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Podría empezar este artículo sobre el arte de fingir que se lee asegurando que he leído la novela Intercambios, del británico David Lodge, publicada en 1975. Pero admitiré que no lo he hecho. Sí, en cambio, he leído dos o tres libros que hablan de ella o, mejor dicho, de una escena de esa novela. Uno de esos libros es, precisamente, el ensayo de Pierre Bayard Cómo hablar de los libros que no se han leído (2007).
La escena es la siguiente: un profesor de literatura inglesa en la universidad enseña a alumnos y colegas un juego de su invención. “Cada participante –explica la novela– debía pensar en un libro famoso que no hubiera leído y se anotaba un punto por cada persona presente que sí lo hubiera leído”. Por eso es llamado “el juego de la humillación”: para ganar, es necesario alardear de los libros que no se han leído, y cuando más conocidos sean, mejor. Es decir, hay que hacer exactamente lo contrario de lo habitual, en particular en los ambientes intelectuales y en general en todas partes.
Cada tanto, circulan por internet listas de los libros que con mayor frecuencia la gente dice haber leído cuando en realidad no lo ha hecho. Son listas de clásicos, casi por definición: libros que casi todo el mundo conoce pero casi nadie leyó. En la novela de Lodge, un profesor cae en desgracia tras admitir que no ha leído Hamlet. Presa de su afán competitivo, gana el juego pero pierde su trabajo. El problema, en realidad, no radica en que no lo hubiera leído; de hecho, es sustituido por otro docente de quien el narrador afirma: “No creo que haya leído Hamlet, pero nadie se lo preguntó”. El problema es que infringe una regla tácita del mundo académico: podemos hablar de libros que no hemos leído, pero no podemos reconocerlo de manera tan flagrante.
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Fingimos que hemos leído tales o cuales libros porque está bien visto, porque nos da prestigio, a veces porque no nos queda más remedio: “Dado que imparto clases de literatura en la universidad, me es imposible escapar a la obligación de comentar libros que la mayoría de las veces ni siquiera he abierto”, escribe sin ironía (o casi) Bayard en el prólogo de su citada obra. Hay, sin embargo, una actividad parecida que se ha tratado menos y, por lo tanto, me interesa más: no fingir que se ha leído, sino fingir que se lee. En tiempo presente.
¿Para qué le sirve a alguien fingir que está leyendo? Pueden ser para varias cosas. En primer lugar, la finalidad puede ser la misma de fingir que se ha leído: aparentar, alardear, quedar bien, como decimos en Argentina: mandarse la parte. Este supuesto lector es un exhibicionista. Le importa que lo vean. Usa los libros como máscaras. A veces, por cierto, ni siquiera tiene que fingir el acto de leer: basta con portar un libro en un lugar visible. Tal vez porque ha oído por ahí que reading is sexy. Quizás alguien le dijo que ver a alguien leyendo un libro que te gusta es ver a un libro recomendando a una persona. A lo mejor se enteró de que a quienes leemos nos gusta ver a otras personas leer. En todo caso, se tomará el trabajo de seleccionar bien sus lecturas fingidas. Que los demás no vayan a pensar que lee cualquier cosa.
En otras ocasiones el motivo es justo el contrario: lo que el lector fingido procura es que no lo vean. Nos lo han mostrado infinidad de películas y ficciones televisivas: alguien que debe pasar inadvertido en algún lugar y se oculta detrás de un periódico (cuanto más grande mejor, a veces con agujeritos por donde espiar) o simulando estar inmerso en la lectura de lo primero que se alcanzó a manotear, a veces libros vergonzantes o escritos en idiomas desconocidos o incluso sostenidos al revés. Aquí los libros no son máscaras sino guaridas, búnkeres, refugios desde donde ver sin ser visto al enemigo que hay que perseguir o a la persona que te gusta.
Otra variante es la gente que simula leer porque es eso lo que se supone que está haciendo. Asalariados que hacen como si leyeran algo que no necesitan leer para evitar que los vean sin hacer nada y, en consecuencia, les den más trabajo. Estudiantes que no pueden no estar leyendo cuando sus padres entran en sus habitaciones. No-lecturas obligatorias.
La más dramática y conmovedora de estas situaciones de fingimiento es clara: la de quien no sabe leer. En nuestras sociedades, en que las tasas de analfabetismo son muy bajas, quienes todavía forman parte de esa minoría quedan completamente marginados. Conozco anécdotas de gente conocida que se ha cruzado con personas que no sabían leer, pero más aún con personas que hacían como si leyeran y dejaban la duda de si habían leído o si solo habían simulado leer. La novela El lector, de Bernhard Schlink, y su versión cinematográfica con Kate Winslet en el papel principal, ayudan a imaginar, siquiera de lejos, lo difícil que debe ser estar en ese lugar.
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Existe también una escena de simulación de lectura y analfabetismo muy tierna y nada dramática. En el comienzo de Los diarios de Emilio Renzi, alternando entre la primera y la tercera persona, Ricardo Piglia describe que “a los tres años le intrigaba la figura de su abuelo Emilio sentado en el sillón de cuero, ausente en un círculo de luz, los ojos fijos en un misterioso objeto rectangular”. El niño “no comprendía bien lo que estaba pasando”, pero, como todos los niños, quería imitarlo.
Sigue: “Esa mañana se trepó a una silla y bajó de una de las estanterías de la biblioteca un libro azul. Después salió a la puerta de calle y se sentó en el umbral con el volumen abierto sobre las rodillas […] Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación de ferrocarril, y cada media hora pasaban ante nosotros los pasajeros que habían llegado en tren de la capital. Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés”.
“Pienso que debe haber sido Borges”, fantasea Piglia, lo cual no es imposible, ya que Borges visitaba con frecuencia aquel barrio, Adrogué, en esa misma época, la década de 1940, “porque ¿a quien sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?”.
En su libro Trance, de 2018, Alan Pauls revela la sorpresa que experimentó al saber de ese “mito inaugural” de Piglia, ya que el suyo es igual. Lo narra hablando de sí mismo en tercera persona:
“En su escena originaria de lector tiene tres o cuatro años y ha salido de paseo por el barrio con su abuela. De golpe –atajo típico de sueño o de narrador ansioso– se ve sentado en el cordón de la vereda con un libro en las manos, ‘leyendo’. Es un libro ‘adulto’, es decir, de texto puro, en el que fija los ojos con una concentración extrema, como hipnotizado. Hasta que su abuela, volviendo de algún mandado, se acuclilla junto a él y se lo da vuelta entre las manos, poniéndolo en la posición correcta”.
Dice Pauls que, cuando leyó a Piglia contar la misma historia, se sintió anonadado, “saqueado y ladrón, original y copia” a la vez. Pero luego lo tomó como una señal de autenticidad. “¿Y si ese lector infans –se pregunta– que lee antes de poder leer y persiste, imperturbable, una vez desenmascarada su impostura […] no fuera más que un arquetipo de primer lector, un ready-made que los aspirantes a escritores pudieran buscar y elegir…?”
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Piglia contó muchas veces que desde chico tuvo claro su propósito de ser escritor: escribir fue, sobre todo, un camino para llegar a cumplirlo. Pauls, en cambio, cuenta en otro pasaje de Trance que “nunca quiso ‘ser escritor’ sino escribir”, pero que también “antes de querer leer quiso ser un lector, aislarse como ha observado que se aíslan los lectores, concentrarse y olvidarse del cuerpo y ser indiferente y remoto y deseable como ellos”. Es decir, anhelaba el aura de quienes leen o de quienes han leído, igual que la gente que responde las encuestas sobre libros que dicen haber leído y en realidad no.
Y un poco por eso el saldo termina siendo positivo. Ya sea por desear ese aura de lector, por querer ser sexy, por puro postureo, por disimular, por no conversar con quien se le sentó al lado en el tren, por que no le den más trabajo, por querer parecerse a alguien: en algún sentido, quien finge que lee, también lee. Incluso aunque no se dé cuenta, incluso, podríamos decir, aunque no sepa leer.
Ignacio Padilla proponía a los padres no lectores que “hagan como que leen” para promover el hábito de la lectura en sus hijos; de esa manera, esos adultos también “terminan cerca de los libros, y es un círculo bonito”. Quién sabe cuál será el azar que llevará a alguien a depositar sus ojos en una página y a que se entusiasme con una frase, se enamore de un personaje, se adentre en universos de los que no podrá salir nunca más. Los caminos de la literatura son inescrutables.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.