrina estoica. Es una especie de diario filosófico, pero sin fechas. Hay una obra de Fernando Pessoa que se titula La educación del estoico y ese bien podría ser el título de los Soliloquios, porque lo que encontramos en ellos es precisamente el proceso de formación estoica de su autor.
Uno de los rasgos más simpáticos de la obra es justamente que Marco Aurelio no habla ex cathedra, como si estuviera ya en posesión absoluta de la sabiduría estoica, sino que es el testimonio de un proceso que nunca se termina del todo. Marco Aurelio constantemente está amonestándose, corrigiéndose, llamándose al orden; a veces parece desesperar un poco y luego se da ánimos; tropieza, pero no se rinde nunca. En este sentido es muy distinta a la otra gran obra del estoicismo –y que también pude haber incluido aquí porque es otro de mis libros favoritos de la Antigüedad–, las Epístolas a Lucilio de Séneca, en las que este claramente adopta un papel magistral y de autoridad.
De las tres grandes escuelas de la filosofía helenística –escepticismo, estoicismo y epicureísmo–, siempre me atrajo el estoicismo, aunque en realidad mi ideal sería una mezcla de este con el hedonismo epicúreo (o sea, lo que tradicionalmente se entiende por epicureísmo, no tanto la genuina y más bien austera doctrina de Epicuro, de la que apenas conservamos testimonios). En mi severa adolescencia, el exigente ideal de conducta estoico me impactó profundamente: el dominio de uno mismo, el sometimiento de las pasiones, la impasibilidad, la entereza, la gravedad. ¿Llegaría algún día a ser un buen estoico? Actualmente, a los cuarenta y dos, empiezo a sospechar que no, pero desde hace algún tiempo también me pregunto qué tan posible y deseable es realmente. No recuerdo quién dijo: “hay estoicismo, pero no hay estoicos”, remarcando precisamente el carácter ideal de sus objetivos. Como lo muestran los propios Soliloquios, el estoicismo es un permanente aprendizaje, incluso para uno de sus principales maestros. El caso de Marco Aurelio es único en la historia de occidente. Quizá nunca se estuvo más cerca de lograr el ideal platónico del rey-filósofo. Como se acostumbraba en la antigua Roma, fue mandado adoptar en la familia imperial por órdenes de Adriano, su antecesor. Juntos, Marco Aurelio y Adriano representan los mejores momentos del imperio romano.
El volumen de Moralistas griegos incluye, además de los Soliloquios, los Caracteres de Teofrasto, las Máximas de Epicteto y la misteriosa Tabla de Cebes. La traducción de Marco Aurelio es de Jacinto Díaz de Miranda, helenista español del siglo XVIII, que se basó en la edición del inglés Thomas Gataker, a quien cita una y otra vez en las notas y cuya erudita identidad me intrigaba. Mucho me sorprendería después, leyendo traducciones modernas más apegadas al original, descubrir que el estilo de Marco Aurelio era bastante más seco y conciso que la prosa dieciochesca de Díaz de Miranda, pero, como sucede con frecuencia con los libros que leemos por primera vez en determinadas ediciones o traducciones, mi Marco Aurelio será siempre el suyo.
Para mí, los Soliloquios, más que a la biblioteca, pertenecen al botiquín de primeros auxilios. Porque son precisamente eso: una medicina, una terapia, no para el cuerpo, sino para el alma. A ellos he recurrido más de una vez en la adversidad y nunca me han decepcionado; siempre me han ayudado a serenarme y a afrontarla con mayor entereza. Me recuerdo una vez, presa de un gran desasosiego, pidiéndolos como quien pide un calmante en la biblioteca pública de Pau, Francia (supongo que me habrán dado la edición de Les Belles Lettres), y otra, en un autobús Xalapa-Ciudad de México, leyéndolos ávidamente, buscando (y encontrando) la calma. Junto con las Epístolas a Lucilio, los Ensayos y otras cuantas obras, son verdaderamente libros de sabiduría, esto es, que enseñan a vivir.
La estoica es una filosofía completa (con su física, su metafísica, su ética, etc.), pero el componente central y el más perdurable es obviamente el ético. Claro está que la ética se deriva de la metafísica y para rigurosamente aceptar todos los planteamientos de la primera habría que haber aceptado los de la segunda (el principal, y más difícil de conceder, es que el universo está regido por el logos, la razón, y que por lo tanto hay que aceptar todo lo que sucede; inconformarse es actuar contra la naturaleza, o sea, ser irracional). Sin embargo, aun sin compartir los presupuestos metafísicos del estoicismo, es posible extraer útiles lecciones de conducta de la ética estoica.
Tal vez la más importante tenga que ver con el temple, o sea, la fortaleza y serenidad para enfrentar las dificultades, y el dominio de uno mismo: “Haz por ser semejante a un promontorio contra quien las olas de la mar se estrellan de continuo y él se mantiene inmóvil, mientras que ellas, hinchadas, caen y se adormecen alrededor. ‘¡Infeliz de mí –dice uno–, porque tal cosa me aconteció!’. En verdad no tiene razón; diría mejor: ‘¡Dichoso yo, que en medio de lo que me sucedió, quedé sin recibir pena alguna! Ni me quebranta lo presente ni me espanta lo venidero, porque una semejante desgracia a todos pudo acontecer; pero no todos sin pena la hubieran podido llevar’” (IV). El estoicismo lo repite una y otra vez: no está siempre en nuestras manos lo que nos ocurre, pero sí cómo reaccionamos a ello; no está en nuestras manos ser embestidos por las pasiones (la ira, la tristeza, el miedo, etc.), pero qué actitud adoptamos frente a ellas, sí.
Sin embargo, el aprendiz de estoico sabe que no es fácil, que somos débiles, y que la entereza y el control de uno mismo no se conquista una vez y para siempre, sino que es una lucha constante. En el libro XII, por ejemplo, Marco Aurelio se reprende: “acaba de reconocer alguna vez que en ti mismo tienes alguna cosa más excelente y divina que aquello que excita en ti los afectos y te agita enteramente a manera de un títere. Y entonces pregúntate: ‘¿Cuál es ahora mi pensamiento? ¿Acaso el miedo? ¿La sospecha? ¿Por ventura ha sido algún otro ímpetu de esta clase?’ ”.
Como apunté arriba, con el tiempo he ido alejándome de ciertos ideales estoicos. Quiero pensar que no solo por debilidad o resignación frente al hecho de que nunca podría ser un buen estoico, sino por una mejor y más alegre comprensión de lo humano (la influencia de Montaigne y de Alain, que deben mucho al estoicismo, pero que también supieron apartarse de él, ha sido decisiva en esa mudanza). Hay algo en el estoicismo que me parece ahora, en definitiva, demasiado rígido, demasiado severo, casi inhumano. Ese precepto, por ejemplo, del que ya se burlaba el Señor de la Montaña, de pensar constantemente en la muerte, de no perderla nunca de vista, de recordarla a cada instante… Me temo que eso no sirva para vivir y probablemente tampoco para morir.
Y, no obstante, los Soliloquios no dejarán de ser nunca uno de mis libros de cabecera, pues han sido mi tabla de salvación en momentos difíciles y sé que buena parte de mi temple, mucho o poco, se lo debo a sus páginas. La primera vez que fui a Roma, me emocioné profundamente –cosa no muy estoica, por cierto– frente a la estatua ecuestre de Marco Aurelio en la Plaza Capitolina (una reproducción del original, que se encuentra en el museo del mismo nombre). Con el brazo extendido y el rostro sereno, transmite gravedad, clemencia, autoridad, majestuosidad, pero, ante todo, señorío, no del mundo (aunque también), sino del propio yo. Marco Aurelio fue dueño de un imperio, pero, más importante, de sí mismo.
(Xalapa, 1976) es crítico literario.