La escritora Olivia Laing (Reino Unido, 1977) –autora de La ciudad solitaria– tuvo su primera casa en propiedad en 2020. Alcanzó la estabilidad inmobiliaria después de haber pasado por 16 casas, favorecida también por su matrimonio con el catedrático y poeta Ian Patterson (1948). Tres años después de casarse, se deciden a comprarse una casa, pero no una cualquiera, sino una con jardín, y no un jardín cualquiera, sino uno cuyo último dueño había sido Mark Rumary, diseñador de jardines y autor de ensayos sobre jardinería; “jardinero distinguido”, lo llama Olivia Laing en El jardín contra el tiempo. En busca de un paraíso común (traducción de Lucía Barahona, Capitán Swing), ensayo donde cuenta el proceso de restauración del jardín y aprovecha para repasar la historia de los jardines, un puñado de libros y un montón de temas a los que llega desde el jardín. Laing es una escritora admirable por varios motivos: por su rigor y por el modo en que va haciendo aparecer la información en sus libros, con naturalidad y elegancia, sin aspavientos, y con una generosidad de agradecer. Por ejemplo, Laing comparte con sus lectores un descubrimiento etimológico, sí, pero también cultural: paraíso viene de la lengua avésica, Persia año 2000 a. C., y significa “jardín amurallado”. De ahí pasó al griego, paradeisos, que “es la que se emplea en el Antiguo Testamento para hacer referencia tanto al Jardín del Edén como al propio Cielo, entrelazando de manera irreparable lo celestial con lo terrestre”, escribe Laing. De ahí al latín, etc. Laing de nuevo: “El descubrimiento de esta cadena de asociaciones me dejó atónita. Lo primero había sido el jardín, y el cielo seguía su estela. Ese había sido el cénit de la perfección, el ideal a lo largo de los siglos y de los continentes: un jardín cercado; un espacio fértil, hermoso, cultivado. Me encantaba que lo material precediera a lo sublime, o dicho de otra manera, que lo sublime surgiera a partir de lo material. Desbarataba el mito de la creación de un modo que me producía un intenso placer”. (No sé si llego a tiempo con este dato para las cenas navideñas en familia, si no, puede servir también en Semana Santa.)
En El jardín contra el tiempo se cuela también la peripecia biográfica: recuerda episodios de su infancia, más o menos relacionados con jardines; episodios de la vida cotidiana que podrían ser parte de un guion de una comedia –el entierro de la mujer de su padre en pandemia y bajo la lluvia–, una de esas un poco amarga, como de Alexander Payne –el padre de Laing descubre que al morir su esposa no le ha dejado la casa por lo que tiene que buscarse otra–. Y hay lugar también para tirar del hilo que va del esplendor de la tradición de la jardinería en Inglaterra, siglo XVIII, con la expansión colonial y una inmersión en algunos episodios históricos en los que está implicado Milton, cuyo Paraíso perdido lee Laing. (Dudas vitales resueltas: paraíso perdido no es un pleonasmo.) “Una de las operaciones por medio de las cuales el capitalismo se perpetúa a sí mismo es el desplazamiento, la resuelta y absoluta separación del producto de su lugar de producción, por lo que cuanto compramos gasolina o turba en un centro de jardinería, o incluso una chocolatina, cuando encendemos la luz o abrimos un grifo, cuando tiramos de la cadena o adquirimos un sofá en Ikea, nos convencen para que creamos que todas esas cosas han surgido de manera espontánea, natural, como una respuesta mágica a una necesidad o un deseo, mientras que sus orígenes y secuelas reales, con frecuencia destructivos, permanecen firmemente ocultos […]”, escribe.
Son solo unas muestras de todo lo que contiene este ensayo lleno de literatura y citas y referencias y de flores. Un consejo que le dan, por cierto, es que no corte ninguna flor del jardín antes de que haya pasado un año, para saber qué flores están secas y cuáles simplemente están adormecidas. Ahí hay una lección contra el atropello.