Muy importante I. Hombre al agua

Como cada agosto, Rubén Lardín viaja a París a pasearse y a atender el panorama. Va al cine, viaja en tren y le parece que está guapísimo todo el mundo.
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Sobre la bandeja del tren me empeño en la arquitectura moviente de un castillo de naipes que ahora protejo con las manos para descuidar la vista alrededor. Una mujer sentada cerca escribe en su teléfono una pregunta: “¿Por qué es famosa Montpellier?”. ¿Y Alcàsser, por qué es famoso Alcàsser?, preguntaría yo a la máquina. Cinco, seis, siete, están todos como cencerros. Un octavo pasajero mira en una tableta una película de Jason Statham al tiempo que trastea en el móvil durante todo el metraje. Le observo y sí, al parecer la puede ver sin mirarla. Supongo que es del tipo de personas que come a la vez que defeca. En cualquier caso, esta disponibilidad de las imágenes no es adecuada, no puede ser buena, creo que esto es precisamente lo que las ha devaluado a esta otra cosa que ya son, representaciones adversativas.

Pero esto a mí no me incumbe y un arquitecto incompetente puede acabar en la cárcel, vuelvo a mis cartas. Son trece arcanos y así encaramados es como mejor se expresan. En el tren puedo pensar, en el avión no. En el tren te sientas a pensar y más o menos piensas; el avión sin embargo está volando, ¿cómo pensar en otra cosa? Desde los ventanales identifico un pinar lejano y alcanzo a ver dentro de mí la procesionaria, un sinfín de orugas andadoras. Pongo esto en página llevado de una vaga idea de dar el acontecimiento a medida que transcurre.

Mis planes en París son los de siempre: atender el panorama. Me encuentre donde me encuentre, caminar todo el día sin rumbo es el lujo más grande que puedo concebir. Me siento un burgués despreciable en ese afán de inservible, ese no ser nada del paseo, pero al fin y al cabo un turista no soy, y alguna cosa tengo que hacer, he comprometido escribir esto, por ejemplo, pero ¿cómo recoger lo que ocurre en la calle sin salir uno de su asombro?

Viajan en el vagón dos niñas de catorce, quince o puede que dieciséis años, no puedo saberlo, adolescentes seguro. Una, la más guapa, es todavía niña, la cara lavada; la otra va maquillada con dedicación y prendida de bisutería. Sexuada antes que su amiga (ah, seguro que son primas), tiene la cara llena y la mirada guasona, los ojos musicales y las tetas muy grandes, se hace mirar más. Viajan juntas y solas, están contentas, no pueden evitar hacer malabares con cierto montante de ansiedad al que no le encuentran uso porque su urgencia es llegar, haber llegado, más bien. Comparten confidencias, pasan a buscarle posibilidades al móvil, se graban haciendo coreografías verticales, playbacks (no cantan, no sé cómo funciona), y a medida que transcurre el viaje se van fatigando y se embriagan de risa tonta. Son niñas todavía antiguas. Quiero decir que antes de ser jóvenes son un poco antiguas. Esto es normal, les pasa también a los chicos. La de las tetas se sirve de gestos que no le corresponden, que ha tomado de su madre, del mundo de sus madres, que serán señoras no sé de qué edad, de la mía, puede que más jóvenes. La muchacha insiste en esos gestos un poco extemporáneos y algo desmedidos que ni le hacen falta ni comprende del todo, son gestos que ha heredado antes de hora, gestos de mujer anterior de los que, si crece sensata, irá desembarazándose, y que ahora solo pone en funcionamiento cuando se sabe mirada. Cuando no, vuelve a ella el descuido y la naturalidad de la niña que todavía le habita. Graban un chiste. Yo creía que el chiste como tal era un formato vencido, pero graban un chiste que dice que la gallina está triste y apenada, que necesita a pollo. Así escrito no sé si funciona, no pienso explicarlo. Ellas se mean, exageran la felicidad, se quieren memorables. Yo también me río, estoy cansado y dulce de ánimo, nunca estoy mejor que cansado, la mentalidad laxa, pero me río solo, para los adentros, no quiero estorbar la escena.

Miércoles ya. Me es imposible recorrer la calle Daguerre sin verle el reverso, el otro lado. Daguerreotypes es una de las películas que más me gustan de Agnès Varda. Cuando la rodó tenía un crío de dos años del que no quería alejarse mucho, así que el proyecto se determinó en relación a un radio de noventa metros de su casa, que era lo que medían los cables del equipo eléctrico.

Lo que más contento me pone de esta ciudad es que en los cines hay vida, desde la sesión de las diez de la mañana hasta la última de la noche. Hoy veo sendas películas marítimas: Animales peligrosos, una serie B que olvidaré pronto, simpática en su imaginario tan a la vista y en sus apuntes sobre la escoptofilia, que es una enfermedad benigna de la mirada ya muy en desuso. La otra es Master and Commander, cine de pinacoteca, que si bien esta vez me ha parecido un tanto empresarial en su retrato de ese mundo de códigos, resoluciones y objetivos, sigue siendo una estupenda peli de aventuras, algo ya para siempre imposible en su imagen tangible. Su empeño en lo veraz la hace algo anémica en la ficción, pero se mantiene poderosa e impresionante en su mar adentro. Y Russell Crowe está muy guapo, con ese atractivo suyo de los hombres rudimentarios. Estos días está guapísimo todo el mundo, yo qué sé. Me van a volver loco.

Me dijo Marta en una ocasión que yo siempre he tenido y tendré la misma edad, pero no especificó cuál. La apreciación admite dos lecturas. En cualquier caso, soy unánime. Todo yo soy unánime. Sé que no hay sino locura en uno. Entiendo que vivimos todos en la locura. Que la voz propia es un disparate que solo puede tamizarse en conversación con otro ser humano.

Compro pan con el alborozo mudo de comprar pan (en Madrid no existe el pan). Pasaré buena parte de la noche asomado al balcón, por ver si pasa mi sino. He comprado la prensa en papel y el periódico trae una noticia arcaica, un “se busca” en toda regla: se conoce que hace unos días, dos individuos orinaron sobre una madre y sus dos hijas que dormían frente a la explanada del ayuntamiento, donde se ha instalado un campamento de inmigrantes reclamando alojamiento de urgencia. El ser humano es el mismo en todas partes.

Como todos mis amigos escriben mejor que yo (esto es mentira, claro, pero no me cuesta nada), y sé que la literatura que se observa a sí misma incurrirá tarde o temprano en la paranoia, abrocharé el hoy con este párrafo de mi amigo Frank G. Rubio que desde hace unos días me gusta leer y releer (lo he memorizado, de hecho, pero luego he comprobado que es una cuestión plástica, que lo que me place es mirarlo escrito): “La magia es un instante radical, por su concurso el mago se arranca de los espacios familiares antropológicos y a la manera de las estrellas se incrusta en el vacío”. Escribo estas tres palabras a velocidad de miel: un instante radical.


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