Imagen: Flickr/Ginny

Sobre la longevidad del gusto

A estas alturas del año aparecen las listas de libros imperdibles. ¿Por qué persiste esta costumbre y qué dice de nosotros como lectores?
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Así como por ahí de las 12 o 1 de la tarde (cuando alguien lúcido, quizá incluso clarividente, dice «tardes ya») regresa extrañamente el efluvio del chilaquil con cecina que desafortunadamente no desayunaste, regurgitan en estos días las listas de libros imperdibles que sin duda te perderás.

“¿Cómo explicar que se niegue la gloria a los vivos y que muy pocos lectores amen a sus contemporáneos?”. La pregunta aparece en El tribunal del tiempo, el tratado LIII de Pascal Quignard. ¿Por qué incluso el simulacro de gloria que es la listografía de fin de año es percibida con sorna e indolencia, o al menos con sospecha? Por envidia, dice Quignard. Preferimos los muertos a los vivos porque “los muertos ya no son competencia, su mandíbula ya no puede cerrarse sobre la presa. No saltarán más. Y con esta ausencia de salto, con esta boca que ha dejado de estar ávida parecen de pronto extremadamente simpáticos”. Pasado por el horno de la muerte –sigue Quignard– el sentimiento de envidia se convierte en admiración. Pero, considerando el deseo recurrente que todo llegará cuando sea demasiado tarde, habría que añadir una alusión al destino del universo: «la luz solar se apaga poco a poco sobre pequeños montones de cenizas en el vacío que las ignora».

Por más que la industria editorial se empeñe en construir una especie de calendario litúrgico alrededor de ferias, mesas de novedades y descuentos urgentes que sólo retrasan lo importante (el precio único del libro), las lecturas –la atención concentrada, la inscripción activa– responden a estaciones azarosas. Véase, por ejemplo, esta lista de listas de los libros más vendidos durante los últimos cien años.

Aunque caprichoso como cualquier otro criterio, la cuantificación comercial exhibe una trampa evidente: ¿cómo una novela que se distribuye en, digamos, mil puntos de venta puede compararse con un libro de ensayos (que no sea de Byung-Chul Han, el filósofo viral) que tuvo un tiraje de 250 ejemplares? Pero bueno, si dejamos de lado la ineludible ratonera y leemos la lista linkeada en sus propios términos, digamos, podremos ver de frente ciertos resquemores:

  • Los cuatro jinetes del Apocalipsis rebasaron a Conrad y llegaron en primer lugar allá en 1919.
  • Fitzgerald se tardó 88 años en perder contra el trío dinámico compuesto por Dan Brown, John Grisham y Stephen King. Y no, no fue con The Crack-Up.
  • ¿Todavía habrá alguien que lea a Sinclair Lewis? ¿A John Galsworthy? ¿Y qué tal a Pearl S. Buck? El Premio Nobel no es garantía de nada, la popularidad tampoco.
  • Los cuentos góticos de Isak Dinesen fueron muy leídos en 1934. Me gustaría pensar que los niños que se durmieron con esos cuentos se despertaron en 1975 leyendo a Doctorow.
  • La trayectoria de Salinger se parece a la de Vonnegut. Vonnegut lo resolvió mejor.
  • ¿Se puede, desde Twitter, entender la relación que tuvo Lampedusa con el mercado?
  • En 1973 J.G. Ballard publicó Crash. El mercado respondió leyendo, de nuevo, el Juan Salvador Gaviota de Richard Bach. Entre uno y otro se podría encontrar este de Vonnegut, número tres en la lista de ese año: Desayuno de campeones.
  • ¿Se puede, desde Twitter, entender la indiferencia del mercado hacia David Markson?
  • Parece que Danielle Steel sí vive de lo que escribe.
  • Y parece que James Patterson no se puede contener.
  • Stephanie Rostan, la agente de Gillian Flynn, entiende como nadie el sistema. https://www.marketwatch.com/story/a-data-scientist-cracks-the-code-to-landing-on-the-new-york-times-best-seller-list-2018-11-28
  • Curtis Brown, la agencia que publicaba a Beckett, publica ahora a Jojo Moyes. Teoría: en los 90 se gestó el cinismo.
  • A Mary Higgins Clark, que aparece por ahí seis veces, la ha traducido César Aira.
  • Como diría Carlota de Habsburgo, «Dios quiera que se nos recuerde con tristeza, pero sin odio».

El sentido social del gusto de Bourdieu no aparece en esta lista de listas, pero conviene de todos modos traer unas ideas de ese libro a colación. Por ejemplo, esta: el gusto es una disposición estética en un sistema de disposiciones. La consagración de una obra cultural, por ejemplo, traza prácticamente el mismo camino de percepción y apreciación que el de la excomunión; el reconocimiento casi siempre va acompañado de banalización; la producción de consumidores se asocia con la imposición de legitimidad. “Las obras deben su rareza propiamente cultural y por lo tanto su función de distinción social –dice Bourdieu– a la rareza de los instrumentos que permiten descifrarlas”. Es decir, existen distintas desigualdades en la producción, distribución, disposición e interpretación de las obras. Por ejemplo, lo que ya dije arriba: los campos de gran producción son distintos que los campos de producción restringida; aunque sería un ejercicio interesante de lectura (¿lectura creativa?), Crash no se lee igual que Juan Salvador Gaviota.

Pero pensemos bien, dejemos de lado las listas prescriptivas e imaginemos una lista que considere, desde una subjetividad radical (indisociable del otro), todas estas disposiciones estéticas que operan desde un sistema, supongamos comprensible, de disposiciones. ¿Qué sería aquello? ¿Un esfuerzo tierno y necio por tratar de normar el estado de excepción? Porque la literatura, creo, es eso: un tanteo de los territorios raros. ¿Cómo hacer una cartografía de un campo irregular? ¿Por qué hacerla? ¡Para qué!

Porque digamos que el éxito literario es la posibilidad del disparate. Digamos que una obra no es sólo un producto. Digamos que el arte va más allá de la artesanía. Y digamos que una cosa es estar fuera del mercado y otra –la que se desea– es estar fuera de lugar. Porque el mercado, aunque se empeñe en ilusionarnos, no es un espacio sino una temporalidad, casi una ideología. Si no, ¿cómo explicar a todos esos libros hipercreativos que se cuelan (es un decir) por aquí y por allá en las listas que ahora aparecen por todos lados?

Hay libros que se resbalan de las manos. Pero qué hacer, si es el fin del otoño.

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(San Luis Potosí, 1983) es profesor y editor. Vive en Santiago de Querétaro.


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