El célebre principio de inercia enunciado por Descartes, según el cual “cada cosa permanece en el estado en que está mientras nada la cambie”, revolucionó la concepción que el hombre tenía de la naturaleza, considerada todavía, como querían los antiguos, como una creatura viva y con alma. Descartes pone un definitivo punto final a esta cosmovisión del mundo, introduciendo la idea de que cualquier fenómeno puede explicarse a partir de una causa eficiente y que, por ello, no hay nada misterioso en la naturaleza, que solo quiere permanecer idéntica a sí misma.
Este pacifismo de base impregna la imaginación narrativa de Ana García Bergua con una radicalidad que no tiene equivalentes entre nosotros y que sitúa su obra en una dimensión que se mueve entre el realismo y la utopía y entre lo amable y lo grotesco. De ahí arrancan sus cuentos, sus novelas y muchas de sus prosas que, por comodidad, llamaremos crónicas, pero que en realidad rehúyen el dato actual y periodístico para anclar en una zona que sería correcto definir como los hábitos de nuestra cotidianidad. Así, cuando escribe sobre la experiencia tan particular de viajar en un trolebús de la Ciudad de México, suerte de dinosaurio en cuatro ruedas si lo comparamos con otros medios de transporte urbanos que, como el Metro y el Metrobús, se desplazan por carriles exclusivos, Ana García Bergua no pierde de vista el carácter exquisitamente geológico del asunto y la ternura que desprende su texto proviene de la pena que le inspira ese armatoste mal conectado al tendido eléctrico, como un ciego asido de la mano de un lazarillo, que se sale a cada rato de su guía y debe ser reacomodado a la red que lo alimenta.
Hay en el traqueteo de ese trolebús, un poco ridículo entre otros medios de transporte más brillantes, el espíritu de muchos personajes de Ana García Bergua, y en el delicado trabajo de acoplar la larga pluma a los cables veo el equivalente de su fino método narrativo, que consiste en dar resalte a los pequeños pero cruciales desajustes en que se ven implicados quienes pueblan sus historias. En estas, vemos cómo un desliz de nada, una torsión más brusca que lo habitual, un pasmo más largo de lo permitido son suficientes para perder contacto con los rieles que nos aseguraban un avance tranquilo.
Esa tranquilidad es la gran pasión de Ana García Bergua. Si fuera poeta, sería una poeta mística que daría vueltas sobre lo mismo: la pacificación de todo con todo. Por suerte, la poeta mística no cuajó y en su lugar maduró el afanoso conductor de trolebús que debe bajar a cada rato del vehículo y, trapo en la mano para manejar la soga, devolver la pluma desobediente al tendido de cables que lo alimenta. De ahí el sentido del humor que impregna su narrativa, que es un humor que nace de la perenne oscilación de nuestros actos, que impide que se estabilicen en un surco amable y seguro. Nadie más que ella quisiera un destino redondo y pleno para esos personajes que le ha tocado gobernar, porque ella tiene respeto por todo, confía en todo, tiene un trato amigable con todas las cosas y no quiere armar barullos de ningún tipo. Pero el tendido eléctrico es lo que es, siempre oscilante, y el tráfico es lo que es, obligando siempre a maniobras osadas, y la hermosa comunión de la pluma con los cables desfallece al menor traspié. Por eso su humor no es buscado, no es codicia de lo chistoso, sino fruto de la ruptura de la inercia del mundo enunciada por Descartes, en alguien que descubre que esa inercia no existe o dura muy poco. Es que, parece decirnos, hemos organizado nuestra vida en convivencia sobre unos rieles tan finos que es inevitable la insostenibilidad de ese idilio. Así, en sus historias el humor va de la mano de la melancolía, fruto de la conciencia de una pérdida irremediable, que sin embargo se resiste a creer que un mundo mejor no es posible.
Y aquí se abre una veta de su prosa que me cautiva sobremanera, que es el sentimiento de que algo grande estuvo a nuestro alcance y lo hemos dejado escapar por nuestra torpeza, nuestra cobardía o simplemente nuestra mala suerte. Cuando hablo de misticismo no lo digo en broma. La convicción, que se hace muy visible en algunos de sus cuentos, pero que late en todo lo que ha escrito, de que la belleza y la armonía existen de verdad y son capaces de redimir nuestras debilidades y miserias, representa, junto con algunos cuentos de Inés Arredondo, otra habitante de un paraíso a la que se le permitió entrar solo fugazmente, una nota absolutamente única en el panorama de la narrativa mexicana, y el hecho de que Ana García Bergua acaba de ganar un premio que lleva el nombre de la gran escritora sinaloense es el mejor augurio para que esa tradición espiritual casi escondida en nuestras letras no desaparezca nunca. ~