Puro glamour XIX. Soy una lagartija

Aventuras para cerrar el año: una mesa redonda con el pantalón roto, la amputación de la yema del dedo meñique y las rimas de la vida con las lecturas.
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Este año he leído muchísimo, casi todo novedades –una de las maneras en que me gano la vida es haciendo reseñas o recomendaciones–, a veces es un poco como comer siempre un bocadillo de bacon, queso, huevo y pimientos, acaba cansando. Por no hablar de las arterias y el colesterol. Hace unas semanas, en la Feria del Libro Aragonés de Monzón, en una mesa en la que estaba sentada entre Ignacio Martínez de Pisón y Manuel Vilas, el moderador –mi padre– me preguntó para qué me servía leer tanto. Pensé un poco la respuesta, hice un chiste, me pregunté si el faldón de la mesa llegaba hasta el suelo, porque al subir al escenario, cosa que hice sin usar las escalerillas, oí el ruido de mi pantalón romperse. La rotura era transversal, pero no sabía hasta dónde llegaba. Casi seguro que el faldón de la mesa tapaba eso. 

La entrada había sido más bien cómica, empezamos tarde porque se estaba jugando el España-Marruecos y además había una presentación de un libro antes que se prolongó. El caso es que dije que no tenía muy claro aún para qué me iba a servir leer tanto, como si no fuera capaz de verlo aún: la imagen se está formando, dije, y no creo que nadie me comprendiera bien. Dije que además de para ver quizá el plano general de lo que se escribe, las corrientes, etc., me ayudaba a saber qué escritora quiero ser. No dije que a veces leo los libros tan rápido y vomito la recomendación que apenas los disfruto. Hay gente que cree que merece la pena por los libros gratis, como si no hubiera bibliotecas. Cuando bajamos del escenario –me puse el abrigo muy rápido, como una ninja–, las autoridades vinieron a saludar y me dijeron que era muy joven para tener tres hijos. Si fuera tan joven no estaría tan cansada, pienso. 

Unas semanas después, me corté un trozo de la yema del dedo meñique reciclando vidrio. Mientras estaba en la camilla de la consulta de enfermería, anexa a la de mi madre, con las tres enfermeras tratando de cortar la hemorragia antes de decidirse por usar nitrato de plata para cauterizar la herida, pensé, durante un instante, que era cosa del karma: por ese sticker malicioso que había hecho a partir del reencuadre de una foto, entre otras cosas. Me asusté de verdad cuando unos días después mi hijo mediano tuvo otro episodio de bronquitis que acabó en observación, en el hospital; al día siguiente, un incendio en una planta de Endesa dejó parte de la ciudad –entre ellas, mi barrio, claro– sin luz. Afortunadamente, al día siguiente, dejaron de sucederse desgracias y accidentes domésticos y pensé que la racha había acabado. El caso es que termino el año con el dedo meñique pelándose entero porque la nueva piel que está creciendo empuja a la vieja, o al menos esa es la explicación que doy al picor. Es lo más reptil que he sido nunca. Así, y con un recipiente para reciclar vidrio en casa que me han hecho llegar desde Ecovidrio. 

La realidad y la ficción siempre anda rimando. Por ejemplo: estoy acabando un manuscrito y me llega Fallar otra vez, el ensayo mínimo en extensión de Alan Pauls sobre corregir. (Otra rima: lleva un prólogo de Julián Herbert, cuyo Ahora imagino cosas me deslumbró; por cierto, el primer texto se publicó aquí.) Hago trampa aquí: me interesé por el libro porque era sobre corregir, tarea a la que sabía que iba a enfrentar pronto. Pero esto sí es una rima, de la realidad con la realidad: se me ocurre pedirles a algunos amigos que me manden audios leyendo textos de Mekas que les mando por Whatsapp. Mi amigo S me pregunta si puedo esperar a que vuelva de Lisboa para que lo grabe con un micro, etc. Le digo que es mejor que lo grabe en Lisboa, y entonces me cuenta que en esa ciudad coincidió con Mekas en el festival de cine. Y que Mekas no quiso compartir el taxi y que va a grabar su fragmento en el parque que había frente al hotel en el que se alojaban los dos. Me acuerdo ahora de una cosa que me dijo Deborah Levy sobre lo que quería hacer en su novela El hombre que lo vio todo, un poco doblar la realidad para que el pasado y el futuro pudieran verse y conversar. 

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